Hace unas
semanas, en este nuestro querido PUERTA publiqué un artículo que titulaba “Un
parque de sangre”, donde denunciaba la moción municipal por la que daban el nombre
de un asesino del 36 al parque que es cabecera del Polígono Puerta de Madrid.
Lo cual no me parecía aleccionador ni justo. Y lo dije. Al aparecer otro
artículo con el título “Parques de esperanza y libertad”, mira por donde que
este firmante —estoy hablando de mí— se sintió contestado, aunque no nombrado. Recurso
como de obra maestra que ahora intentaremos seguir pese a nuestras magras
capacidades.
Por eso yo quiero
hablar de alguien tan lejano y nebuloso como Meliso. Era Meliso un pastor que
habitaba los bosques profundos de su tierra y se sentaba bajo sus frondosos
árboles hacia los que tendía su mirada de sonrisa meliflua escuchando el rumor
de sus hojas. Entre sus delirantes cursiladas y pedantescas interpretaciones no
sabía bien si los árboles le ocultaban el bosque o era el bosque el que le
ocultaba los árboles. Él no oía a sus clásicos antecesores,
los pastores eximios de las Églogas Bucólicas de Virgilio. No,
Meliso no era un pastor al uso, él no oía, él proyectaba el atormentado acopio
de su magín sobre las bóvedas de sus árboles. Era su utopía obsesiva la que le
revenía. Los huracanes y retorcimientos de ramas los ponía él, que veía garras
de dominadores y vencimientos de humillados. Y las melodías eran frondosas y
las ramas llevaban pétalos. Era su mundo alucinado, no era el árbol que él sinceramente
decía buscar. Ese árbol que miraba y no veía.
En su arrobo, Meliso hablaba allí con su
amada Nicéfora. Todos sabían que Nicéfora era puta, putísima, todos menos Meliso,
que la consideraba la virgen de las vírgenes y primera poetisa del Parnaso. “No
podía ser —decía— que a los dieciséis años fuera puta”, y arremetía contra los ladrones
de su honra como farsantes y falsarios de la verdad. Pero la gente del lugar y
de sus días decía que Nicéfora era puta, lo decían sus allegados, sus testigos,
lo decían las enciclopedias. los libros, los periódicos, lo decían los que
habían yacido y holgado con ella, lo decían periodistas, profesores y jueces, y
lo repetían las cornejas y las ranas. Pero la arrulladora brisa que estremecía
las hojas de los árboles de su bosque bendito le aseguraban que no, que Nicéfora
era virgen purísima y casta, víctima de los deslenguados y de los insensatos, templo
vivo de austeridad carnal y potro flagelante de la calumnia.
La realidad era
que el bosque de Meliso no era de Meliso sino de todos. El bosque de todos estaba
transido en su umbría profunda por la encontrada sinergia de dos gnomos: el
gnomo azul y el gnomo rojo. Para Meliso el primero era la fuente de todas las
maldades y oprobios del bosque y el segundo era el origen de todas las
bondades. No había término medio, ni matiz ni ‘aggiornamento’ posible. Si
Nicéfora sufrió cautiverio por parte del gnomo azul, ya Nicéfora era la heroína
de los cielos que dará nombre al bosque de las esperanzas y libertades. Pero la
realidad era que la puta Nicéfora era solo una musaraña de su bosque único y
totalitario, la cual solo traerá las esperanzas y libertades a su parque
fanático, el que es de todos y ha sido arrebatado a la Dehesa libre por unos
cabreros sectarios. Casi hasta podría valer que el bosque se le dedicara por
poetisa, pero en el fondo se le dedicaba por zorra, por transgresora.
Su amigo Polibio,
pastor libre, le interrumpía sus desmayados arrobos bajo los árboles diciéndole
a voces:
—Nicéfora es puta, ¿te enteras?, te lo digo yo
que lo sé, ¿te enteras?
Pero Meliso ya no
contestaba. En los últimos días de su madurez adoptada, Meliso había tomado una
superioridad moral por la que pasaba de
todo su entorno y creía sólo su verdad, la que hacía suya de manera indubitada,
llegando a perdonar desde su pretendida generosidad a los hombres de ignorancia
insalvable, a quienes terminaba por hablarles del amor fraterno. Entonces,
Polibio, el pastor libre que conocía sus inclinaciones anticlericales, le
replicaba a Meliso en su jerga procaz:
—Todos los comecuras
acabáis como curas.
En efecto, el blasfemo
Meliso, el que escondió en su casa al asesino Gurmindo, se subió sin sonrojo al
púlpito de una peña del bosque y habló a los cabreros del Creador, el que da la
vida y no la quita, no la quita. Y desde su altura nos dedicó una homilía del
mandamiento nuevo del fuego del amor en el que acabaremos quemándonos los que
hemos sido en la vida violentos, es decir, los contestatarios e insumisos. Es
la superioridad moral de Meliso que nos esconde el fuego del infierno en el
fuego del amor fraterno como fuego servido en lapa adosada, lo que debe
ocurrírsele por propia deformación.
En los últimos días
de su madurez adoptada, Azaña, al igual que Meliso, pronunció aquello de “Paz,
Piedad, Perdón”. Pero los que lo citan olvidan dar la circunstancia que lo
acogotaba. Lo dijo en Barcelona el 18.7.1938 cuando empezaba a mascarse la
rendición incondicional de la República. Lo
dijo, bisojo y estrábico, cuando tenía un ojo en el micrófono de su discurso y
otro ojo en el incierto derrotero de su huida a Francia. Eso no vale cuando ya sentía
su culo en polvorosa, presto a la carrera. Eso no vale ya tan tarde, cuando
tuvo la larga oportunidad de decirlo frente a la impávida llamarada de las
iglesias y en el fragor de la represión, del despojo y de la refriega.
Varios cantantes han interpretado la canción
del “Pastor Bobo”. A mí me gustaba en especial la versión de Morente. Decía:
El pastor bobo guarda
las caretas.
Las caretas
de los pordioseros y de los poetas
que matan a las gipaetas
cuando vuelan por las aguas quietas.
………………………….
Las caretas
de los pordioseros y de los poetas
que matan a las gipaetas
cuando vuelan por las aguas quietas.
………………………….
Adivina. Adivinilla.
Adivineta
de un teatro sin lunetas
y un cielo lleno de sillas
con el hueco de una careta.
Balad, balad, balad, caretas
de un teatro sin lunetas
y un cielo lleno de sillas
con el hueco de una careta.
Balad, balad, balad, caretas
José César Álvarez.
Puerta de Madrid, 4.6.2017,