LA MIRADA DE ODIO
Me
contaba un interventor del PP que, en las recientes elecciones
municipales, cuando se acercaba con su distintivo en la solapa a una de
las mesas de su colegio electoral asignado, a una guapa muchacha de la
marca blanca de PODEMOS se le demudaba el rostro ante su presencia. “La
cara del odio es indisimulable –me decía– ¿Qué es, Dios mío, lo que la
habrán podido meter en la cabeza a esa criaturita para que así me
mirara?” Su descripción coincide con lo que decía Hermann Hesse: “cuando
odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de
nosotros”. El odio es la proyección de un almacenamiento previo.
En el Ayuntamiento de Madrid, al ser cuestionado Guillermo Zapata por racista y antisemita, la siguiente en la lista si el gurú de la cultura del grupo dimite sería
Alba López Mendiola. La ‘niña’ que hubiera querido colgar a Botín, “quien se fue de rositas”, avisa, llena de odio, de lo que nos espera si se sigue insistiendo en la dimisión de Zapata, de tal manera que arremete contra una clase que odia con esta jerga exquisita: “Soy bollera, camionera, desviada, leñadora, feminazi
La ‘niña’ de 23 años nos trata a su vez de ignorantes, porque desconocemos su novísima terminología y su novísima práctica sexual. Somos indigentes del diccionario actualizado y unos reprimidos del sadomasoquismo homosexual, a lo que parece.
El aullido homínido de la calle Montalbán a la salida de la elección de alcaldesa en el Ayuntamiento de Madrid quedará como grito de referencia pidiendo la horca y la guillotina para quienes no eran de los suyos.
Silbaba el odio en la última Copa del Rey de fútbol, como silba la serpiente de cascabel y silba el huracán destructor y silba la orca asesina tras de su presa. Arturo Mas, que entiende el silbo de sus congéneres reptantes, mostraba el regocijo que le producía la superposición de dos sonidos, el himno nacional y el silbo, que era el honor y la befa, el orgullo y la chanza, que era la Nación y sus complejos, el Estado y su traición taimada. Y Arturo, presidente del silbo, exhibía la sonrisa de la delectación cainita en los delirios del trance. Eran dos allí apostados, presidiendo, el Rey y Arturo, la generosidad del dador y la miseria del que desprecia la dádiva, la altura del honor y la bajura del traidor. Estaba allí erguida la tolerancia magnánima, a cuya sombra renqueaba la enana intolerancia. Quien tenga ojos para ver que vea.
El Congreso de los Diputados es el crisol de la representación popular
de un pueblo y constituye el orgullo democrático de todo ciudadano bien
nacido. Menos para una juventud emergente española que quiere sitiarlo y
asaltarlo obsesivamente. ¿Qué es lo que ha ocurrido en este país para
que el odio se amotine y alcance los grados de paroxismo a los que
llega? ¿Toda la culpa es de la corrupción? Es algo más, mucho más. Es la
generación de la LOGSE que abatió la excelencia, la ejemplaridad y el
esfuerzo la que nos ha invadido. Es la dictadura de la Universidad de
los Berzosa y Carrillo, orientada radicalmente contra el sistema, a
quien no le permitieron expresarse en su recinto, la que ha salido ahora
a la calle. Eso es lo que pasa.
El odio es la antítesis del amor, de la amistad, de la cordura, del
entendimiento entre los hombres. El odio es el muro que te impone una de
las partes, sin preaviso, sin diálogo posible que apacigüe los malos
entendidos, si los hubiere. El muro malencarado impide el conocimiento
mutuo, el muro impide el avance de una u otra parte. El muro insultante
cree tener todo el peso de la razón, sin que pueda ver que lleva todo el
peso de un insulto incontestado, que no incontestable.
Dos frases para pensar. Una es de Nietzsche: “El amor y el odio no son
ciegos, sino que están cegados por el fuego que llevan dentro.” La otra
es de Bernard Shaw: “El odio es la venganza de un cobarde intimidado”.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 20.6.2015
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