lunes, 25 de septiembre de 2017



Discursos alcalaínos de 1816

     Rastreo el año 1816 del Alcalá de Henares de hace dos siglos cabales. Son los años que siguen a la Guerra de la Independencia, la que conmemorábamos el pasado día 2. Son los primeros años de la paz, de la remontada, de la superación. Alcalá había sido saqueada por las tropas napoleónicas. Sus habitantes habían sido humillados de una u otra forma. Afrancesarse era comer. Muchos fueron obligados a llevar correos a las tropas francesas, apostadas en lugares inverosímiles y peligrosos, tapándose de los suyos, los guerrilleros que les escudriñan, encubriendo la traición por caminos y vericuetos y portando la vergüenza que les humilla, a la que han tenido que acceder ante las terribles amenazas contra sus familias. Otros han tenido que negar el cobijo a algún guerrillero: el castigo es horrendo, además de hundirle la casa. Los alcalaínos humillados, los que soportaron las violaciones de aquella terrible noche, los robados, los sableados, los extorsionados, todos, empiezan a levantar su cerviz gacha en aquel año de 1816.




     Pero a los alcalaínos, después de la guerra de la Independencia, les entró un mal aire, un ‘soplao’ raso: en 1814 les llegó el triste murmullo de que la Universidad complutense se la llevaban a Madrid. La juventud estudiantil de España que reanudaba despacio su retorno, se la arrancaban después de siglos. Aquello era el anuncio de la tristeza, de la inactividad, del cierre, de la quiebra de libreros y mesoneros, de pantaloneras y barberos, de tahoneros y calceros… Y contra aquel anuncio del Estado contesta la municipalidad y la propia Universidad con la palabra lánguida y decadente de aquella fecha. Pero la suerte estaba echada y el veneno prendido. A la Universidad, aquí, le quedaban veinte años



     Así las cosas, dentro del nuevo orden, hubo de pedirse autorización al rey Fernando VII para llevar a cabo un acto de acción de gracias a las Santas Formas Incorruptas por la victoria frente a los franceses con el reconocimiento implícito al Empecinado. El entonces alcalde de Alcalá, Domingo Antonio de Escuza, recondujo las disposiciones recibidas para que el domingo 24 de marzo de 1816 se llevara a cabo en la Iglesia Magistral la solemne festividad de acción de gracias ante las Santísimas Formas por el final feliz de la guerra. El sermón estuvo a cargo de D. Pedro Francisco Oñero, racionero, director de ceremonias y capellán de las carmelitas de la Imagen, quien tomó como lema de su discurso las palabras bíblicas: Protegan urbem hace, et salvabo eam propter me (protegeré esta ciudad y yo mismo la salvaré)  Lo cual decía don Pedro cuando los alcalaínos de la cerviz gacha apenas podían levantar la mirada al púlpito donde se había encaramado, el púlpito negro adosado a la reja del presbiterio. Las calamidades estaban tan cerca que las celebraciones no cuajaban sobre el alma herida ni podían cuajar en esta iglesia expoliada, de la que ya no penden las diecisiete lámparas de plata que trajeron de la iglesia de los jesuitas expulsos. Es verdad que ya no está el usurpador en la calle, por fin no está, pero la calle no es la misma de antes, no lo es.      


     El 9 de agosto de ese año de 1816 viene a Alcalá Fernando VII. Hacía calor. Dicen que venía de los baños de Sacedón y que al llegar aquí, tal era el tormento pedregoso del camino que comentó: “No sé si habrá abortado la reina, pero yo he estado a punto. Aquí abortamos todos”. Se alojó en el palacio arzobispal. Se adelantó el nuevo monarca a visitar la Universidad,  acompañado de su tío el infante D. Antonio, siendo recibido en la lonja por las autoridades académicas. El acto de recepción tuvo lugar en la sala de claustros y el discurso de bienvenida lo pronunció D. Nicolás Heredia y Mayoral, catedrático de elocuencia y cura propio de la parroquia de Santa María. Dos curiosidades de esta visita son el elogio que el rey hace de las músicas de chirimías y atabales, que se suceden para honrar al regio visitante. Y el gesto ceremonial en el que el rey besa las manos de colegiales y graduados. Hay hambre de saber, se le idolatra. Pero el saber ha huido de su templo en esa hora del besamanos. Es una decadencia integral.



     Al día siguiente, domingo día 10, las autoridades universitarias, en un equilibrio ceremonial, devuelven la visita al rey en el Palacio de su residencia. Otro discurso. Esta vez le toca ahora a D. Francisco José de Mardones, teniente vicario de Madrid y rector de la Universidad. Este rector de tantas mesuras y equilibrios, con un pie en Madrid y otro en Alcalá, está en la conspiración del traslado de la Universidad a Madrid. En su discurso no aflora la petición de detener los vientos del traslado de la Universidad a la villa y corte. Y no para aquí la vena de los discursos. Porque al día siguiente, lunes 12, Fernando VII acudirá al Paraninfo a presidir una solemne sesión académica de doctorandos.  La laudatoria al rey y a los graduandos estuvo a cargo de  D. Venancio Dusmet, catedrático de concilios generales.



     Salíamos de una guerra y las palabras y los ojos de la esperanza se posaban sobre un rey que nos rompió, y de qué manera, todas las ilusiones de paz y de progreso. Eran las palabras recolectadas inútilmente, inservibles, gastadas, torpes, decadentes. Los discursos se repiten porque saben que no convencen. Son discursos hueros y aduladores, inflados y retumbantes. Era España, entonces, un camino infame de polvo y un sonoro pedregal de canto rodado.



José César Álvarez

Puerta de Madri, 14.5.2016

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