lunes, 25 de septiembre de 2017



Los años cincuenta alcalaínos (3)

(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica



La plaza de Cervantes

   

     En la plaza terrosa de Cervantes se podía tirar el peón y jugar al gua, al hinque, al lique, al cirrio, a la tanga, al tejo o a las chapass con la imagen de Berrendero, Delio Rodríguez y Trueba. Los cromos de los futbolistas sabían a azafrán, después al chocolate Elorriaga. Yo tenía a Panizo repetido. En el quiosco de la plaza la banda militar de Covadonga daba conciertos con periodicidad y entonces había que comportarse. En el interior de la plaza se corrían las carreras ciclistas de ferias, allí estaban Vilches y Fermín Antolín, Rivillo, Jamonini, Palencia, el Tinajita, Amador, El Pintor, y un chico de la casilla de camineros de Corpa que se llamaba Antonio Suárez, quien en 1959 ganaría la Vuelta a España. El recibimiento por su hazaña fue un acontecimiento: alzado desde su bici victoriosa, de entre la caravana ciclista que le envolvía, hasta el balcón central del Ayuntamiento. Nada tenían que ver con esta clase de juegos prosaicos quienes se elevaban de la vulgaridad de la plaza por la escalinata de baranda dorada del Círculo de Contribuyentes.      

    

     Aunque estuviesen La Viña, Alejo y el Hotel Ulm, los bares de la plaza eran dos, a saber: Casa Juan y Becerril; como los médicos eran dos: Picazo y don Tomás Ramos; como los bancos eran dos: el Vizcaya y el Hispano; como los cines eran dos: el ‘Grande’ y el ‘Chico’; como las tiendas de bicicletas eran dos: Calleja y Paulino; como las parroquias eran dos: Santa María y San Pedro; como las escuelas eran dos, la “graduada primera”, metidas hoy sus aulas calladas en el ayuntamiento, y “la segunda”, siempre en la calle San Juan, también en Sandoval en aquellos años. Eran maestros de la Graduada Primera: don Moisés, don Marcelino, don Macario, don Donato; y lo eran de la segunda, don Julio, don Valentín, don Julián, don Valeriano…



     Alcalá de las piedras caídas



     La Santa María de la plaza, que dejó de serlo, era una montonera de piedra blanca, un desconcierto, un estercolero, una plúmbea desidia para tiempos mejores. Tendría ocho años cuando mi amigo Silverio me invitó a una aventura: corrió un pedazo de madera de la base de la puerta de la Universidad y se coló a modo de gatera pidiéndome le imitara. El primer patio de Sto Tomás que conocí por asalto tenía cegados sus arcos por cristaleras desvencijadas y por las grietas de su pavimento cundía una hierba salvaje y montaraz. Por la primera escalera angular subimos a la cúspide de la fachada, donde mi amigo recorría un peligroso zuncho longitudinal, cuya destreza ya no supe imitar a lo largo de aquella cuerda por la que sobresalían pináculos y cabezas. Desde aquel alto se dominaba la solemne incuria y olvido interior. En las arcadas ladrillares del campo de fútbol del Seminario –el Palacio Arzobispal quemado cuando Archivo–, se guardaban las piedras labradas del almohadillado de la escalera de Fonseca, que nos servían de bancos, y mi amigo Jacinto escarbaba detrás del frontón y encontraba material para labrar con navaja pisapapeles de ángeles y bichas de Covarrubias y Siloé. Alcalá por donde se la mirara, era la pavorosa ruina de la piedra ilustre.

 

     Los seminaristas iban por la calle de Santiago alineados en ternas a los oficios de Jesuitas en rutilante bullicio, cuya iglesia de la calle Libreros albergaba ahora las funciones de Santa María y de la Magistral, quemadas en guerra, hasta que la segunda se cobijó en Las Úrsulas. La larga fila de sotanas iba formada por el orden de las tallas ascendentes, rematada en altura por Yus y Baigorri, todos con bonete de picos y fajín rojo.

  

     Los veraneos indígenas



     Los principales lugares de baño del río Henares eran La Canaleja, La Oruga, El Muro, La presa de Cayo, La Tabla Pintora, el puente Zulema, Fábrica de las Armas… Las huertas alcalaínas del derredor de Alcalá tenían estanque y hacían de piscina, a las que se adherían los que sabían hacerlo. Los pinos del parque, mucho antes del arboricidio de los setenta, formaban las densas naves de los frescos veraneos indígenas, aromatizados de fragante vegetación y columbrados por una tronante ornitología. El estanque de los peces era una visita obligada. Las escaleras  de subida y de bajada de anchos tramos iban siendo reducidas, año tras año, por las zancadas crecientes de los niños alcalaínos, alimentados del pan de Jabardo, de Rodríguez, de Pinilla, de Capote o de Rivillo, saludados al completar la ascensión por los peces rojos de sus aguas verdes. Los niños que nos sucedieron, como nosotros, recorrían el anillo alzado del interior del estanque –en el centro una palmera–, para descubrir que al final del viaje redondo aparecía siempre el principio. Aquello era cosa de magia, la magia alcalaína de su parque.

  

   
(Continuará)                                                                

 JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ 
                                                                               Puerta de Madrid, 12.12.2015


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