viernes, 24 de julio de 2020

Adiós a Iluminada



Adiós a Iluminada

     Conocí a Iluminada en el Paseo de la Estación, en la apretada concurrencia de un acto del 11-M, un aniversario del trágico atentado de los trenes de cercanías. Creo que era un violonchelo el que allí sonaba, y al finalizar el acto aquel mismo instrumento nos ofrecía un himno nacional denso y grave, que fue coronado por un “¡viva a España! gritado con ganas por una mujer que estaba a mi lado. Su grito fue coreado al unísono por aquella nutrida asistencia con las ínfulas idénticas a las de la mujer solicitante. Cuando yo miré su cara llevaba la sobrecarga de su reafirmación masiva.

     Yo la felicité y ella me preguntó quién era. Desde entonces he mantenido con ella una buena amistad, hasta que el día 15 me llamó su hermana Cristina desde Puerto de Santa María para comunicarme que había fallecido aquella mañana de un ictus.

     Iluminada fue una firma conocida de PUERTA DE MADRID y que nunca dejó de ser joven. Fue una española inquieta y alegre, que regalaba a sus amistades rosquillas de vinagre, su rara y reconocida especialidad. O repartía graciosos pulpitos que ella fabricaba de todos los tamaños, o regalaba sus muñecas infinitas... Era una auténtica artista manual. Decoraba manteles magistralmente con pintaba sobre tela, plena de figuraciones y símbolos vivos. A través de sus hijos militares llegó a sus jefes para canalizar desde Galicia toda la ayuda que pudo llevar a los niños de la guerra de Kosovo, apoyada por la radio. Contó y escribió historias preciosas. En una ocasión le dediqué esta poesía a su rara habilidad: “La rosquilla de vinagre”:   

     Exquisitez culinaria la rosquilla de vinagre del horno de Iluminada que ilumina paladares, los sabores agridulces que la vida nos reparte y a cachitos se nos sirven como nuestra amiga hace, para saber que en la vida hay contrarios tan amables. La vida no es la política de las salivas salvajes, la vida es esta rosquilla de mixturas fascinantes, donde los frentes se ahorman y se funden los contrastes, donde salivas discretas disuelven rugosidades. Dame tu rosquilla, amiga, para reír como haces.

     Al igual que fuiste contestada al unísono en aquel Paseo de la Estación, recibirás hoy sobre tu rostro la sobrecarga de la reafirmación de los que te leyeron y te trataron. Adiós, amiga.

miércoles, 22 de julio de 2020

El Arcipreste de Hita







En la punta de la lengua


El Arcipreste de Hita




     Juan Ruiz el Arcipreste de Hita se pierde y no se pierde en aquella primera mitad del siglo XIV en que vivió para recrearnos con el primer gran poema lírico de los albores de nuestra lengua, el Libro de Buen Amor, la obra maestra del medievo escrita en la cárcel del convento de San Francisco de Guadalajara, prisión que sufrió por orden de su Arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz. La causa de su prisión fue probablemente la de haber redactado la satírica Cantiga de los clérigos de Talavera, quienes habían recibido una carta amenazándoles con la excomunión si seguían amancebados. Juan Ruiz replica en cuaderna vía por ellos y con ellos en un alegato satírico contra el Arzobispo por haber condenado la barraganería, que era un acuerdo de convivencia entre clérigo y mujer, bien arraigado en Castilla. El Arzobispo, siguiendo al Papa, se muestra como un celoso vigilante del celibato en sus dominios. El Arcipreste, sin embargo, en su poema biográfico, incluyó porfiante la citada Cantiga en su Libro. He aquí una muestra de sus versos alejandrinos:

   

 »E del mal de vosotros a mí mucho me pesa,
                     otrosí de lo mío ¡é del mal de Teresa!



     Se ha dicho que el Arzobispo Don Gil fue severo con Don Juan. Seguramente. Pero, de no ser por su forzada prisión ¿hubiera tomado alguna vez el relajado clérigo la pluma para escribir su Buen amor, su poema ovidiano o novela picaresca según otros? Dice Menéndez y Pelayo que sin el Arcipreste de Hita no hubiéramos conocido los detalles de la Edad Media: cómo se comía, cómo se amaba, cómo se cantaba, cómo se vestía, cómo se pensaba, cómo se mercaba, cómo se faenaba, cómo se convivía… Sabemos que su vida transcurre entre Alcalá de Henares, su epicentro, al este la Alcarria y al noroeste la sierra de Guadarrama. Y es en esa geografía donde el lector convive con el autor. Quizás debamos al fuerte carácter de don Gil de Albornoz el Libro de Buen Amor, donde Juan Ruiz no se arredra en el infortunio de la prisión y corren a raudales sus gracias y el buen humor que no le llegó a cegar don Gil. Pero el hosco carácter del Arzobispo se hizo proverbial cuando, muerto Alfonso XI de peste, le sucedió Pedro I, que era obispo. Porque don Gil sufrió encontronazo con el obispo que pasó a rey, como lo había tenido con el arcipreste que pasó a poeta. Pero solo al segundo pudo darle cárcel.   

    

     Y, sin embargo, la cita clave que aquí nos ocupa es la de aquel verso de la estrofa 1510 cuando la Trotaconventos se acerca a la bella mora de Hita y le dice Mucho vos saluda uno que es de Alcalá. Así, misteriosa, en perífrasis toponímica, en alusión inconfundible, en clave identificativa, la chismosa vierte los saludos manteniendo en vivo las ascuas del deseo. Pero las ascuas prendidas por el verso de las cercanías claras, llevó los tufos equívocos a las lejanías de Alcalá de Guadaira y Alcalá la Real, quienes han pergeñado historias e incluso congresos para ‘quedarse’ con el Arcipreste indeterminado, generosas de auxilio al mirar al poeta desposeído. Nunca pudo imaginarse la alcahueta de Hita que aquel recado a la mora diera para tanto y que llegara hasta donde ella ni sabía. Nunca pensamos que pudiéramos traspasar el tiempo y hacernos opacos.

    

     Pero Alcalá de Henares pertenece al ritmo geográfico, a la cadencia lineal de los hitos seguros de Guadalajara y de Hita, cuya villa arciprestal va regada por el río Badiel, afluente del Henares, el que comunica con las otras dos villas, quedando así las tres unidas fluvialmente, además de andar transidas por el mismo río de la mitra toledana. Y en Alcalá de Henares no solo debió nacer sino que debió alcanzar en las cátedras de su Estudio de Sancho IV la alta teología de su Uenerabilibus Johane Rodrici archipresbitero como consta en un codicilo judicial de su sede toledana, la que aquí, en su Señorío de Alcalá, estableció sus cortes entre 1325 y1347. Fue éste un empeño jurídico de Albornoz, que escudriña así el caserío de las andanzas de Juan Ruiz en esos años, su apasionado ir y venir. Esteban Azaña refiere los datos de un códice de su Libro que tras de fijar el nombre del autor el copista agrega: “que mora en Alcalá”. 

    

     Se le ha dado muchas vueltas interesadas al verso de la Trotaconventos. Sin embargo, las ‘Alcalás’ homónimas y pretendientes no conocen estos otros versos más definitivos de su alejado Arcipreste:



–Quiero ir ver Alcalá, moraré ahí la feria  (Su deseo, en boca de Don Carnal, es inequívoco    y entusiasta para con un Alcalá que no le es indiferente. Era la feria famosa de Alcalá de Henares que bien conoce y le reclama, la de su plaza del Mercado, la que creó Alfonso X el Sabio y protege su hijo Sancho IV y Alfonso XI)



–Por amor desta dueña fiz trovas e cantares. Sembré avena loca ribera de Henares                (Rememora alegrías amorosas junto al río íntimo y testimonial de sus orígenes)               



–Del río Henares venían los camarones (Por qué el río Badiel de Hita no había de tener camarones propios? Porque él conoce bien el Henares de su patrimonio afectivo y solo desde allí, cree él, podían remontar por el Badiel. El Arcipreste como los camarones vienen del Henares)



     Pero la lengua torva y enredadora de la Trotaconventos que propició el litigio con su seco y equívoco ‘Alcalá’, se ve ahora inundada del Henares que fluye. Como fluye el poema alegre del alegre Juan Ruiz, el músico que se formaría en la Escuela complutense de Música de la Abadía de San Justo, que dice componer trovas para ciegos y bailables para árabes y para hebreos, la multicultura de su ancha animosidad, forjada en el abigarrado Alcalá de Henares de su raigambre, “la villa de las tres culturas”. 

     

     Es Juan el alcalaíno alegre que lo fue para todos; es Juan la abeja paciente que liba la flor de trece diferentes mujeres; es Juan el tenaz tejedor del Mester de Clerecía que entreteje los hilos diversos de líricas y serranillas, de lo profano y lo religioso, de la sátira y la moral. Es Juan el alcalaíno que exhibe un rico telar de cantares e imaginaciones con pespuntes picarescos, donde nunca se debilita la fe de su buen amor, que como La Muela, la gran montaña hitense, nadie la pone en duda por rotunda y todo lo domina y lo preside.  

     Fija, mucho vos saluda uno que es de Alcalá. Repiten aquí y allá este verso como si no hubiera otro y no lo hay en el refrendo de identidades. Porque bien saben aquí y allá que es otro quien habla por la Trotaconventos en el recado que quiso ser discreto, pero que resultó atronador en las Andalucías del Este y el Oeste. Quien habla es su autor Juan Ruiz y se autodenomina, él que lo sabe, como “uno que es de Alcalá”, el Alcalá de los camarones y de la avena loca, el Alcalá de la orilla joven de los compromisos hueros, el Alcalá trinante de la Dehesa del Concejo, el Alcalá de la feria bulliciosa de San Bartolomé, el Alcalá de las trovas y cantares que enardecen con el vino de la Tercia, el Alcalá de la ribera del Henares sembrada por un amoroso alcalaíno que es músico y poeta.



martes, 23 de junio de 2020

Súbete la mascarilla



En la punta de la lengua



El alcalaíno Pedro Sarmiento de Gamboa




cronista, navgante, colonizador, cartógrafo, astrónomo, descubridor

de los Mares del Sur y de las islas Salomón, infortunado

explorador de la Patagonia, humanista que dominaba el Latín, poeta…






Súbete la mascarilla





     —Súbete la mascarilla, que se te ve la nariz —le decía una muchacha a su amiga en plena calle y a toda voz.

    

     Lo cual pienso que pronto se dirá en voz baja como un escondido percance. Y es que en el corto espacio de nuestras vidas, en la catarsis de los tres meses largos de confinamiento, nuestra nariz ha pasado a ser un culo que hay que llevar tapado. La geografía de nuestras intimidades y vestimenta avanza sin que haya que culpar a la Iglesia por los retrocesos del tapamiento carnal.



    Pero la genialidad de los últimos tiempos hay que cifrarla en Pedro Sánchez, quien solo él, en el nombramiento de su ministro de Sanidad Salvador Illa hizo rimar su apellido con el de mascarilla. Rima consonante de su absoluta autoría. Los que le cuestionan la autoría de su tesis le silencian ahora la autoría de su rima. No hay derecho. Y es que además su nombramiento ministerial va teñido de proféticas resonancias. Cuando nadie de los mortales aventuraba las futuribles y nunca  imaginadas peripecias de las mascarillas que de la China venían y no venían —y se iban y se iban—, Sánchez, conocedor de sus capacidades a la hora de formar Gobierno, ya intuyó la profética rima de sus jocosas derivadas. Y es que la historia de nuestro confinamiento, donde hemos sido record del mundo, es la Historia de la Mascarilla, Illa, Illa, Illa, una tremenda historia todavía inédita.



     La epidemia de ‘El gran catarro’ de 1580 se llevó por delante en España a más de un tercio de su población, al que siguió la peste de años siguientes. Pero, a lo que parece, en Alcalá fue más mortífero ‘el catarro pestilente’ de 1599. En ambas ocasiones el pueblo se congregó ante la imagen de Santa Ana de la iglesia del Convento de Mínimos de Santa Ana de la plaza de la Victoria, porque en ambos casos, al llegar su festividad del 26 de julio, quedaban los males clausurados. En la solemne función religiosa de 1599, tanto fue el dolor del que se liberaban que el municipio hizo voto de repetir cada año su gratitud solemne, compromiso que declinó años después.



     En principio, los frailes del convento de Mínimos de San Francisco de Paula se habían alojado en Alcalá por los aledaños de los Agustinos de la calle Roma (Colegios) en un convento estrecho, que ensanchó don Bartolomé, secretario y joyero de Felipe II. El matrimonio formado por Don Bartolomé y Doña Ana quiso también ganarse el cielo al donar los anchos dominios del convento de la plaza de la Victoria a los frailes estrechos, adquiriendo a su vez las casas de las monjas carmelitas que se fueron a la calle de la Imagen. La condición de los fundadores era que la nueva advocación del convento había de ser la del nombre de la fundadora. Así fue como en 1578 vinieron a llamarse anchamente ‘Mínimos de Santa Ana’. Y la imagen de Santa Ana era nueva en la plaza, primeriza por muy abuela que fuese, inédita de favores, por lo que en ella se concitaron las ansias de las orantes.



     La devoción a Santa Ana cundió y su nombre llegó a extenderse hasta la Puerta del Postigo y dar nombre a su plaza. Pero se extendió más, mucho más, el alcalaíno y descubridor de los Mares del Sur, Pedro Sarmiento de Gamboa llevó a Santa Ana hasta la Patagonia, llegando a pie al fuerte que llamó Punta de Santa Ana, lo cual no está nada mal. La expedición de 1581 de Sarmiento de Gamboa al Estrecho de Magallanes estableció su provisión de vituallas y enseres en plena peste de Sevilla, por lo que Gamboa temía sufrir en el largo viaje una gran mortandad entre los expedicionarios, incidencia que no se dio, pues  la causa de las bajas en el viaje se debió principalmente a los naufragios y deserciones, llegando en 1584 a su destino 334 navegantes. La devoción de Gamboa a Santa Ana se evidenció en su homenaje en aquella hosca tierra de Punta Ana, alcanzada a duras penas con soldados y colonos, que en sus 300 km. a pie pusieron de manifiesto una debilidad que la arqueología ósea descubrió por la huella de sus infecciones del ‘Gran Catarro’ y de la peste.



      Suerte que nosotros no tenemos ahora Patagonias pendientes de conquistar que nos pongan en evidencia. Nuestro Gamboa de la gran travesía ha sido el Doctor Fernando Simón, que nos ha leído la cartilla a diario en la cubierta de nuestro barco. Pero el Doctor Fernando Simón es un vivo ejemplar del ‘Gran Catarro’. Lo cual no lo digo porque lamentablemente lo sufriera, sino por sus afónicas secuelas de raigambre. Es miembro aspirante a integrar mi proyecto polifónico ‘Coro de los acatarrados’, donde entrarían tan altos personajes como Rouco Varela y Vidal Quadras. Al Doctor Simón solo le falta encomendarse a Santa Ana, alivio del ‘catarro pestilente’ de nuestra ciudad. Y esa devoción no sería para recuperar su destreza a bien contar, que eso no lo arregla la santa, como tampoco su timidez por reconocer sus record mundiales, sino porque el catarro le fue a los huesos como a los de Punta de Santa Ana.







     

Sobre las lágrimas del palacio perdido



Sobre las lágrimas del Palacio perdido


 La exposición del MAR y la apuesta de ARPA

 
 
 


     Un plumilla puede crear y recrear la cosa, pero puede ocurrir que no llegue a la cosa porque te pueda, te supere. Y eso segundo me ocurrió cuando Carlos Clemente, rebosándole los entusiasmos y los conocimientos por todos sus poros, me explicó la exposición en un MAR de espumas que lleva por título: “De Palacio  a Casa del Arqueólogo. Pasado y futuro del Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares”, donde, de entrada, suena a devaluable todo lo que no sea anunciar: “de palacio a más palacio”.

 

     Era allí un mar de las espumas palaciegas, donde la arqueología toca la ruina, y por tocarla, la exhibía como gloria. Era allí la genialidad técnica de la anastilosis, un ensamblaje de elementos recuperados en que se combinaba el dibujo y la piedra certera, compensando su peso entre bambalinas. Eran allí los libros expuestos que estremecen tal que el Fuero Viejo de Gonzalo García Gudiel, buscando con ello diacronías y mitras, y de paso mostrar que hay ancestros íntegros. Era allí el recorrido de los tres espacios de los tres colores y las tres perspectivas bien distintas. Era allí el video andante del palacio rescatado y la reproducción de sus tres patios mágicos: el de Fonseca, el del Aleluya y el de la Fuente. Y uno constata en este mar de espumas, los siguientes espigones y  seguros amarres:  





     Que ARPA es una joven asociación alcalaína que no ha defraudado y ha roto aguas. La Asociación para la Recuperación del Palacio Arzobispal ha abandonado el llanto quejumbroso del alcalaíno que llora su palacio perdido, se ha puesto en pie y ha domeñado voluntades municipales y eclesiales, autonómicas y estatales, de tal manera que el motivo de su llanto se ha conocido y reconocido. Y su firmeza se ha impuesto pese a los descreídos.



     Que se ha constatado que el Palacio estaba bajo tierra. A pesar de todo lo que se conocía, como el almohadillado de la escalera de Covarrubias, las columnas del patio de Fonseca en la casa de Cervantes, los balaustres cilíndricos de la famosa escalera, la pilastra que iniciaba el tiro de escalera a la capilla del Seminario, el escudo de Fonseca entre dos ángeles… pero en general el palacio estaba enterrado y ha habido hallazgos que revelan su  consciente enterramiento.



     Que existe una maqueta del palacio perdido que por sí misma justifica la exposición. Se domina el escenario. Hay miles de planos. Se sabe lo que hay y lo que falta. La exposición es un acopio generoso de recursos diversos, donde se va a por todas por todos.



     Que hay un proyecto de un parque ilustrado, todavía en ciernes, pero dominado por una Casa del Arqueólogo, donde, al contrario de lo que parece, va a clasificar vida con un restaurante y cafetería, un salón de congresos, aulas de encuentro, jardines… Y sobre todo, allí vivirá en su propia casa el criterio del arqueólogo. Ocho siglos del señorío de la mitra toledana más la almunia califal que la precede es el estudio que se propone. Todo ello es cosa que nos supera. “Yo no lo veré” dijo el anfitrión de su proyecto. No hay mejor defensa que un buen ataque. Y el proyecto es el ataque.



     Ha cundido estos días el equívoco de que el Palacio ha sufrido la incuria y el olvido desde el día que se quemó, aquel fatídico día 11 de agosto de 1939, cuyas causas también se marginan. Nos hemos instalado en el impersonal “se quemó” y ahí nos quedamos. El fuego duró diez días y la idea militar de bombardearlo para seccionarlo hubiera sido un acierto por el que se hubiera salvado la joya del Salón de Concilios, “las Cortes de Alcalá”.





     El propio título “De palacio a casa” también se presta al equívoco y es una expresión que anuncia un proceso devaluador, de ir a menos, cuando nunca ha dejado de ser palacio. Huelga decir que en la parte alcázar hoy mismo se alberga el palacio episcopal, funcional en su fachada de piedra y monumental en su parte mozárabe de ladrillo, fruto de una importante remodelación al ser nombrada Alcalá sede episcopal. Que antes fue internado de niños de padres emigrantes. Y que antes, después del fuego, fue Seminario Menor, para lo que se llevó a cabo la rehabilitación estructural más importante, siendo cerrada su fachada occidental con la sillería de otro fuego, el de la iglesia de Santa María. Y antes, cuando le llegó el fuego, era el Archivo General Central. Ardió el contenido de media historia de España en legajos y ardió el continente de un palacio de ensueño de la mitra toledana.  



     Nos cuenta Ángel María de Barcia, archivero que aquí se inició en los años sesenta del siglo XIX, que el famoso padre Cirilo —que no es otro que el Cardenal Cirilo Alameda y Brea, OFM—, que no tenía ni para retejar el palacio, se lo cedió al Estado exigiendo en el contrato como precio se respetaran los escudos en piedra, madera, hierro, escayola, en postigos y vitrales…Y dice nuestro testigo que, sin embargo, “se decerrajaron (sic) a miles” en la rehabilitación de los salones. La Iglesia se reservó la propiedad de todo el palacio, junto a algunas dependencias, y el derecho a ocuparlo con solo pagar lo invertido. Como el Estado gastó allí de largo, el retorno eclesial, decía Barcia, solo podría realizarse el día del Juicio Final. Pero no, Barcia, como la paloma, se equivocaba, porque su devolución fue en 1943,

en que el Estado se lo devuelve inservible a la Iglesia y fuera de contrato, arrasado el precio de sus escudos.





     El proyecto que el Museo Arqueológico exhibe ahora es el de la fiesta de su retorno, ya que el Estado en su versión autonómica volvería a tomar el Palacio bajo la cara de ARPA, lo cual no casa bien del todo, ya que esta Asociación nació para la “recuperación del palacio”, y un Museo Arqueológico, rebajado a casa, es la muestra gloriosa de la ruina, de su propia ruina



     Allí, en el Seminario, antecediendo a la rectoral del balcón central, existía entonces todo un muro frontal con la sillería ilustrada de la escalera de Fonseca. Cuando subíamos en filas a las camarillas a dormir, yo miraba a dos angelotes desnudos de Covarrubias que caían a mi altura, queriéndoles arrancar la sonrisa que no tenían. Todas las noches me miraban hieráticos y desconfiados, y sus miradas seguirán inmutables por algún sitio.



José César Álvarez

www.josecesaralvarez.org

viernes, 31 de enero de 2020

La calle de las dos esquinas exiguas



En la punta de la lengua







     La amantísima calle de Libreros, la que hoy es destinataria de los entrecortados alientos municipales, acosada de deliquios graníticos y adoquinados hasta en plenas fiestas navideñas, incluso tocada de carmines cerámicos, es una calle agraciada y revitalizada por ser calle importante en nuestras vidas. Pues bien, esa calle tan querida y significativa, ha mostrado de siempre dos esquinas en la acera de los pares, en el punto de arranque y en el terminal, de sendas aceras estranguladas, mínimas y precarias. Son las que guardo en mi terminología particular, no actualizada, como las esquinas de las dos farmacias, las de Gil y la de Cárdenas, esquinas a las plazas de Cervantes y de Cuatro Caños —sí, claro, para los puritanos históricos es la Puerta de Mártires—.



     Esas han sido mis dos esquinas exiguas para mí y para muuuuchos alcalaínos de muuuchos años. Y en la calle importante de las dos esquinas exiguas, nadie ha podido encontrarse en ese punto y vértice con un amigo perdido, pongo por caso. Estaba prohibido, no había lugar, porque el reencuentro en ese trance colapsaría el tránsito ciudadano. Y, sin embargo, hay que reconocer que media historia de Alcalá ha transcurrido en la esquina de Gil donde la acera se estrecha.



     He llevado clavadas en ambos costados como estigmas las dos esquinas exiguas de mi calle del alma hasta el punto de esta feliz ocasión de los delirios amatorios del consistorio, donde al fin las aceras se ensanchan y la ilustrada y rodante chatarra se reduce. Al fin, albricias, hemos podido presenciar con asombro cómo las exiguas delimitaciones de las aceras exiguas de Gil y Cárdenas han pasado a mejor vida. Adiós a las seculares estrecheces, que ya se puede saludar sin prisas a los amigos perdidos en los generosos   vértices reencontrados. Hemos sido redimidos de las dos enjutas esquinas como lavativas superadas.



     Y digo que esta es calle importante porque hacia allá se nos van los pasos, y porque la calle Libreros, antes de Guadalaxara, acogió la imprenta más genuina del Renacimiento, y allí, en la imprenta de Juan Gracián se imprimió La Galatea, primera novela del alcalaíno Miguel de Cervantes, el cual llevaría personalmente a los talleres el grabado de la columna trajana, motivo central del escudo de armas de la familia de Ascanio Colona, su benefactor, que era entonces alumno de la Universidad.

     

     Sale de la calle de Libreros la de Antonio de Nebrija, quebrada, y la vista se topa entonces con la ‘Fábrica de Hielo’, descongelada de mimos y atenciones, allí donde vino al mundo la maravilla de la Biblia Políglota Complutense, milagro tipográfico del Cardenal Cisneros y de Arnaldo Guillén de Brócar en su algarabía de caracteres latinos, griegos, hebreos y arameos sobre columnas sólidas y de encajes inverosímiles.



     Y más allá, en el Colegio del Rey, nada menos que fueron alumnos Juan de Austria y Francisco de Quevedo, príncipes de las armas y de las letras, respectivamente, además de Antonio López, príncipe de las conspiraciones. Y aún más allá, se elevaba en plena Contrarreforma el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, donde florecía Francisco Suárez, “el Doctor Eximio”, bandera intelectual de los Jesuitas, a quien el Papa encargó redactara el documento de condena del anglicanismo instalado, pasto de las llamas de la vorágine londinense. Fue Suárez el mejor filósofo escolástico después de Tomás de Aquino, quien perfilara sus Disputationes Metaphysicae  bajo el arrobo alcalaíno de la calle de Libreros.



     Polifacética calle de Libreros donde mi amigo Francisco Castro fue un eximio mecánico en el taller de bicicletas de su tienda y de la antecesora de Paulino Moreno, donde hizo el noviciado. Calle de armas tomar, donde bancos y cajas surgían malencarados rompiendo, prepotentes, renacimientos y composturas urbanas. Calle caprichosa que tuvo en otro tiempo bulevar románticoy permitió durante largos años la sucesión concurrida de los puestos del ferial. Ahí las solemnes procesiones restallantes de roquetes y bandas militares. Ahí la hoja púrpura de los prunos alineados como árboles penitentes que encubren su verdor lujuriante, Ahí la sede primera del Instituto Cervantes como dádiva primigenia del municipio para la causa de la Lengua y hoy nido aborrecido de quien se echa a volar por el mundo.

    

     En la calle importante, la acera de los impares —soportales, casa de la Cubana, Colegio del León, Jesuitas— ha gozado siempre de una acera regular, ahora ensanchada y a su vez mordida parcialmente para el acomodo de los seres insustituibles de cuatro ruedas, a los que se les vetó después su acceso. Pero la acera de los pares ha sido siempre irregular como la vida misma: ancha en su media altura y estrecha en su principio y fin, como enjutos pasadizos, como recodos perdidos, como trombos peatonales. Eran, al principio y al fin, esquinas forzadas como el parto y el suspiro terminal, como el ‘ortus’ y el ‘exitus’. Pero ahora el alcalde Javier, como inspirado ginecólogo, ha intervenido con el ‘fórceps’ para conseguir un parto feliz al principio, y en el otro extremo ha ensanchado  el cauce del gemido Terminal del buen morir.   



José César Álvarez

www.josecesaralvarez.org