lunes, 25 de septiembre de 2017




Convivencia bajo trenes
  
     En la cadena violenta de los últimos sucesos acaecidos, inconexos, tales como el marroquí que en nuestro tren de cercanías amenaza con explosionar su mochila, el costamarfileño que en Embajadores nos arroja un policía al tren, el anuncio de bomba de Nuevos Ministerios y los dramáticos sucesos de París, nos llevan a replantear el fenómeno de la inmigración, cuya  no-integración pone en peligro nuestra convivencia. La civilización con que la Europa occidental abre sus puertas nos habla cada vez más claro de su fragilidad, expuesta ingenuamente.



     La multicultura es una falacia más de la progresía. Se trata de favorecer el desarrollo de comunidades agrupadas en razón de su etnia, religión o ideología dentro de una comunidad más amplia. Sirvan de ejemplo el islamismo y los nacionalismos, que hoy no tocan. Pero la multicultura tiene el peligro de articular una sociedad en compartimentos estancos, en guetos, en grupos que viven en una misma comunidad nacional de espaldas unos a otros, alimentando en silencio su enfrentamiento tribal en un futuro. La integración de la inmigración extracultural que invade la Europa occidental no puede llevarse a cabo en los grupos culturales de sus orígenes, sino que su integración debe realizarse como individuo ante el aparato institucional del país de acogida. El advenedizo –si me permiten llamarle así–, estará cerca de los suyos, sí, pero dentro de la atmósfera cultural que debe asumir con respeto y por principio el que adviene. El que llega a otra casa debe aprender y respetar individualmente sus costumbres. Es ante todo un ciudadano de derechos y deberes.



    

     Contra la fórmula de integración del multiculturalismo está la del pluralismo cultural, cuya diferencia es la que va de la tribu a la persona, y que consiste en la adhesión individual a la comunidad por encima del grupo, donde el individuo, religado a su país de acogida, a quien le debe fidelidad, puede libremente asociarse cultural, política o religiosamente. Por el contrario, si el individuo, otorga su fidelidad prioritaria al grupo, a la etnia, al credo de los suyos, nos harán retroceder a todos a los pueblos prehistóricos, seremos arévacos o turdetanos levantando fortificaciones o empalizadas.



     La convivencia requiere la asunción de una común nacionalidad, no exclusiva, que hay que saber llevar, hay que ganarla y hay que sellarla a los que llegan. Y hay que saberla extraditar con firmeza –¡ad foras!–, expulsando al individuo que no sea merecedor de la confianza ofertada. Y la progresía puede meterse donde le quepa la preferida de sus últimas etiquetas arrojadas: ‘Xenofobia’.

 

     El caso más palmario de multicultura es el islamismo inmigrado, que ellos mismos califican de “conquista silenciosa”. El masoquismo de la Europa occidental que generosamente abre sus puertas ha llegado tolerar estos casos: retirar de los colegios los crucifijos por exigencia islamista, retirar los villancicos y el belén, retirar del menú escolar los ingredientes de cerdo, y sin embargo, no consiguen retirar el velo de las alumnas. En el Reino Unido llegaron a conseguir ser eximidos del uso del casco por ser incompatible con su atuendo, y en Tarrasa, alumnos musulmanes impidieron en el colegio  que sus compañeros autóctonos comieran bocatas de jamón.



      Los profesores franceses de niños islamistas, más expertos, han clamado en contra de su propia exclusión, de su mundo partido y cerrado, “donde los alumnos no nos vienen como tabla rasa, sino ocupada, están en otras cosas, no ofrecen una actitud abierta, sino con una doblez que es desigualdad ante la predisposición del resto, además de un lastre, y no les interesa nada de lo que creemos debe interesarles como ciudadanos”.          



     Cuando sabemos que el costamarfileño que estuvo nueve veces detenido, sin poder tirar al tren a un policía a la novena vez, pudo sin embargo hacerlo a la décima.Y que el marroquí que sobre nuestras ferrovías amenaza con una explosión es un violento perturbado, asiduo de los juzgados, el panorama del poder legislativo y judicial se nos aparece como el “mustio collado” de las ruinas de Itálica famosa. Su encantador buenismo nos puede llevar a las ruedas de los trenes.



     “No confundir el Islam con el terror” gritan con seguridad los profetas laicos de nuestros días. Pero en Israel, Irak y Siria, en Nueva York, Londres y París hay sujetos bajo idéntico fuego, idéntico delirio e idéntico grito: “¡Alá es grande!”. 



José César Álvarez

www.josecesaralvarez.org

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