lunes, 25 de septiembre de 2017



Los años cincuenta alcalaínos (1)
(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica



     Va la yunta de este carro, con perdón, enganchada para la ocasión por Luis Alberto Cabrera y José María San Luciano, tanto monta, y me encargan nada menos que poner letra a la música mágica del fotógrafo holandés Caas Oorthuys cuando en 1955 vino aquí con el poeta Bert Schierbeek.



     Ha sido rescatado el archivo de fotos de aquellos disparos certeros, ya inamovibles, guardadas y resguardadas de la niebla y de las inundaciones del Mar del Norte durante sesenta años para deleite de los venideros. Y ahora quieren que yo dispare sobre las imágenes del archivo de mi memoria. Eso sí, me dan toda una década a donde poder disparar, algo así como una enorme diana para cegatos. Está claro que no me dan a conocer las fotos de Alcalá, porque entonces hablaría de ellas y no de mis años cincuenta alcalaínos. Yo disparo y si va con lo que va, pues bien, y si no va con lo que va, pues bien también, supongo. La garantía es de ‘todo a 50’, imagen y letra.



     Antes de meterme en lo mío, quisiera notar lo difícil que lo tiene un fotógrafo que pretende captar el alma humana, ese instante inefable. Los hombres nos escondemos medrosos como el caracol cuando notamos que nos observan. Por eso, el fotógrafo para su fin debe de taparse. Tengo sobre eso una experiencia muy lejana. Miraba un día, absorto, la plaza desde el soportal. Llovía. Noté detrás de mí algo raro. Era un bulto impreciso. Miré con insistencia al bulto hasta que salió de allí una cabeza de hombre. Era un fotógrafo. Yo también lo era entonces. Nos miramos unos instantes eternos. No atiné a decir nada. Noté en su cara que no me entendería: era extranjero. Seguramente le había estropeado una foto a aquel aprendiz de Oorthuys.



     La ‘carretera general’



    En esos años la calle Mayor dejó de ser carretera general. Recuerdo la anécdota que contaba nuestro cronista desaparecido Fco. Javier García Gutiérrez, cuando en su juventud reivindicativa pedía la calle Mayor. Un día, junto a Lorenzo Real y otros amigos, se prometieron hacer “el ancha es la calle” desde la de la Imagen hasta la plaza, no dejando pasar al primer coche aparecido, pitara lo que pitara y fuese quien fuese. Un coche negro les pitaba a sus espaldas. No se arredraron, le llevaron a su paso. Al llegar a la plaza y darle paso, el coche tomó camino del ayuntamiento, pudiendo observar que era un coche oficial, dentro del cual iba doña Carmen Polo de Franco y doña Flora, esposa del ministro de la Gobernación. Supieron después que iban a buscar al Sr. Felipe, guarda mayor de el parque, quien les suministraba flores. El alcalde Lucas del Campo recomendó en un Bando que se paseara por dentro de los soportales.



     El primer intento por sacar la General de la calle Mayor fue la de girar a la izquierda al llegar a la Puerta de Madrid,  rodeando las murallas, y ya después se hizo el tramo que hoy va desde el camino del cementerio a la rotonda de la fuente de las 25 villas, lo que siempre se llamó “La Gesa”. Para la inauguración de aquel tramo de principios de la década se organizó una carrera ciclista sobre el triángulo de calles resultantes.

    

     Al llegar a la plaza de Atilano Casado, se tiraron tres casas para alinearlas en su retranqueo, apareciendo esa casa actual de arcos tipo villa romana, esquina a la calle del Ángel, y la de enfrente, de Lucas del Campo. Recuerdo aquel corte en el que quedaban colgadas las habitaciones  de colores de la casa de Machicao. Mas adelante la carretera tomaba la curva a la Avda. de Guadalajara.



    La agricultura y los pasos a nivel



     Las eras de San Isidro eran intocables, eran eras de verdad, además de feria de ganado, como también las eras del Chaquetón, del Pimpollo, las del Paseo de los curas… Un pueblo agrícola que hacía en su derredor las faenas agrícolas: segaba, acarreaba, trillaba y albeldaba. ¡Ay de los carros que caían en el hoyo del paso a nivel del cementerio! ¡Cuántos años de hoyo peligroso y de susto! Allí quedaban atrancados los carros, buscando una rápida solución, que si achicar el peso, que si apalancar las ruedas, que si castigar a las mulas. Pero que ni por esas se salía del hoyo fácilmente, en tanto de hito en hito se miraba por si venía el tren, entre sudores, gritos y blasfemias. El amable guardabarreras de la casilla les informaba de los minutos que quedaban, y los atrapados recibían la información con mayores gritos todavía. El guardabarreras sólo entendía en el sentido de las vías, no tenía otra geografía.



     Los otros dos pasos a nivel eran: el que iba al Manicomio y a Meco, y el que iba a Daganzo y Camarma. La entrada en Alcalá de estos últimos se hacía por la calle que hoy se llama de Torrelaguna, entonces carretera, se giraba a la derecha por la calle Daoíz y Velarde, y tirando a la izquierda por la Del Moral se presentaba uno en la plaza de la Cruz Verde. Para hacer la entrada recta y evitar el paso a nivel se acometió en aquellos años el tramo de la carretera a Daganzo hasta El Chorrillo —un abrevadero de ovejas y un ventorro con el juego de la rana–, a costa de robarle un costado a El Parque. Dicen que en los cimientos del puente se echó piedra del Palacio Arzobispal y que en las cuestas se echó el derribo de las casas bombardeadas de Rico Home –llamada entonces calle el Rojo–  y allegadas. Fueron las cuestas de subida y de bajada que en distintos sentidos habían de recorrer las mujeres ciclistas de La Algodonera durante muchos años, estampa colorista de la época.



(Continuará)                                                                    JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ

                                                                                       Puerta de Madrid, 28.11.2015

    

No hay comentarios:

Publicar un comentario