lunes, 25 de septiembre de 2017




Sigüenza, la hermana que se vistió de blanco

    

     El tren de media distancia que iba a Soria el pasado sábado a las 8.37, generosísimo de plazas vacías, nos llevaba a la ciudad hermana en busca de su atuendo de armiño. Pasado Jadraque retozaban dos corzos por entre la espesa braña del paraíso alcarreño. Un estornino aleteaba en caída sobre el humedal del talud, asediado de nieve, al pie del roquedal y de las vías del tren. El moderno tren de vieja chimenea, vaporoso, al llegar a la ciudad episcopal de la que huyó el último obispo, daba marcha atrás, buscando la señal sobrepasada bajo el espeso manto de nieve.



     Pisamos la mullida alfombra de la Alameda, para tomar con precauciones la calle de Calvo Sotelo, ahora del Humilladero, sin el cese de su letrero, al igual que el de la calle que le sigue de Primo de Rivera, tal que esta nieve acendrada, cuajada y acumulada.

    
La ciudad hermana de Sigüenza lo es por quedar ambas colgadas del triple alambre del camino que va de Emérita a  Tarraco, del Henares sinuoso y del rígido ferrocarril. Son los tres cables del va y viene. Vino de su Universidad ‘Porta coeli’ el cardenal Cisneros y volvió allí, hace menos, la Universidad de Alcalá para que nuestro amigo Carlos Clemente rehabilitara el Colegio del Doncel. En esa misma universidad seguntina se graduó también el cura del pueblo de don Quijote, aquel de un lugar de La Mancha, el inicio sublime del libro sublime. Y el Cardenal Mendoza, el ‘tertius rex Hispaniae’ de la época de los Reyes Católicos, el de los  pecados bellos y rubios, dejó de ser Señor de Alcalá para enseñorear la Sigüenza de la predilecta Guadalajara de su Casa del Infantado.



     Es Sigüenza catedral, castillo y alameda. Es Sigüenza la hermana privilegiada de una catedral única, repujada de mimos, que ha sabido últimamente ahuyentar la humedad del suelo de su claustro y de sus capillas anexas con el subsuelo de cámaras de aire. Los esbeltos ventanales góticos de su claustro llevan las rejas que no pueden guardar peligros  interiores, pero que guardan contrastes en sus tracerías verticales.



    
Llora Alcalá en el vacío de los muros de su Magistral la pérdida de sus ricos tapices, en tanto que cuelgan en los muros seguntinos de su magnífica sala la ostentación polícroma y el vuelo mitológico de los tapices flamencos de Palas Atenea.  Y el Covarrubias que arde en el Palacio Arzobispal de Alcalá vive esplendente en la magnífica sacristía mayor de la catedral sobre el prodigio de sus casetones de cabezas esculpidas en la imponente bóveda de cañón, que acoge junto a sus muros la sinfonía de la madera de los arcones.  Desde su girola monumental se abre la gran puerta a esta sacristía con el relieve tallado de las catorce santas que acompañan a Santa Librada, labradas una a una en la madera de nogal, con la gatera incluida que atraviesa el corazón de una de ellas como el de cualquier visitante que lo mira. Desde esa herida baja se asciende a la alta herida del bombardeo de la guerra incivil en el centro del crucero, la alta herida que al curarla, proyectó su altura para combatir la umbría de su primer románico.



     El milagro se cita en la capilla fúnebre de la familia Vázquez de Arce, donde el Doncel, el que fue muerto por moros en el valle de Granada vive su eterna juventud. Se ha incorporado para leer un libro que no tiene fin.     



      Cuando en tiempos de Felipe II volvían a Alcalá en procesión las reliquias de sus mártires Justo y Pastor desde el alto techo del Pirineo, y de más allá, desde donde no llegó la dominación islámica, la ciudad hermana, más alta, recibió a su paso las reliquias del retorno, las retuvo, hizo fiesta y rió primera.



     Y, ahora, nos preocupa, hermana, la extremada delgadez de la cintura seguntina con un peso que no alcanza los cinco mil habitantes. Nos preocupa su anoréxico talle, pese  a la envergadura de sus altas e incomparables almenas y naves. Y hoy, cuando se vistió de blanco, corrimos a buscar la imagen de la hermana alta y bien dotada de la serranía, la que rió primero, la bien labrada, la que irradió su piel como de nieve.       



José César Álvarez                                        

                                   Puerta de Madrid, 5.3.2016

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