lunes, 25 de septiembre de 2017





  • Las cuatro caras de Manuel Azaña
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     El 14 de Abril es la efeméride republicana sobre la que emerge nuestro paisano Manuel  Azaña, quien llegó a ser presidente de la II República y a quien hoy rememoramos desde la brecha dulce y amarga del escritor y el político. Fue paisano de Miguel de Cervantes, lo que llevó a mucha honra, nacidos ambos en la misma calle de la Imagen aunque en aceras opuestas. Desde la perspectiva de Alcalá de Henares abordamos hoy la perspectiva de don Manuel Azaña.



     Aquellas elecciones municipales de 1931, que nunca ganaron los republicanos, fue su forzada oportunidad para ‘ganarlas’ como fuera a nivel estatal en un tumulto incendiario, y tener que soportar después resignadamente el emblemático ejemplo de que la II República fue un dechado de democracia. Es hoy más sincera la consigna de un político emergente: “El cielo (del poder) no se gana, el cielo se asalta”.



     Pero nosotros aquí vamos a jugar. Yo les invito, amigos, a compartir conmigo un lúdico ejercicio. A Manuel Azaña le hicieron en Alcalá una escultura con una cabeza realista y un cuerpo atormentado. Ahora hace de eso veinte años. Después, don Manuel, hecho bronce, pasó de la olla de cemento donde se encontraba prisionero a la rotonda aledaña abierta de la carretera de Pastrana. Pero querríamos revisar la postura en que fue colocado. Porque al llegar a la rotonda, Azaña podía ha­ber adoptado una entre cuatro posturas, es decir, podía mirar a cada uno de los cuatro puntos cardinales. ¿Es correcta la postura en que se le colocó? Caben cuatro opiniones, cuatro caras, cuatro poses, cuatro ojos críticos contra el hombre más crítico. Les invito a la dialéctica crítica del alcalaíno de las cuatro caras, al calidoscopio de sus distintas poses.     
     

     
1.- Azaña, de cara a Alcalá, al norte (como está)

      
    Y cuando llegó la democracia a tu pueblo, que decías, llevaríamos siete años de ayuntamientos democráticos, van y te plantan a ti allí, en el anfi­teatro, junto a la Ronda Fiscal, que no estaba mal y tal, por aquello de que tú eras primero orador, des­pués presidente de la Repú­blica, lo que fuera, pero pri­mero orador. Hasta el pro­pio Pepe Noja, recuerdo, el día de la inauguración dijo que nunca una obra escultó­rica suya había encontrado mejor ubicación. En el centro geométrico del anfiteatro queda una rejilla con pozo retumbante, contra el que los niños del barrio gritan “culo” y “puta”, reviniendo los culos y las putas abombados. Ese pozo de la voz empanada era tuyo, Manolo. Es la voz de tu voz, el hoyo de tu olla.



     Pero es que los símbolos, en estos casos, hay que saber hacerlos operativos, funcionales, y aquel auditorio, tal cual, era sólo para ti, hijo, por colocarlo en la esquina de mayor es­trépito, a ti que te gustaba tanto el «silencio alcalaíno». Gastaste mucho cemento. Creo que cuatro veces se hizo y se rehizo en parte aquella olla, que si el tono blanco o la inclinación circundante que se quería. Y después para ná, porque para arre­glarte el cuerpo, van y te plantan en la rotonda verde de espaldas a los que entran. Están poniendo en evidencia tu proverbial hosquedad, tu falta de hospitalidad, de aco­gimiento. No estabas nunca para recibir, dicen, y a los que tenías delante querías perderlos de vista. Eso hicieron contigo, a los que miras de frente les dices: ¡puerta! ¡puerta!



     Ahí te han colocado, mirando a Alcalá, de cara al dogma, defecto propio del orador, que en­sarta y ensarta sin ser interrumpido. Ahí no serás nunca interceptado por el relativismo de los que llegan, por las ideas nuevas de los que también piensan. Ahí estás tú en tu monocorde soliloquio de la sonora voz complutense, la misma que clamó encrespada en el Congreso, en teatros y circos, en ayuntamientos, en balcones, en los campos abiertos de Mestalla, Baracaldo y Comillas de Madrid. Tu escuela retórica fue el Ateneo. Ya te lo dije: primero, orador. Ahí está tu voz aislada, unívoca, sorda, dale que dale, de espaldas al flujo de la realidad, No lo digo yo, te lo es­tán diciendo tus incondicionales.



     Dejaste obra literaria alcalaína como para poder mirar de frente, así, a Alcalá. Además de tu pluma en los ricos periódicos locales —fuiste promotor de Brisas del Henares— y de tus referencias en El jardín de los frailes, tu novela Fresdeval transcurre en Alcalá. Hay que reconocer el fervor alcalaíno de tu juventud. Tenías treinta años cuando pronunciaste aquel discurso en el banquete de homenaje al diputado conservador alcalaíno Lucas del Campo (precio popular, 5 pesetas). Pisaste allí las palabras como huevos. Pero de ti dijiste: “Yo soy alcalaíno de raza, alcalaíno por los cuatro costados: tengo en mi casa una tradición de amor y de servicios prestados a este pueblo…” Pero con el tiempo, tu obra, como tu mirada, se hizo suburbiana, rebelde, crítica, la que ahora te eterniza y se oxida en la intemperie.

     
     


2.- Azaña colocado de cara a “Nuevo Alcalá”, al sur

     
     ¿Te acuerdas de aquel gran alcalaíno y alcalde que se llamó Huerta Calopa? ¿Te acuerdas? Te lo topaste un día en Madrid en la cuesta de Moyano, de libros ambos, y le espetaste que había tres cosas con las que no comulgabas: «La Iglesia, el Ejército y Alcalá». A poco rueda por la cuesta el bueno de don José Félix, a quien le faltó tiempo para divulgarlo.

    

      Ahora te han colocado de espaldas a Alcalá, como te corresponde. Nunca demos­traste, la verdad, excesivos entusiasmos por tu cuna: aquel provincianismo ram­plón, aquellos cinco años perdidos junto a tu hermano Gregorio en la fábrica de la luz y la Cerámica, que te hicieron saltar de aquí como un basilisco. Incluso cuando alguna vez te referis­te a la obra de tu padre, la historia más completa que de Alcalá se ha escrito, si no era lo tuyo desdén, tenía al me­nos el aire de estar de vuel­ta de todo eso. Nadie dirá que no está Alcalá en tu obra, pero no es el Alcalá de las esencias de los dos volúmenes de tu padre, es el tuyo el Alcalá coloquial y suburbial de los esquiladores de la Puerta de Madrid que hablan con las bestias, el de los pescateros y matarifes de la calle de la Pescadería, el de la soldadesca que sufre el tábano del prostíbulo de Carmen Descalzo, el del canónigo que murió de un atracón de sandía y aquel desvencijado personaje que, entre los restos del histórico naufragio universitario, recitaba a Horacio por las calles.



     En aquella tu visita oficial como presidente de la República no bajaste la ventanilla ante el aporreo insistente de aquella humilde mujer: “Yo le tuve en brazos”, e igual de gélido, miraste la Iglesia Magistral incendiada, cuya techumbre cayó sobre los sepulcros de Cisneros y Carrillo. No han parado desde entonces de buscar tus paisanos las Santas Formas Incorruptas. Y adjudicaste la autoría al fuego amigo, “¡Fuego de Dios sobre el Campo Laudable!” escribiste en tu Diario. Y ‘El Campesino’ de sonrisa meliflua se plantó ante ti de un taconazo: “A sus órdenes, mi presidente, le traigo 7.500 soldados”, los que desfilaron ante ti. Y empezaste a aprender el oficio de estatua en la plaza de tu pueblo, donde la iglesia sin la tapa de sus sesos la voló también el fuego amigo, dirás. Ese es tu sitio: de espaldas a Alcalá, como Dios manda y tú lo quisiste desde tu suprema ignorancia de Estado. Ahí quedas, sin embargo, mirando las barranqueras enormes de tu familia, el terruño de tu deserción.

        
     3.-  Azaña colocado de cara a la nueva Ronda Fiscal, al oeste


     Ahí, ése es tu sitio, ni nor­te ni sur, en el filo de la in­decisión, en los baldíos del compromiso, de perfil, nun­ca de cara. Impasible ante la dialéctica norte-sur, en los terrenos de nadie, ambiguo, en la clave de la disyuntiva. Lo dijo Salvador de Mada­riaga: «Alcalá es un horno en verano y una nevera en in­vierno: de modo que los al­calaínos están cocidos por el calor y recocidos por el frío, y así criados por ambas in­fluencias contrarias logran una singular impasibilidad. Las cosas no les dan ni frío ni calor... Tal era, en efec­to, la primera impresión que causaba Manuel Azaña. Era inmutable. Lo bueno, lo ma­lo, lo alegre, lo triste, todo parecía dejarle indiferente». Eso es, tu monumento debe ser el de la indiferencia, im­pasible el ademán, la mira­da ni a derecha ni a izquier­da, repartiendo un ojo a ca­da lado.

     
     Tienes una orientación dislocada. ¿Te acuerdas de aquella buena amiga alcalaína cuando te visitó en el Palacio de Oriente? Había unos cañones apostados en los balcones de cara al exterior. Tú, entonces presidente de la República, le dijiste que no sabías si aquellos cañones te defendían o te apuntaban. Tu espacio vital está dislocado, y en esa postura nunca diferenciarás los que entran de los que salen, daltónico, tú, de los sentidos de la marcha.



     4.- Azaña colocado de cara a la vieja Ronda Fiscal, al este

     
     Esa debiera ha­ber sido tu colocación: de espaldas al menor caudal de tráfico en­trante y de cara al mayor, De cara al parque que lleva tu nombre y que fue tu fin­ca. de cara al paseo de los plátanos gigantes, donde gustabas de pasear en compañía de tu buen amigo José Vica­rio, envuelto en la capa de buen paño, –tu “marqués de Cobatillas” y “nunca bien ponderado y siempre inescrutable amigo”–. Ahí, de cara al audi­torio que sigue siendo tuyo, que fue tu más luminoso ám­bito.

    
      Ahí estás bien, Manolo, de espaldas al Madrid de tus precipicios y vértigos, Tus espaldares pueden aliviarte, aunque la conciencia pesa más que el bronce que te conforma. Tu ancha espalda contra la capital invadida del “no pasarán”. Tu desdén homoplático contra tu desdén invadido, contra tu palabra invadida, contra tu jurisdicción personal y política invadidas. A paseo se vaya el Madrid de tu monumental contradicción y de tu revolución perdida, y maldita la hora en que un escritor de voz grave como tú, no cayera en libertad sobre el alevoso paisaje de aquellas calles de miseria y fuego, cuando el día de tu bronca calle no cabía en la atildada pluma de tu Diario de noche. Tu ética y tu estética se daban de tortas. Tu desdén madrileño llegó hasta tu amigo Vicario, alcarreño alcalaíno, ‘El Vicario de Durón’, así firmaba, al que ahora estás viendo bajo los plátanos. Fue a visitarte un día a la Presidencia del Gobierno, tal como le tenías dicho, y te oyó preguntar a la secretaria con tu voz indisimulada: “¿Qué quiere ese paleto?” Él nunca te lo dijo, él se tragó tu insolencia.



     Estás mejor así, dando la espalda a tanto como tienes que olvidar, incluso al capacho de tus intimidades y a tus madriles de boca de lobo y de tranvías chirriantes y electrocutantes, y así miras al diálogo de tu balance de Benicarló, a la ingenua Zaragoza de tus estudios jurídicos y a tu grito tardío de la ahogada Barcelona: ¡Paz, Piedad, Perdón!”, Allí, resistiéndote a mirar el desfiladero galo, clamaste: Todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo.



     Ahora te queda el arroyo más cerca en el horizonte de tu mirada fija, el de tu indiscreta infidelidad alcarreña, donde tu imprecisa campiña se disuelve. En esa entrañable perspectiva que lleva al paraíso de Guadalajara, ay, Manuel, en esa paz franciscana de la palabra y el ademán humildes, ahí hubieras evitado el Montauban de tu exilio perpetuo. ¿Por qué un alcalaíno de raza hubo de dormir una vez tan lejos?



                              JOSE CÉSAR ÁLVAREZ
                          



JCA miembro de la Institución de Estudios Complutenses,

Premio ‘Ciudad de Alcalá de Henares’ en Narrativa

y autor, entre otros de La disputada cuna de Cervantes y

Poeta en Alcalá.

www.josecesaralvarez.org


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