lunes, 25 de septiembre de 2017



La noche del costumbrismo


      Cuatro artículos se han sucedido aquí sobre los años cincuenta alcalaínos y podría escribir cuarenta. Los lectores, con tal motivo, me han recordado a personajes célebres olvidados por mí y a lances gloriosos de esos tipos costumbristas de la época. Uno cree que fue bien lo que salió y que ya vendrán nuevas calendas y nuevas páginas en blanco que emborronar. Uno ha puesto fin a esos años y, sin embargo, uno se resiste a abandonarlos ahora que vienen estas fiestas navideñas de la nostalgia y del nudo del tiempo que nos sorprende en nuestras manos, abultado e hiriente sobre la cuerda de nuestros días. Un nudo con un guarismo que se nos viene encima entre luces y burbujas de cava, el vino de la noche que entra por dentro de maneras distintas: natural, extra brut, seco, semiseco, dulce. Esos aromas no van en la botella, que no, están dentro de cada uno de nosotros esa noche. Cada cual lleva prendido un aroma. Te lo digo yo.



    Los personajes costumbristas de los años cincuenta que tanto me han revalorado mis lectores ¿serán los últimos tipos de la literatura costumbrista? Lo digo porque estamos asistiendo al canto de cisne de este tipo de literatura. Y puede que a los compases finales de la propia literatura, arrebatada por la cultura exultante e insultante de la imagen. A los clasificadores del pasado –los historiadores a granel de las universidades españolas nada les importan los personajes típicos que aderezaban pueblos y tiempos, de valores imprecisos y simplemente literarios. Simplemente. Ellos son clasificadores elitistas.  



     Quizás tengamos que admitir en esta noche de las nostalgias, que nosotros, los que vamos en la barca de las letras, hayamos sido los últimos en darnos cuenta de nuestro propio naufragio: ya no se lee. Puedo machacar este papel, dale que dale, sea bueno o malo lo que diga, para arriba o para abajo, en cursiva o en mayúscula, que no pasa nada. Sólo pasa, pasa.



     Las revistas se ojean y hojean, no se leen. Así es que en esta noche oscura de los recuerdos níveos, edulcorada amablemente con la presencia familiar, en esta noche de perplejas verdades, de evidencias irreversibles, hemos de asumir que, nosotros, los que miramos atrás rescatando tipos y circunstancias, estamos siendo, sin saberlo, los últimos personajes costumbristas de esta fauna, quienes ya nunca seremos redimidos por pluma alguna. La literatura boquea, se muere.   



     Así es que yo quiero en lo que me queda de noche seguir remando de por libre en las aguas de mis recuerdos de las cuatro jornadas extintas.



     Veo a don Manuel Cervantes, sacerdote menudo, pulular por los pasillos de la cárcel cerca de los condenados a muerte por si hubiera de prestar algún servicio y recibir, por el contrario, el insulto grueso de la voz enrejada: ¡Vete de aquí cucaracha, pájaro de mal agüero! Es el cura de la calle Mayor que sonreía cuando rodaba como bola negra y pesada por el zócalo de la fachada de El Hospitalillo, de donde era capellán.Y bajaba por los soportales El Liguerín, chasqueante, con camisa blanca y sombrero andaluz cantando aquella de   Ay qué pena me das, Esperanza por Dios…. Y el cojitranco Perdices, agarrado al carrillo del Servicio Municipal de Saneamientos, desatrancaba con su eructo bestial toda la calle Mayor de un golpe. Y los carros de Intendencia y de Sementales, tirados por soberbios percherones echaban chispas sobre el sonoro empedrado de Úrsulas y de la calle del Gallo. Y los paseos vespertinos de la ciudad inundada de caqui. Y los jesuitas de fajín negro, en cuyo recreo desperdigaban su hormiguero del Campo del Ángel por la anatomía social de la ciudad.



     Y las ‘pitulinas’ de la casa de La Chata, todavía en Carmen Descalzo, eran personas formales, no vayan ustedes a creer. Porque ellas nunca salían fuera de la barra, eran camareras serias y profesionales, que, llegado el momento, recibían una chapa para un servicio. Entonces era cuando la Paca, la palanganera, corría con el agua caliente, fervorosa de las higienes primeras de aquellos tiempos prehistóricos en los que todavía no había llegado a Alcalá ni Roca ni Gal.



     Veo una foto fija del recreo de los alumnos del Loyola, aquella escuela que dirigían el Padre Llanos y el Padre Prieto en la que hoy se llama ‘casa de Garcés’ y que antes había sido fábrica de fideos. Los alumnos del Loyola tenían por recreo la plaza de Palacio. El final del recreo tenía dos toques de silbato. En el primero, los alumnos quedaban tal y como les sorprendía el pito: uno con la pierna levantada, el otro limpiándose los mocos con la manga... Era una foto virtual en movimiento, pero era foto en parada seca, la escenificación del movimiento. El segundo golpe de silbato les devolvía al movimiento continuo. Era la magia de la docencia jesuítica.

      

     Todo lo cual te vengo a decir en esta noche oscura de inquietos luceros, de inquietos ardores, de inquietos aromas.



José César Álvarez


Puerta de Madrid, 26.12.2015

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