lunes, 25 de septiembre de 2017



Olegario

     Yo lo que me pregunto es si a Oleguer le podría llamar Olegario, por prosificarlo, por desmitificarlo, por descapitalizarlo, por castellanizarlo, porque me entrara aquí a gusto y enterito. Yo sé que mi pregunta, su contestación, digo, no llegaría sin embargo a ser tan inútil, que ya lo es, como la petición de un fiscal para meter a Oleguer en la cárcel, porque para eso ya están los supuestos corruptos del PP que van de cabeza al calabozo sin mediar sentencia alguna. Que no, que a mí no me preocupa en modo alguno los millones obtenidos en la comisión de las esquinas del Santander, que ya es hacer la esquina, ni me importan sus blanqueos dinerarios, qué aburrido, ni sus tramas societarias opacas para dar el esquinazo a Hacienda, ni los montoncitos a su nombre, ni sus frustraciones hoteleras, ni sus transferencias a Panamá, ni su testaferro de Holanda ni su finca de Andorra, ni sus laboratorios, ni sus hospitales, ni sus jardinerías ni gasolineras. A mí lo que me importa, de verdad, en estos culebreros meandros de la lengua es si yo le puedo llamar Olegario, quedando al mismo tiempo en paz con los mandamientos de la lengua y de su templo observante.
   



      Recuerdo el cabreo mayestático de aquel Joseph-Lluis Carod-Rovira cuando en un programa de TVE se le sometía a un interrogatorio por un público heterogéneo que le llamaba ‘José Luis’, con el ‘josé’ de joder y de jorobar, ese sonido fuerte que raja y jala. Por lo que al aragonés converso se le venían todos los demonios al comprobar que todos los españolitos que tenía frente a él, eran incapaces de pronunciar su nombre, la fonética de su nombre repetida por él, reprendiendo a tan radicales pronunciadores por la falta de flexibilidad idiomática del castellano.  “Yo me llamo llosep lluis” repetía Rovira en balde, modulando los sonidos.  Pero una cosa es como él decía que se llamaba y otra muy distinta cómo le llamaban. Sus delicadezas fonéticas no encontraron eco entre los terroneros hablantes de la meseta para desesperación de llose lluis .



      Oía yo hace poco decir a un catalán que nuestro mapa lingüístico era paralelo al del Reino Unido y no al de Italia. Porque en Italia, el toscano, la lengua romance del centro, se erigió en la lengua hegemónica de la península, recibiendo el nombre de ‘el italiano’. Pero que ese no era el caso de ‘el español’, porque este no representaba la integridad lingüística del país. Así pues, el vasco, el catalán y el castellano eran al mismo tiempo ‘lenguas españolas’, buscando también en la lengua la paridad política. Lo que se le olvidaba decir al comunicante catalán es que ‘el español’, así expresado, en sustantivo, solo es aplicable al castellano como ‘el italiano’  lo es al toscano. Y puede que por esa contaminación ‘española’ inevitable del adjetivo —sorprendentemente consentida—, yo pueda llamar Olegario a Oleguer. Lo cual me preocupa sobremanera y casi no me atrevo por respeto a los Olegarios que son y que han sido.



     Ahí va Oleguer en el paseíllo catalán de los juzgados descafeinados de la Pujolandia y de más allá, acompañado de sus subalternos, más circunspectos que el maestro de espada. Ahí va el benjamín de la Ferrusola cargando a sus espaldas con todo el imperio de la familia. Sus andares son livianos, sin un atisbo de gravedad, de tensión, tal como si viniera de jugar al tenis. No lleva papeles, libros, carpetas, lleva las manos en los bolsillos, limpias de números, ligeras, mirando incrédulo a una cámara a su paso desde su cabellera abundante y sus mostachos rotundos que le afianzan en la minoría de su saga. El paseíllo de retirada es la repetición del primero, como si no hubiera habido corrida, sin desmelene, sin apretones, sin derrotes, sin los peligrosos cabeceos del morlaco de turno, tapando su cuerpo el espada y envolviéndose en la franela de Miami. Cuatro horas de corrida con el engaño por delante, la fiesta nacional por ellos erradicada.




     De los ‘olegueres’ vengo y a mis ‘olegarios’ voy. Olegario Fontecha anduvo colgado de los báculos de las farolas de la carretera general, hoy Vía Complutense, en el año 79, cuando las primeras elecciones municipales de nuestra democracia, como candidato a la alcaldía por parte de la UCD, y la oposición socialista, siempre tan graciosamente mitinera le replicaba: “Y colgado de verdad debiera estarlo por traidor a la clase obrera.” Y Olegario Crespo es el honrado y e intachable funcionario que me mira desde el retrato del salón de su hija Pilar Crespo en la calle Alfonso Dávalos. Y Olegario González de Cardedal es un teólogo y escritor de Salamanca que entre su copiosa producción escribió un libro titulado: “Pensar España”, cuyo lomo debe mirarme ahora desde algún punto de mi biblioteca.    



     Está visto que no debemos mezclar ‘olegueres’ con ‘olegarios’.    





José César Álvarez

Semanario Puerta de Madrid, 21.1.2017

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