viernes, 31 de enero de 2020

La calle de las dos esquinas exiguas



En la punta de la lengua







     La amantísima calle de Libreros, la que hoy es destinataria de los entrecortados alientos municipales, acosada de deliquios graníticos y adoquinados hasta en plenas fiestas navideñas, incluso tocada de carmines cerámicos, es una calle agraciada y revitalizada por ser calle importante en nuestras vidas. Pues bien, esa calle tan querida y significativa, ha mostrado de siempre dos esquinas en la acera de los pares, en el punto de arranque y en el terminal, de sendas aceras estranguladas, mínimas y precarias. Son las que guardo en mi terminología particular, no actualizada, como las esquinas de las dos farmacias, las de Gil y la de Cárdenas, esquinas a las plazas de Cervantes y de Cuatro Caños —sí, claro, para los puritanos históricos es la Puerta de Mártires—.



     Esas han sido mis dos esquinas exiguas para mí y para muuuuchos alcalaínos de muuuchos años. Y en la calle importante de las dos esquinas exiguas, nadie ha podido encontrarse en ese punto y vértice con un amigo perdido, pongo por caso. Estaba prohibido, no había lugar, porque el reencuentro en ese trance colapsaría el tránsito ciudadano. Y, sin embargo, hay que reconocer que media historia de Alcalá ha transcurrido en la esquina de Gil donde la acera se estrecha.



     He llevado clavadas en ambos costados como estigmas las dos esquinas exiguas de mi calle del alma hasta el punto de esta feliz ocasión de los delirios amatorios del consistorio, donde al fin las aceras se ensanchan y la ilustrada y rodante chatarra se reduce. Al fin, albricias, hemos podido presenciar con asombro cómo las exiguas delimitaciones de las aceras exiguas de Gil y Cárdenas han pasado a mejor vida. Adiós a las seculares estrecheces, que ya se puede saludar sin prisas a los amigos perdidos en los generosos   vértices reencontrados. Hemos sido redimidos de las dos enjutas esquinas como lavativas superadas.



     Y digo que esta es calle importante porque hacia allá se nos van los pasos, y porque la calle Libreros, antes de Guadalaxara, acogió la imprenta más genuina del Renacimiento, y allí, en la imprenta de Juan Gracián se imprimió La Galatea, primera novela del alcalaíno Miguel de Cervantes, el cual llevaría personalmente a los talleres el grabado de la columna trajana, motivo central del escudo de armas de la familia de Ascanio Colona, su benefactor, que era entonces alumno de la Universidad.

     

     Sale de la calle de Libreros la de Antonio de Nebrija, quebrada, y la vista se topa entonces con la ‘Fábrica de Hielo’, descongelada de mimos y atenciones, allí donde vino al mundo la maravilla de la Biblia Políglota Complutense, milagro tipográfico del Cardenal Cisneros y de Arnaldo Guillén de Brócar en su algarabía de caracteres latinos, griegos, hebreos y arameos sobre columnas sólidas y de encajes inverosímiles.



     Y más allá, en el Colegio del Rey, nada menos que fueron alumnos Juan de Austria y Francisco de Quevedo, príncipes de las armas y de las letras, respectivamente, además de Antonio López, príncipe de las conspiraciones. Y aún más allá, se elevaba en plena Contrarreforma el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, donde florecía Francisco Suárez, “el Doctor Eximio”, bandera intelectual de los Jesuitas, a quien el Papa encargó redactara el documento de condena del anglicanismo instalado, pasto de las llamas de la vorágine londinense. Fue Suárez el mejor filósofo escolástico después de Tomás de Aquino, quien perfilara sus Disputationes Metaphysicae  bajo el arrobo alcalaíno de la calle de Libreros.



     Polifacética calle de Libreros donde mi amigo Francisco Castro fue un eximio mecánico en el taller de bicicletas de su tienda y de la antecesora de Paulino Moreno, donde hizo el noviciado. Calle de armas tomar, donde bancos y cajas surgían malencarados rompiendo, prepotentes, renacimientos y composturas urbanas. Calle caprichosa que tuvo en otro tiempo bulevar románticoy permitió durante largos años la sucesión concurrida de los puestos del ferial. Ahí las solemnes procesiones restallantes de roquetes y bandas militares. Ahí la hoja púrpura de los prunos alineados como árboles penitentes que encubren su verdor lujuriante, Ahí la sede primera del Instituto Cervantes como dádiva primigenia del municipio para la causa de la Lengua y hoy nido aborrecido de quien se echa a volar por el mundo.

    

     En la calle importante, la acera de los impares —soportales, casa de la Cubana, Colegio del León, Jesuitas— ha gozado siempre de una acera regular, ahora ensanchada y a su vez mordida parcialmente para el acomodo de los seres insustituibles de cuatro ruedas, a los que se les vetó después su acceso. Pero la acera de los pares ha sido siempre irregular como la vida misma: ancha en su media altura y estrecha en su principio y fin, como enjutos pasadizos, como recodos perdidos, como trombos peatonales. Eran, al principio y al fin, esquinas forzadas como el parto y el suspiro terminal, como el ‘ortus’ y el ‘exitus’. Pero ahora el alcalde Javier, como inspirado ginecólogo, ha intervenido con el ‘fórceps’ para conseguir un parto feliz al principio, y en el otro extremo ha ensanchado  el cauce del gemido Terminal del buen morir.   



José César Álvarez

www.josecesaralvarez.org