lunes, 25 de septiembre de 2017




En el paisaje de Justo y Pastor


     Los Santos Niños se nos escapan a muchos por andar sumergidos en los primeros días de la escapatoria de Agosto: el día 6. Justo y Pástor, mártires lejanos de Daciano y Diocleciano, en la neblina histórica de principios del siglo IV, diecisiete siglos nos separan y diecisiete siglos nos unen. Vais fundidos inevitablemente a la historia de la ciudad complutense y se queja el historiador de vuestra parca noticia. ¿Hay noticia más gruesa y sabrosa que los diecisiete siglos de abrazo incondicional e institucional? ¿Cabe más por saber? Pero es que los gacetilleros del ‘reality’ lo tienen crudo. Se sabe que entre los soldados romanos los había cristianos. Los centuriones romanos callan su fe pero obran en consecuencia, dicen, pero nadie puede hoy arriesgarse a vincular su participación en la siembra martirológica de Roma, como se ha llegado a afirmar. ¿Sabían los soldados cristianos arrancar la ira del pretor romano al darle noticia de los interrogatorios de quienes reafirmaban su fe? ¿Podían augurar los centuriones romanos cristianos la fecundidad de la sangre mártir? ¿Cómo puede entenderse la provocación de la ira de los soldados cristianos tapados? Los paparachi del ‘reality’ lo tienen crudo. La montaña de los diecisiete siglos de afecto les parece poco.

     Vino de Toledo en el siglo V, dicen, el obispo Asturio Serrano donde la tumba descubierta de los niños mártires y se quedó de obispo guardián. Era el Campo Laudable, las afueras largas, incontaminables de la romana Compluto. Eran Justo y Pastor mártires del propio Occidente al que pertenecían, el más representativo y cívico de la antigüedad, surgidos de las catacumbas ya luminosas del imperio. La verdad de su fe cristiana, aprendida de sus padres de Tielmes, afloraba en sus labios imparable, lúcida, lo que resultaba un insufrible descaro de mocosos provincianos ante el pretor que representaba la ‘Lex Romana’, inflexible y rotunda. Y Daciano dejó constancia cruenta de su Ley y de la ley de la sangre fecunda de la fe cristiana. La incontaminable distancia de su sepulcro contaminó el Burgo de Santiuste. En torno a su ermita crecía la ciudad. En el siglo IX llegaban los árabes y las reliquias de los Santos Niños ascendían geográficamente para conservar la integridad de su desintegridad. Las reliquias eran el recuerdo vivo de su muerte. Huyeron a Huesca, después al Pirineo, después a Narbona, y no volvieron hasta los tiempos de Felipe II en larga y saboreada procesión. Justo y Pastor, mártires y fugitivos durante ocho siglos. nunca huyeron de ser mártires, solo huyeron por haberlo sido.

      Entre la ciudad romana de Compluto que martiriza a sus niños y la ciudad musulmana de Al-Kalá, colgada en los montes del otro confín alto, cuya presencia ha ahuyentado las reliquias, entre ambas ciudades, la romana y la mora, se encuentra el Burgo de Santiuste, de San Justo, centro geográfico e histórico de las tres ciudades, una y trina. La ciudad que pudo y debió llamarse Santiuste, como célula originaria de la actual ciudad, no le fue impuesto su nombre por sus valedores, no lo decretó así la ciudad levítica, la de los fervores santiustinos. La primicia de la titularidad nominal la dejó para otros, la dejó pasar, la dejó brotar con toda naturalidad, sin que despuntara una posible inquina por sus niños emigrados.  Alcalá es una señora mora a la que se le cedió el paso por respeto y por educación, por dama mora de altura.  

     Desde el Apóstol Santiago el Mayor del 25 de julio, desde el día 26 siguiente de San Joaquín y Santa Ana, santos abuelos de los abuelos cristianos del mundo, pasando por el día 3 de San Dalmacio, octogenario mandatario de Constantinopla en tiempos de Teodosio el Grande, llegamos al seis de Agosto, casilla ardiente y menuda del parchís del santoral santiustino. El santoral grave se achica en corto espacio, se agudiza, se enternece y adelgaza, se hace infante. Justo y Pastor, miniaturas santorales de la forma, pareja inseparable de diamantes, fulgor miniado de siglos, gemas vidriadas del ‘sí’, del ‘sí’ que somos cristianos, agudezas de la reafirmación.  De seguro que estos insistentes niños habían sudado la gota gorda para arrancar de las márgenes del río la ‘liqueritia’, el regaliz, el ‘palolú’ de aquellos días.

     Dicen que fueron cronicones los que narran que en tiempo de Chindasvinto (s. VII) os nombraron “Patroni Hispaniae”, antes que lo fuera Santiago. ¿Santiago no fue obra de cronicones? No, eso no. Pero la extensión empírica de vuestra devoción y advocación de templos a lo largo de España y América no es piedra movediza, propia de cronicones, sino un insospechado vuelo de cimientos seculares que rompieron y ensancharon con asombro el genuino ámbito de su Campo Laudable por un motivo extraordinario.

     Justo y Pastor, dos gotas de sangre prendidas en el paisaje de la fe cristiana; patronos españoles de la verdad de niño que duele, que hiere, que no calcula sus consecuencias ni las escamotea; voces atipladas por la fidelidad a su cuerda. Decir tu verdad a las claras, reafirmar sin miedo lo que eres, lo que piensas, sin temor a lo que venga del que venga.  

     Dicen, ya no sé si cronicones, que Justo, el pequeño, animaba a su hermano mayor a afrontar el martirio. El de siete años animaba al de nueve. La miniatura que se minimiza en el orden de sus nombres. Y al mini-niño de los niños le dieron el sonajero de la torre de San Justo, la de Gil de Hontañón y Nicolás de Vergara, la torre grande del niño peque.         

José César Álvarez

Puerta de Madrid, 3.9.2016





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