sábado, 30 de septiembre de 2017

El parque de sus esperanzas y libertades




El parque de sus esperanzas y libertades

     Hace unas semanas, en este nuestro querido PUERTA publiqué un artículo que titulaba “Un parque de sangre”, donde denunciaba la moción municipal por la que daban el nombre de un asesino del 36 al parque que es cabecera del Polígono Puerta de Madrid. Lo cual no me parecía aleccionador ni justo. Y lo dije. Al aparecer otro artículo con el título “Parques de esperanza y libertad”, mira por donde que este firmante —estoy hablando de mí— se sintió contestado, aunque no nombrado. Recurso como de obra maestra que ahora intentaremos seguir pese a nuestras magras capacidades.



     Por eso yo quiero hablar de alguien tan lejano y nebuloso como Meliso. Era Meliso un pastor que habitaba los bosques profundos de su tierra y se sentaba bajo sus frondosos árboles hacia los que tendía su mirada de sonrisa meliflua escuchando el rumor de sus hojas. Entre sus delirantes cursiladas y pedantescas interpretaciones no sabía bien si los árboles le ocultaban el bosque o era el bosque el que le ocultaba los árboles. Él no oía a sus clásicos antecesores,

los pastores eximios de las Églogas Bucólicas de Virgilio. No, Meliso no era un pastor al uso, él no oía, él proyectaba el atormentado acopio de su magín sobre las bóvedas de sus árboles. Era su utopía obsesiva la que le revenía. Los huracanes y retorcimientos de ramas los ponía él, que veía garras de dominadores y vencimientos de humillados. Y las melodías eran frondosas y las ramas llevaban pétalos. Era su mundo alucinado, no era el árbol que él sinceramente decía buscar. Ese árbol que miraba y no veía.



     En su arrobo, Meliso hablaba allí con su amada Nicéfora. Todos sabían que Nicéfora era puta, putísima, todos menos Meliso, que la consideraba la virgen de las vírgenes y primera poetisa del Parnaso. “No podía ser —decía— que a los dieciséis años fuera puta”, y arremetía contra los ladrones de su honra como farsantes y falsarios de la verdad. Pero la gente del lugar y de sus días decía que Nicéfora era puta, lo decían sus allegados, sus testigos, lo decían las enciclopedias. los libros, los periódicos, lo decían los que habían yacido y holgado con ella, lo decían periodistas, profesores y jueces, y lo repetían las cornejas y las ranas. Pero la arrulladora brisa que estremecía las hojas de los árboles de su bosque bendito le aseguraban que no, que Nicéfora era virgen purísima y casta, víctima de los deslenguados y de los insensatos, templo vivo de austeridad carnal y potro flagelante de la calumnia.



     La realidad era que el bosque de Meliso no era de Meliso sino de todos. El bosque de todos estaba transido en su umbría profunda por la encontrada sinergia de dos gnomos: el gnomo azul y el gnomo rojo. Para Meliso el primero era la fuente de todas las maldades y oprobios del bosque y el segundo era el origen de todas las bondades. No había término medio, ni matiz ni ‘aggiornamento’ posible. Si Nicéfora sufrió cautiverio por parte del gnomo azul, ya Nicéfora era la heroína de los cielos que dará nombre al bosque de las esperanzas y libertades. Pero la realidad era que la puta Nicéfora era solo una musaraña de su bosque único y totalitario, la cual solo traerá las esperanzas y libertades a su parque fanático, el que es de todos y ha sido arrebatado a la Dehesa libre por unos cabreros sectarios. Casi hasta podría valer que el bosque se le dedicara por poetisa, pero en el fondo se le dedicaba por zorra, por transgresora.



     Su amigo Polibio, pastor libre, le interrumpía sus desmayados arrobos bajo los árboles diciéndole a voces:

   

      —Nicéfora es puta, ¿te enteras?, te lo digo yo que lo sé, ¿te enteras?

    

     Pero Meliso ya no contestaba. En los últimos días de su madurez adoptada, Meliso había tomado una superioridad moral  por la que pasaba de todo su entorno y creía sólo su verdad, la que hacía suya de manera indubitada, llegando a perdonar desde su pretendida generosidad a los hombres de ignorancia insalvable, a quienes terminaba por hablarles del amor fraterno. Entonces, Polibio, el pastor libre que conocía sus inclinaciones anticlericales, le replicaba a Meliso en su jerga procaz:



     —Todos los comecuras acabáis como curas.

       

     En efecto, el blasfemo Meliso, el que escondió en su casa al asesino Gurmindo, se subió sin sonrojo al púlpito de una peña del bosque y habló a los cabreros del Creador, el que da la vida y no la quita, no la quita. Y desde su altura nos dedicó una homilía del mandamiento nuevo del fuego del amor en el que acabaremos quemándonos los que hemos sido en la vida violentos, es decir, los contestatarios e insumisos. Es la superioridad moral de Meliso que nos esconde el fuego del infierno en el fuego del amor fraterno como fuego servido en lapa adosada, lo que debe ocurrírsele por propia deformación.

    

     En los últimos días de su madurez adoptada, Azaña, al igual que Meliso, pronunció aquello de “Paz, Piedad, Perdón”. Pero los que lo citan olvidan dar la circunstancia que lo acogotaba. Lo dijo en Barcelona el 18.7.1938 cuando empezaba a mascarse la rendición incondicional de la República. Lo dijo, bisojo y estrábico, cuando tenía un ojo en el micrófono de su discurso y otro ojo en el incierto derrotero de su huida a Francia. Eso no vale cuando ya sentía su culo en polvorosa, presto a la carrera. Eso no vale ya tan tarde, cuando tuvo la larga oportunidad de decirlo frente a la impávida llamarada de las iglesias y en el fragor de la represión, del despojo y de la refriega.

   

      Varios cantantes han interpretado la canción del “Pastor Bobo”. A mí me gustaba en especial la versión de Morente. Decía:



El pastor bobo guarda las caretas.
Las caretas
de los pordioseros y de los poetas
que matan a las gipaetas
cuando vuelan por las aguas quietas.
………………………….

Adivina. Adivinilla. Adivineta
de un teatro sin lunetas
y un cielo lleno de sillas
con el hueco de una careta.
Balad, balad, balad, caretas



José César Álvarez.

Puerta de Madrid, 4.6.2017,

No hay comentarios:

Publicar un comentario