En la punta de la lengua
La
amantísima calle de Libreros, la que hoy es destinataria de los entrecortados
alientos municipales, acosada de deliquios graníticos y adoquinados hasta en
plenas fiestas navideñas, incluso tocada de carmines cerámicos, es una calle agraciada
y revitalizada por ser calle importante en nuestras vidas. Pues bien, esa calle
tan querida y significativa, ha mostrado de siempre dos esquinas en la acera de
los pares, en el punto de arranque y en el terminal, de sendas aceras
estranguladas, mínimas y precarias. Son las que guardo en mi terminología
particular, no actualizada, como las esquinas de las dos farmacias, las de Gil
y la de Cárdenas, esquinas a las plazas de Cervantes y de Cuatro Caños —sí,
claro, para los puritanos históricos es la Puerta de Mártires—.
Esas han
sido mis dos esquinas exiguas para mí y para muuuuchos alcalaínos de muuuchos
años. Y en la calle importante de las dos esquinas exiguas, nadie ha podido
encontrarse en ese punto y vértice con un amigo perdido, pongo por caso. Estaba
prohibido, no había lugar, porque el reencuentro en ese trance colapsaría el tránsito
ciudadano. Y, sin embargo, hay que reconocer que media historia de Alcalá ha transcurrido
en la esquina de Gil donde la acera se estrecha.
He llevado
clavadas en ambos costados como estigmas las dos esquinas exiguas de mi calle
del alma hasta el punto de esta feliz ocasión de los delirios amatorios del
consistorio, donde al fin las aceras se ensanchan y la ilustrada y rodante chatarra
se reduce. Al fin, albricias, hemos podido presenciar con asombro cómo las
exiguas delimitaciones de las aceras exiguas de Gil y Cárdenas han pasado a mejor
vida. Adiós a las seculares estrecheces, que ya se puede saludar sin prisas a
los amigos perdidos en los generosos vértices reencontrados. Hemos sido redimidos de
las dos enjutas esquinas como lavativas superadas.
Y
digo que esta es calle importante porque hacia allá se nos van los pasos, y porque
la calle Libreros, antes de Guadalaxara, acogió la imprenta más genuina del
Renacimiento, y allí, en la imprenta de Juan Gracián se imprimió La
Galatea, primera
novela del alcalaíno Miguel de Cervantes, el cual llevaría personalmente a los
talleres el grabado de la columna trajana, motivo central del escudo de armas
de la familia de Ascanio Colona, su benefactor, que era entonces alumno de la Universidad.
Sale
de la calle de Libreros la de Antonio de Nebrija, quebrada, y la vista se topa entonces
con la ‘Fábrica de Hielo’, descongelada de mimos y atenciones, allí donde vino
al mundo la maravilla de la Biblia Políglota
Complutense, milagro tipográfico del Cardenal Cisneros y de Arnaldo Guillén de
Brócar en su algarabía de caracteres latinos, griegos, hebreos y arameos sobre
columnas sólidas y de encajes inverosímiles.
Y más
allá, en el Colegio del Rey, nada menos que fueron alumnos Juan de Austria y
Francisco de Quevedo, príncipes de las armas y de las letras, respectivamente,
además de Antonio López, príncipe de las conspiraciones. Y aún más allá, se
elevaba en plena Contrarreforma el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, donde
florecía Francisco Suárez, “el Doctor Eximio”, bandera intelectual de los
Jesuitas, a quien el Papa encargó redactara el documento de condena del
anglicanismo instalado, pasto de las llamas de la vorágine londinense. Fue
Suárez el mejor filósofo escolástico después de Tomás de Aquino, quien
perfilara sus Disputationes Metaphysicae bajo el arrobo alcalaíno de la calle de
Libreros.
Polifacética calle de Libreros donde mi amigo Francisco Castro fue un
eximio mecánico en el taller de bicicletas de su tienda y de la antecesora de
Paulino Moreno, donde hizo el noviciado. Calle de armas tomar, donde bancos y
cajas surgían malencarados rompiendo, prepotentes, renacimientos y composturas
urbanas. Calle caprichosa que tuvo en otro tiempo bulevar románticoy permitió
durante largos años la sucesión concurrida de los puestos del ferial. Ahí las
solemnes procesiones restallantes de roquetes y bandas militares. Ahí la hoja
púrpura de los prunos alineados como árboles penitentes que encubren su verdor
lujuriante, Ahí la sede primera del Instituto Cervantes como dádiva primigenia
del municipio para la causa de la
Lengua y hoy nido aborrecido de quien se echa a volar por el
mundo.
En la
calle importante, la acera de los impares —soportales, casa de la Cubana, Colegio del León,
Jesuitas— ha gozado siempre de una acera regular, ahora ensanchada y a su vez
mordida parcialmente para el acomodo de los seres insustituibles de cuatro
ruedas, a los que se les vetó después su acceso. Pero la acera de los pares ha
sido siempre irregular como la vida misma: ancha en su media altura y estrecha en
su principio y fin, como enjutos pasadizos, como recodos perdidos, como trombos
peatonales. Eran, al principio y al fin, esquinas forzadas como el parto y el
suspiro terminal, como el ‘ortus’ y el ‘exitus’. Pero ahora el alcalde Javier,
como inspirado ginecólogo, ha intervenido con el ‘fórceps’ para conseguir un
parto feliz al principio, y en el otro extremo ha ensanchado el cauce del gemido Terminal del buen morir.
José César Álvarez
www.josecesaralvarez.org