miércoles, 27 de septiembre de 2017

El monólogo de Concha Velasco



El monólogo de Concha Velasco

     El viernes y el sábado pasados doña Concha Velasco interpretó magistralmente el texto de Ernesto Caballero de ‘Reina Juana’ sobre el escenario del Teatro Salón Cervantes, ya en los últimos compases de ‘Clásicos en Alcalá, 2017’. Allí estuvo doña Concha haciendo de doña Juana de Castilla, la que todos llamaron ‘la loca’, allí estaba con su voz truculenta dentro de los muros opresores del monasterio de Tordesillas, allí presa, confinada, apartada y vigilada, bajo el desprecio de una visita siempre aplazada de su hijo Carlos, primero de las Españas. La reina que hablaba sola, aunque encerrada, nos llevó de viaje por su vida atormentada y su majestad suplantada. Acabó su delirio con un suspiro hondo de sus amores quebrados y de sus tortuosos catafalcos, rebosando así de anhelos: “¡Hermoso Príncipe!”.



     Cayeron los aplausos como un chaparrón largo y trepidante, casi casi como los de aquella misma tarde del viernes, y doña Concha los recibía de frente, a cara descubierta, sin el paraguas de los mutis. Cuando dejó de arreciar, doña Concha dio un paso al frente y comenzó su segundo monólogo, el suyo propio, fuera de guión. Nos dijo que se había encontrado muy bien en el silencio de Alcalá, sin ruidos, sin móviles que suenan, sin toses, qué bien, y alargó de su parte y por su cuenta uno de los momentos del texto que acababa de interpretar, que no decía el texto, que decía ella. Era cuando Juana partía para Flandes desde el puerto de Laredo y veía allí a su madre diciéndola adiós, desde tierra firme, mientras que ella se batía y debatía en la espuma ondeante e incierta de un mar bronco y proceloso. “Aquella fue la última vez que te vi, madre —decía Juana—, ya no te volví a ver nunca más, madre, nunca más”.


                                          Juana de Castilla
     
     Y fue entonces cuando doña Concha puso de su parte la crueldad de una madre para con aquella hija, algo que la preocupaba, que la interesaba y que estaba en el foco de su investigación: saber las razones, llegar a atisbar las causas de aquella aviesa conducta de una madre para con su hija. Hurgaba así doña Concha, de su parte, en la leyenda negra de Isabel de Castilla, la Católica Majestad, a quien, por serlo, han querido hacer de ella un monstruo de intransigencia, de crueldad y de fealdad, la que solo se lavaba una vez al año.        



     Yo, desde mi prosa humilde pero sincera, quisiera colaborar en sus investigaciones e inquietudes, doña Concha, aconsejándole la lectura del libro de José María Zavala, ‘Isabel íntima’, donde el autor ha tenido acceso a documentos ínéditos que conforman la ‘Petitio’ del proceso de beatificación de Isabel la Católica, paralizado por la irrupción de la leyenda negra, en cuyo acopio aparece una mujer sorprendente y desconocida, una de las mujeres más fascinantes que hayan nunca existido. Allí se da cuenta de una nueva visión de cuatro de los episodios más importantes de su reinado: la expulsión de los judíos, el establecimiento del tribunal de la Inquisición, la reconquista del reino de Granada y el descubrimiento y evangelización de América.



     Pero lo que aquí nos interesa es que en aquellos textos ‘íntimos’ se palpa el sufrimiento de una mujer que se debate entre ser reina y ser madre a la vez, decidir por el amor a España, a la que quiere agrandar en alianzas matrimoniales, y arrancarse las hijas con el dolor de madre. Y así, mediante bula papal falsa, se entregó ella misma a su primo Fernando de Aragón, a quien llegó a amar apasionadamente, a la vez que con pasión de madre amó a sus hijas, a las que como reina entregó de esta manera: Isabel y María las dio a príncipes de Portugal; Juana a Flandes y Catalina a Inglaterra. Entre ellas, a Isabel y a Catalina, las entregó por dos veces.  Y nunca le faltó su consejo alentador de madre, siempre cercana y cómplice en el epistolario de los pasos decisivos de sus hijas.



     El silencio alcalaíno no dio ruidos. El ruido le puso usted, doña Concha, usted solita. Los actores eximios dejan de serlo cuando se salen del guión.



José César Álvarez

Puerta de Madrid, 16.julio.2017

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