El viernes y el
sábado pasados doña Concha Velasco interpretó magistralmente el texto de
Ernesto Caballero de ‘Reina Juana’ sobre el escenario del Teatro Salón
Cervantes, ya en los últimos compases de ‘Clásicos en Alcalá, 2017’. Allí estuvo doña
Concha haciendo de doña Juana de Castilla, la que todos llamaron ‘la loca’,
allí estaba con su voz truculenta dentro de los muros opresores del monasterio
de Tordesillas, allí presa, confinada, apartada y vigilada, bajo el desprecio
de una visita siempre aplazada de su hijo Carlos, primero de las Españas. La
reina que hablaba sola, aunque encerrada, nos llevó de viaje por su vida
atormentada y su majestad suplantada. Acabó su delirio con un suspiro hondo de
sus amores quebrados y de sus tortuosos catafalcos, rebosando así de anhelos:
“¡Hermoso Príncipe!”.
Cayeron los
aplausos como un chaparrón largo y trepidante, casi casi como los de aquella
misma tarde del viernes, y doña Concha los recibía de frente, a cara
descubierta, sin el paraguas de los mutis. Cuando dejó de arreciar, doña Concha
dio un paso al frente y comenzó su segundo monólogo, el suyo propio, fuera de
guión. Nos dijo que se había encontrado muy bien en el silencio de Alcalá, sin
ruidos, sin móviles que suenan, sin toses, qué bien, y alargó de su parte y por
su cuenta uno de los momentos del texto que acababa de interpretar, que no
decía el texto, que decía ella. Era cuando Juana partía para Flandes desde el
puerto de Laredo y veía allí a su madre diciéndola adiós, desde tierra firme,
mientras que ella se batía y debatía en la espuma ondeante e incierta de un mar
bronco y proceloso. “Aquella fue la última vez que te vi, madre —decía Juana—,
ya no te volví a ver nunca más, madre, nunca más”.
Juana de Castilla
Y fue entonces cuando doña Concha puso de su parte la crueldad de una madre para con aquella hija, algo que la preocupaba, que la interesaba y que estaba en el foco de su investigación: saber las razones, llegar a atisbar las causas de aquella aviesa conducta de una madre para con su hija. Hurgaba así doña Concha, de su parte, en la leyenda negra de Isabel de Castilla, la Católica Majestad, a quien, por serlo, han querido hacer de ella un monstruo de intransigencia, de crueldad y de fealdad, la que solo se lavaba una vez al año.
Y fue entonces cuando doña Concha puso de su parte la crueldad de una madre para con aquella hija, algo que la preocupaba, que la interesaba y que estaba en el foco de su investigación: saber las razones, llegar a atisbar las causas de aquella aviesa conducta de una madre para con su hija. Hurgaba así doña Concha, de su parte, en la leyenda negra de Isabel de Castilla, la Católica Majestad, a quien, por serlo, han querido hacer de ella un monstruo de intransigencia, de crueldad y de fealdad, la que solo se lavaba una vez al año.
Yo, desde mi
prosa humilde pero sincera, quisiera colaborar en sus investigaciones e
inquietudes, doña Concha, aconsejándole la lectura del libro de José María
Zavala, ‘Isabel íntima’, donde el autor ha tenido acceso a documentos ínéditos
que conforman la ‘Petitio’ del proceso de beatificación de Isabel la Católica, paralizado por
la irrupción de la leyenda negra, en cuyo acopio aparece una mujer sorprendente
y desconocida, una de las mujeres más fascinantes que hayan nunca existido. Allí
se da cuenta de una nueva visión de cuatro de los episodios más importantes de
su reinado: la expulsión de los judíos, el establecimiento del tribunal de la Inquisición, la
reconquista del reino de Granada y el descubrimiento y evangelización de
América.
Pero lo que aquí
nos interesa es que en aquellos textos ‘íntimos’ se palpa el sufrimiento de una
mujer que se debate entre ser reina y ser madre a la vez, decidir por el amor a
España, a la que quiere agrandar en alianzas matrimoniales, y arrancarse las
hijas con el dolor de madre. Y así, mediante bula papal falsa, se entregó ella
misma a su primo Fernando de Aragón, a quien llegó a amar apasionadamente, a la
vez que con pasión de madre amó a sus hijas, a las que como reina entregó de
esta manera: Isabel y María las dio a príncipes de Portugal; Juana a Flandes y
Catalina a Inglaterra. Entre ellas, a Isabel y a Catalina, las entregó por dos
veces. Y nunca le faltó su consejo
alentador de madre, siempre cercana y cómplice en el epistolario de los pasos
decisivos de sus hijas.
El silencio
alcalaíno no dio ruidos. El ruido le puso usted, doña Concha, usted solita. Los
actores eximios dejan de serlo cuando se salen del guión.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 16.julio.2017
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