domingo, 25 de abril de 2021

Los Colegios de Azaña y su casa triste

 

Los colegios de Azaña y su casa triste

          Se ha escrito siempre que Azaña fue alumno escolapio en Alcalá, lo cual hoy se pone en tela de juicio. Hubiera sido lo normal en un muchacho de finales del XIX ser escolapio, como lo fueron su padre y su hermano Gregorio y como escolapio lo era la mayoría de la muchachada alcalaína desde que en el curso 1862-63 las Escuelas Pías abrieron sus puertas a la docencia de la ciudad desde el emblemático y abandonado edificio de San Ildefonso de la  Universidad Complutense, derivada y derribada hasta la calle de San Bernardo de Madrid para ser allí Universidad Central. Aquellos aborrecidos edificios fueron rescatados de las manos privadas de quienes los habían adquirido ya en la Desamortización, por medio del esfuerzo épico consumado por la Sociedad de Condueños, de la que fue mentor y redactor estatutario su abuelo Gregorio, el notario liberal condecorado que prepara también el convenio con los escolapios. Por lo que razones para estudiar con ellos le sobraban por los cuatro costados. Y, sin embargo, Manuel Azaña estudió en el Colegio Complutense de San Justo y Pastor del número 6 de la Calle Escritorios, donde el primer día de párvulos no salió de debajo del pupitre de su hermano. Pero Manuel Azaña tomó afecto a aquel Colegio –“caserón prócer, muros desplomados, sobre el dintel armas en berroqueña, suelo de guijas en el zaguán”–, del que alardeó por su exquisita preparación literaria y de don Miguel, su admirado director, del que sorbió aires liberales y con quien llegó a identificarse por la ruina a que le sometía la competencia escolapia.

Ahora vamos a entrar en un aula del niño Manuel Azaña para juzgar después, vamos a entrar en un momento de su religiosidad desbordada. Tendría unos 13 años. Lo revive el propio Manuel Azaña en su libro del Jardín de los fraile:

Estando en el gran colegio complutense, vimos entrar en la sala de estudio dos curas, dos jesuitas, con sendos crucifijos en el pecho. La clase se puso en pie. Venían con el director a exhortarnos que asistiésemos a la misión aquella tarde; el director prometió por todos que asistiríamos. Temeridad mayor no la he conocido. Los mismos que nos prohibían salir solos y vigilaban nuestras lecturas o nuestros coloquios, nos dieron suelta donde soplaba el vendaval de las misiones, sin mirar que podía troncharnos. Estaba la iglesia Magistral tenebrosa; en las esquinas del sarcófago del gran cardenal, guarnecido de paños de luto, cuatro luces cadavéricas llameaban en lo alto de unos mástiles vestidos también de paños plegados, negros. No más alumbrado, fuera de las lámparas en las capillas. La turba anhelosa se apretujaba al pie del púlpito. En el caudal valiente de las palabras, en los acentos patéticos, reconocí al jesuita que nos había exhortado en el colegio. Predicaba del infierno. Amontonaba imágenes que al punto que se encendían y fulguraban, como quien saca de una leñera haces de sarmientos para meterlos en la lumbre. De las gradas de la capilla mayor se despeñó un prójimo voceando «¡Eso es mentira!» Repuesto de la sorpresa el jesuita atacó al incrédulo, descargaba tajos de retórica tremebunda, a todo evento y al montón, ya que no era posible hacer puntería en lo obscuro. Con sus denuestos acalló los gritos y sollozos de las mujeres y se remontó victorioso, cerniéndose sobre el auditorio impregnado de su emoción misma. De pronto sentí que todo eso iba conmigo por modo personal y exclusivamente; el jesuita vociferaba mi historia secreta…. El horror venía sobre mí...Con un vuelco de las entrañas me deshice en tantas lágrimas, que al volver a casa me escondí porque no advirtiesen las huellas del llanto.

     Pero en la casa triste de la calle de la Imagen 3 a la que vuelve con sus ojos húmedos, ya no están ni su madre ni su padre. El padre había muerto precisamente el 10 de enero de 1890, el día que Manuel cumplía los 10 años. Tenía entonces 39 años don Esteban Azaña , el que había sido autor de la Historia de Alcalá en dos profusos volúmenes y Alcalde de la ciudad, el alcalde del los monumentos de Cervantes y de El Empecinado. de la Plaza de Toros, del Paseo de los Pinos y del primer alumbrado eléctrico.

     Pero es que en aquella casa, en solo seis meses se doblaron los tres grandes árboles de la familia. Cuatro meses antes había muerto el abuelo y dos meses más atrás, Josefina, la madre, a cuya cama poco antes le acercaron “cayendo sobre ella como en un lago de aflicción”. En 1993 moría su hermano menor Carlos con quien iba al Colegio complutense.    

—Tú, nieto, irás a estudiar con los frailucos —le espetó ese mismo año su abuela Concha, la superviviente mayor de la familia, refiriéndose a los frailes agustinos de El Escorial, después de haber confirmado el nieto con un discreto “aprobado” su titulación de Bachiller en el Instituto Cisneros de Madrid, cuya calificación era inusual en su expediente.

     Fue entonces cuando Azaña, rememorando su vida, dijo que hasta ese momento no había visto un fraile. La memoria de don Manuel presenta contradicciones y esta podría ser una. Porque frailes recientes los tenía en los  dos  jesuitas que le hicieron llorar y confesar. Y ¿acaso no eran frailes también, frailes escolapios los que recibieron a los Jesuitas en el Colegio? ¿No podía estar en ese momento inconfesado en el Colegio de los Escolapios? Porque, fijándonos bien, le denomina “Gran” Colegio Complutense y se le escapa un tufillo delatorio de una crítica anticlerical, cuyas maneras estaban lejos de los tintes liberales de “su” colegio de Escritorios. Existen también referencias a las “aulas ildefonsinas”  y otros golpes que por obsesivos se vuelven sospechosos.

        Manuel fue un lector compulsivo de la gran biblioteca que sus mayores habían reunido en el fondo de la casa paterna y que pronto daría sus frutos como escritor. “El jardín de los frailes”, el librito donde Azaña se daría a conocer y que va impregnado de ricos aromas de la memoria alcalaína, pudo ser un titular que copió de Ortega cuando versó sobre El Escorial en aquel ciclo de conferencias de 1915 sobre lugares españoles, que abrió don Benito Pérez Galdós sobre Madrid y cerró Azaña sobre su patria “Alcalá de Santiuste y el Campo Laudable”, donde, en aquel Ateneo de Madrid del que era Secretario, puso de manifiesto su fondo literario y sus condiciones para la elocuencia. Lo que Azaña no pudo copiar nunca de nadie fue su propia vivencia en el Jardín de los Frailes, donde tenían las caldas: “ámbito vaporoso, sin límite,… uno de los lugares deleitables del mundo donde reina el egoísmo certero de las lagartijas.”

     Pero la salida del Colegio de los Agustinos donde estuvo cuatro años, se debió a aquel “botellón” inoportuno en que un grupo de alumnos fue sorprendido por el inspector, imponiéndoles como sanción que por aquello debían de confesarse. La reacción del alcalaíno fue frontal y definitiva:     

     —¡Yo no me confieso!

     —¿Qué te pasa —le dijo el inspector con ánimo de ganarlo y serenarlo.

     Pero la negativa del huérfano alcalaíno creció encrespada e insalvable.

     Y Manuel Azaña  superados sus arrobos religiosos, que los hubo, retornó al reducto de su casa triste, ensombrecida de tanta muerte, para concluir sus estudios de Derecho en Zaragoza.

     Cuando en 1937 viene a Alcalá como presidente de la República, don Manuel se mete en el caserío de sus referencias. Se asoma a la iglesia Magistral, perla patrimonial bruñida por la pluma de su padre y púlpito de su llanto infantil, ve con mirada glacial su bóveda hundida, quemada, expoliada, y

escribe por la noche en su Diario:

«¡Guerra y revolución en Compluto! ¡Increíble! El mundo se desquicia. Ya sé: ¡el artista padece más que nadie! Fuego de Dios en el querer bien. Elegía del campo laudable… Me detuve unos segundos para darme cuenta del destrozo de Santa María».

Y la autoría destructiva de ambos templos se la adjudica a la aviación enemiga, cuando todo quisque sabe que es obra exquisita de su incontrolada República. Inaudito. La culpa la tiene el «fuego de Dios», son ellos mismos. Ese es el juicio de la máxima magistratura «en terreno propio». Lo dice la pluma lírica, sin tregua, de su autovalorada alma de artista que no cesa. Azaña ya no es Azaña, Alcalá ya no es Alcalá y España es ahora la casa triste.

                               José César Álvarez

 

 



La niñez de Manuel Azaña Díaz, entre las casas originarias de los Díaz en Imagen 3 –con su salida trasera– y de los Azaña en Calle Nueva 10, tuvo las plazas de Palacio y de Las Bernardas como ensanche natural de sus juegos infantiles.

 

 

 



Foto familiar presidida por su docto tío Félix Díaz Gallo, a la izquierda los padres Esteban y Josefina con su hija Josefa, seguidos de sus hermanos Carlos, el hermano mayor Gregorio y de Manuel, primero de la derecha.

 

 

 


 

El joven Manuel Azaña, vestido de domingo, en el silencio de la “sepulcral” plaza de las Bernardas, creemos.

 

 


 

Manuel Azaña “en terreno propio”, visitando su ciudad natal en 1937 como Presidente de la II República.

 

 

11 de abril de 2015