En la punta de la lengua
El alcalaíno Pedro Sarmiento
de Gamboa
cronista, navgante,
colonizador, cartógrafo, astrónomo, descubridor
de los Mares del Sur
y de las islas Salomón, infortunado
explorador de la Patagonia, humanista que
dominaba el Latín, poeta…
Súbete la mascarilla
—Súbete la mascarilla, que se te ve la
nariz —le decía una muchacha a su amiga en plena calle y a toda voz.
Lo cual pienso que pronto se dirá en voz
baja como un escondido percance. Y es que en el corto espacio de nuestras vidas,
en la catarsis de los tres meses largos de confinamiento, nuestra nariz ha
pasado a ser un culo que hay que llevar tapado. La geografía de nuestras
intimidades y vestimenta avanza sin que haya que culpar a la Iglesia por los retrocesos
del tapamiento carnal.
Pero la genialidad de los últimos tiempos
hay que cifrarla en Pedro Sánchez, quien solo él, en el nombramiento de su
ministro de Sanidad Salvador Illa hizo rimar su apellido con el de mascarilla. Rima
consonante de su absoluta autoría. Los que le cuestionan la autoría de su tesis
le silencian ahora la autoría de su rima. No hay derecho. Y es que además su
nombramiento ministerial va teñido de proféticas resonancias. Cuando nadie de
los mortales aventuraba las futuribles y nunca imaginadas peripecias de las mascarillas que
de la China
venían y no venían —y se iban y se iban—, Sánchez, conocedor de sus capacidades
a la hora de formar Gobierno, ya intuyó la profética rima de sus jocosas derivadas.
Y es que la historia de nuestro confinamiento, donde hemos sido record del
mundo, es la Historia
de la Mascarilla,
Illa, Illa, Illa, una tremenda historia todavía inédita.
La epidemia de ‘El gran catarro’ de 1580
se llevó por delante en España a más de un tercio de su población, al que
siguió la peste de años siguientes. Pero, a lo que parece, en Alcalá fue más
mortífero ‘el catarro pestilente’ de 1599. En ambas ocasiones el pueblo se
congregó ante la imagen de Santa Ana de la iglesia del Convento de Mínimos de
Santa Ana de la plaza de la
Victoria, porque en ambos casos, al llegar su festividad del
26 de julio, quedaban los males clausurados. En la solemne función religiosa de
1599, tanto fue el dolor del que se liberaban que el municipio hizo voto de
repetir cada año su gratitud solemne, compromiso que declinó años después.
En principio, los frailes del convento de Mínimos
de San Francisco de Paula se habían alojado en Alcalá por los aledaños de los
Agustinos de la calle Roma (Colegios) en un convento estrecho, que ensanchó don
Bartolomé, secretario y joyero de Felipe II. El matrimonio formado por Don
Bartolomé y Doña Ana quiso también ganarse el cielo al donar los anchos dominios
del convento de la plaza de la
Victoria a los frailes estrechos, adquiriendo a su vez las
casas de las monjas carmelitas que se fueron a la calle de la Imagen. La condición de los
fundadores era que la nueva advocación del convento había de ser la del nombre
de la fundadora. Así fue como en 1578 vinieron a llamarse anchamente ‘Mínimos
de Santa Ana’. Y la imagen de Santa Ana era nueva en la plaza, primeriza por
muy abuela que fuese, inédita de favores, por lo que en ella se concitaron las
ansias de las orantes.
La devoción a Santa Ana cundió y su nombre
llegó a extenderse hasta la
Puerta del Postigo y dar nombre a su plaza. Pero se extendió
más, mucho más, el alcalaíno y descubridor de los Mares del Sur, Pedro Sarmiento
de Gamboa llevó a Santa Ana hasta la Patagonia, llegando a pie al fuerte que llamó
Punta de Santa Ana, lo cual no está nada mal. La expedición de 1581 de
Sarmiento de Gamboa al Estrecho de Magallanes estableció su provisión de
vituallas y enseres en plena peste de Sevilla, por lo que Gamboa temía sufrir
en el largo viaje una gran mortandad entre los expedicionarios, incidencia que
no se dio, pues la causa de las bajas en
el viaje se debió principalmente a los naufragios y deserciones, llegando en 1584 a su destino 334 navegantes.
La devoción de Gamboa a Santa Ana se evidenció en su homenaje en aquella hosca
tierra de Punta Ana, alcanzada a duras penas con soldados y colonos, que en sus
300 km.
a pie pusieron de manifiesto una debilidad que la arqueología ósea descubrió por
la huella de sus infecciones del ‘Gran Catarro’ y de la peste.
Suerte
que nosotros no tenemos ahora Patagonias pendientes de conquistar que nos pongan
en evidencia. Nuestro Gamboa de la gran travesía ha sido el Doctor Fernando
Simón, que nos ha leído la cartilla a diario en la cubierta de nuestro barco. Pero
el Doctor Fernando Simón es un vivo ejemplar del ‘Gran Catarro’. Lo cual no lo digo
porque lamentablemente lo sufriera, sino por sus afónicas secuelas de raigambre.
Es miembro aspirante a integrar mi proyecto polifónico ‘Coro de los acatarrados’,
donde entrarían tan altos personajes como Rouco Varela y Vidal Quadras. Al
Doctor Simón solo le falta encomendarse a Santa Ana, alivio del ‘catarro
pestilente’ de nuestra ciudad. Y esa devoción no sería para recuperar su
destreza a bien contar, que eso no lo arregla la santa, como tampoco su timidez
por reconocer sus record mundiales, sino porque el catarro le fue a los huesos como
a los de Punta de Santa Ana.