lunes, 25 de septiembre de 2017


                   
                    Las tormentas de verano



     Rayos y truenos hemos tenido abundantes en lo que va de julio.  Las tormentas de verano se inician con la condensación de la humedad prendida en el suelo. El astro solar se las va llevando desde mayo y junio para su gran almacén del cielo, igual que las gotas de agua se acumulan en la tapadera de nuestra cacerola puesta al fuego. Cuando las capas de aire polar descienden y se superponen a nuestra tapadera evaporada, entonces se producen zonas de inestabilidad y puntos de presión. Las gotas en suspensión se rozan y al estar cargadas de electricidad producen los truenos y relámpagos, que es una misma y doble recepción sensorial de un mismo fenómeno. Es Zeus tronante, mítico, indómito, el que responde. Es el firmamento quien parece caérsenos en la cabeza. El hombre del progreso se siente tan inane como el hombre del primer día de tormenta. Nada que hacer ante la ira del cielo.



     La lluvia extensa del 26 de junio cayó sobre España con desigual fortuna e insuficiente concentración. Su humedad se ha condensado hacia un cielo de fenómenos eléctricos y curvas de presión de resultados imprevisibles. El firmamento político está fuera del dominio humano. Por eso no aciertan en su previsión los hombres del tiempo político. En el cielo socialista de Levante y Cataluña, donde domina el mistral, quieren hacer presión junto al viento PODEMOS. Otros quieren dejar de soplar para que el aire del PP sea el dominante como dice Felipe. Otros dicen que jamás dejarán de soplar. Se anuncia un largo verano de tormentas cargadas de aparato. La verdad está clara: si no resulta un viento dominante se clausura el cielo.  



     Rascando en la historia de Alcalá encontré una tormenta de verano. La Real Orden de 1770 califica el uso de la capa larga y el sombrero de anchas alas o chambergo por parte del personal académico de la Universidad de Alcalá de “indecente y nada conforme a la debida circunspección de las personas, proporcionado solamente a las acciones oscuras y no pocas veces delinquentes”. Porque decir esto en términos generales, puede pasar. Pero decir a bocajarro a los ssacerdotes del templo del saber que son “de acción oscura” y “delincuentes” debió causar una real tormenta en la docta casa, que recibió del rey además el apelativo de “indecente”, igualito que Rajoy lo recibió de Sánchez.




     Pero es que ya llovía sobre mojado. El motín de Esquilache tuvo lugar en 1766, y al año siguiente el Conde de Aranda expulsaba a los jesuitas de España. Las Santas Formas, las 17 lámparas de plata y lo más principal de su formidable iglesia de la calle de Libreros, pasaba a la Iglesia Magistral. El conde de Aranda, inspirado por el enciclopedismo francés, de quien Voltarire había dicho que “con media docena de hombres como éste se transformaría España” retiraba de la enseñanza a los jesuitas y los sustituía por maestros. Con mano izquierda consiguió lo que el destituido Esquilache no consiguió con un pueblo amotinado. Les convenció de que era más higiénico cortar una cuarta las capas y sustituir el chambergo por el tricornio o sombrero de tres picos. Sólo dejó con esas prendas al personaje odiado del verdugo.

      Pero cuatro años después del hábil encauzamiento del motín de Esquilache, cuya ira había arrancado las lumninarias públicas de Madrid, modernizada por el ministro italiano, la Universidad de Alcalá seguía sujeta al inmovilismo de las costumbres, plantando cara al gobierno ilustrado de Carlos III. La docta casa, ya decadente, quería continuar anclada en la imagen espectral ya desusada en Europa, como un gesto acendrado en defensa de sus tradiciones. Pero no se daban cuenta que era una moda traída por los austrias en tiempo de Carlos II, apenas hacía un siglo, venida de la corte de Viena y que a su vez  había sido importada de Flandes, y que las prendas que proponían en su sustitución eran realmente las tradicionales. El desplante complutense propició la censura nominal de la Orden Real en sus expresiones hirientes.



     En el fondo de la protesta iracunda del pueblo en el motín de Esquilache está la subida del precio de los productos básicos como el pan y el tocino, pero al cortarles el largo de una capa que consideran suya, porque arrastra la ignominia de la calle, les entra entonces el subidón patriótico y arremeten contra los extranjeros representativos de aquel momento (Nápoles era español y Aranda había estudiado en Bolonia): piden la expulsión de Esquilache y su familia y la bronca incendiaria llega al ministro Grimaldi y al arquitecto Sabatini. Surge el nacionalismo patrio, el excluuyente, el cavernario e irracional, en el que derivan los regionalismos a ultranza, el mismo al que llegaron los cantonalismos. Es el mismo orgullo hueco y retumbante de los habitantes de Villatempujo: “Nosotros somos la leche, somos los mejores”. Y no les da vergüenza su mirada perpetua al ombligo, ni su amenaza y chantaje perpetuos.



José César Álvarez

Puerta de Madrid, 16.7.2016

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