La amantísima calle de Libreros, la que
hoy es destinataria de los entrecortados alientos municipales, acosada de
deliquios graníticos y adoquinados hasta en plenas fiestas navideñas, incluso tocada
de carmines cerámicos, es una calle agraciada y revitalizada por ser calle importante
en nuestras vidas. Pues bien, esa calle tan querida y significativa, ha
mostrado de siempre dos esquinas en la acera de los pares, en el punto de
arranque y en el terminal, de sendas aceras estranguladas, mínimas y precarias.
Son las que guardo en mi terminología particular, no actualizada, como las
esquinas de las dos farmacias, las de Gil y la de Cárdenas, esquinas a las
plazas de Cervantes y de Cuatro Caños —sí, claro, para los puritanos históricos
es la Puerta
de Mártires—.
Esas han sido mis dos esquinas exiguas. Y
en la calle importante de las dos esquinas exiguas, nadie ha podido encontrarse
en ese punto y vértice con un amigo perdido, pongo por caso. Estaba prohibido, no
había lugar, porque el reencuentro en ese trance colapsaría el tránsito
ciudadano. Y, sin embargo, hay que reconocer que media historia de Alcalá ha transcurrido
en la esquina de Gil donde la acera se estrecha.
He llevado clavadas en ambos costados como
estigmas las dos esquinas exiguas de mi calle del alma, pero también en esta feliz
ocasión de los delirios amatorios, donde al fin las aceras se ensanchan y la
ilustrada y rodante chatarra se reduce, al fin, albricias, se han perdido las
exiguas delimitaciones de la acera exigua de Gil, han pasado por fin a la
historia las seculares estrecheces, y ya se puede saludar sin prisas a los
amigos perdidos en el nuevo vértice generoso. Y, sin embargo, al otro lado la
acera de Cárdenas se perpetúa al contemplar que la remozada calle no llega a la
esquina, perdiendo así toda esperanza de su ensanche en esta ocasión. Por lo cual
he sido semirredimido de mis dos enjutas esquinas, como lavativas que fueron de
botica y antiguallas semisuperadas.
Y digo que esta es calle importante porque
hacia allá se nos van los pasos, y porque la calle Libreros, antes de
Guadalaxara, acogió la imprenta más genuina del Renacimiento, y allí, en la
imprenta de Juan Gracián se imprimió La Galatea, primera novela del alcalaíno Miguel de
Cervantes, el cual llevaría personalmente a los talleres el grabado de la
columna trajana, motivo central del escudo de armas de la familia de Ascanio Colona,
su benefactor, que era entonces alumno de la Universidad. Y
más allá, en el Colegio del Rey, nada menos que fueron alumnos Juan de Austria
y Francisco de Quevedo, príncipes de las armas y de las letras, respectivamente.
Y aún más allá, se elevaba en plena Contrarreforma el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, donde
florecía Francisco Suárez, “el Doctor Eximio”, bandera intelectual de los
Jesuitas, a quien el Papa encargó redactara el documento de condena del
anglicanismo instalado, pasto de las llamas de la vorágine londinense. Fue
Suárez el mejor filósofo escolástico después de Tomás de Aquino, quien
perfilara sus Disputationes Metaphysicae bajo el arrobo alcalaíno de la calle de
Libreros.
Polifacética calle de Libreros donde mi
amigo Francisco Castro fue un eximio mecánico en el taller de bicicletas de su
tienda y de la antecesora de Paulino Moreno, donde hizo el noviciado. Calle de
armas tomar, donde bancos y cajas surgían malencarados rompiendo, prepotentes, renacimientos
y composturas urbanas. Calle caprichosa que tuvo bulevar romántico, alineación
concurrida de los puestos del ferial y procesiones restallantes de roquetes y
bandas militares. Hoja púrpura de los prunos alineados como árboles penitentes que
encubren su verdor lujuriante, Sede primera y vicaria del Instituto Cervantes
como nido aborrecido de quien se echa a volar por el mundo.
En la calle importante, la acera de los
impares —soportales, casa de la
Cubana, Colegio del León, Jesuitas— ha gozado siempre de una
acera regular, ahora ensanchada y a su vez mordida parcialmente para el acomodo
de los seres insustituibles de cuatro ruedas. Pero la acera de los pares ha
sido siempre irregular como la vida misma: ancha en su media altura y estrecha en
su principio y fin, como enjutos pasadizos, como recodos perdidos, como trombos.
Eran, al principio y al fin, esquinas forzadas como el parto y el suspiro terminal,
como el ‘ortus’ y el ‘exitus’. Pero ahora el alcalde Javier, como inspirado ginecólogo,
ha intervenido con el ‘fórceps’ para conseguir un parto feliz. Pero en el otro extremo
no ha podido reducir el gemido terminal.
José César Álvarez
www.josecesaralvarez.org
Semanario Puerta de Madrid, 25.1.2019