lunes, 25 de septiembre de 2017




Ay, madre, que no nos rompan la cara


     Nos han tapado la cara con un velo de arriba a bajo. Es la fachada de la universidad cisneriana, es nuestra cara, la cara de Alcalá, no tenemos otra mejor, es la cara por la que nos reconocen, nuestro icono secular, nuestro rostro representativo que nos identifica y nos acredita. El día que perdamos la cara caeremos en el anonimato y en la trivialidad.


     Nos han tapado la cara para lavarnos la cara. Es un acto de cosmética privada que exige tener garantizada la intimidad. Pero en el velo que cubre nuestra cara que nunca puede dejarnos, se han estampado los rasgos de la cara tapada como un nuevo prodigio de otra Verónica.


     Ay, por Dios, que no se nos rompa la cara. Hemos visto tantas actuaciones rehabilitadoras contra el mal de la piedra sobre fachadas emblemáticas de nuestra geografía, donde resultó una superficie uniforme ‘de culito de niño’, que generó todo tipo de críticas. Por Dios, que no nos rompan la cara rosácea de la piedra de Tamajón, la que se entona en los atardeceres, la que se ruboriza de pudor y a la que se le suben los colores por ser cara tan mirada.  Que los polvos de tu cosmética no te tapen la epidermis natural, que no empalidezca tu rostro como en tu velo. Que vuelva a ser tu cara, tu cara limpia e íntegra.   


      Pero el principal enemigo de la piedra caliza son los ácidos corrosivos de la polución y del ambiente. De ahí que la Universidad de Alcalá, celosa de su imagen renacentista, le haya tapado su cara y le haya dispensado la cámara o alcoba de sus íntimos mimos. La lona transpirable de su velo, que reproduce sus rasgos, ha permitido la continuidad explicativa de la fachada durante este primer fin de semana de embozo, que precisamente ha recibido un caudal turístico invasivo. Por la calle de Libreros pasaba el sábado un grupo largo de chicos. Una amiga desde un velador les dijo a bocajarro: “Pero ¿dónde va tanto chico guapo?” Eran canarios.


     Pero el atractivo de este último fin de semana ha sido el nuevo zócalo figurativo de la plaza de San Diego. El zócalo del velo que cubre la fachada del Colegio de San Ildefonso presenta una muestra  corrida y colorista de personajes de ayer y de hoy, un salpicón de vestimenta vieja y moderna, un Cisneros televisivo que no se compadece con el alcalaíno, los doctores y doctoras sorprendidos por la cámara de una turista, los encabalgados don Quijote y Sancho de nuestras calles, los disfraces de Quevedo y de Cervantes junto a un cura con dulleta y teja, las chiquitas que juntan sus caras risueñas para posar ante un palo ‘selfie’ de autorretrato, los golfillos, las estudiantes de moderna tecnología…  Un friso, en definitiva, de mezclado costumbrismo, superpuesto, atemporal, grave y risueño, de figuras que posan y que pasan, quietas y movidas, el cual recorre como cenefa faldera los bajos del nuevo atavío del semblante universitario.   


 

     Fue el bi-doctor Ramón González Navarro el primero que trató los granos de nuestra cara. Descubrió, uno a uno, los autores que fueron de toda la abrumadora obra escultórica de la fachada de Rodrigo Gil de Hontañón, quien tuvo por maestro de obras a Pedro de la Cotera. Por primera vez oíamos hablar de escultores como Claudio, autor de la obra principal de los atlantes que sujetan las columnas, y de Nicolás de Rivero, Juan Guerra, Diego Gómez Sevilla, Juan de Miera, Cristóbal de Villanueva… 


     Todos ellos son nombres, empeñados desde no sé dónde, en alargar la existencia de su piedra. Pretenden hacerse inmortales con su obra, queriendo guardar su rostro y el nuestro. Pero su inmortalidad está en nuestras manos, que a nosotros toca. Ellos nos lo dieron y nosotros lo debemos conservar. De momento hemos envuelto su obra entre tafetanes. Ay, madre, que no nos rompan la cara.  


José César Álvarez

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