lunes, 25 de septiembre de 2017



Los años cincuenta alcalaínos (2)

(fotos de Orthuys, exposición en Santa María la Rica





La calle Mayor



     La médula del Alcalá de los años cincuenta era la Calle Mayor, y no toda. Desde la calle de la Imagen a la plaza de los Santos Niños, era otra cosa, decaían los escaparates, el bullicio, la gente. Tenía una vida gris y anodina y tan oscura como sus carbonerías y sus noches de boca de lobo, sin luces. Las parejas de novios que osaban atravesar el túnel siniestro podían, al llegar a la plaza, haber perdido toda reputación, si es que antes no habían perdido ya otra cosa.



     La calle Mayor de los cincuenta era una calle uniformada. Era el uniforme vespertino del paseo militar en el que desfilaba el vocerío espontáneo de las jergas y acentos de toda la España chusca y racionada, cuando las perras gordas y chicas del bolsillo, arrejuntás,  no daban para un chato ni en El Cantábrico ni en el Marón ni en el Somosierra ni en el Cirilo, ni para un chispazo en el Quintín. Antonio Quiles, el del Bar Cantábrico, subido a una silla, abombaba el carrillo derecho con la lengua cuando rotulaba en su cristal testero: Hay callos. Así es que los militronchos, a falta de un trago, andaban y desandaban buscando un piropo liberador y reconfortante que estallaba inaudito bajo el soportal. Se ruborizaban las mocitas del uniforme de las Escolapias y de las Filipenses. Estas últimas con su lazo rojo adquirían un halo distintivo contra la austeridad del cuello blanco sobre el azul calasancio. Era el traje talar de la ciudad levítica. Don Manuel Cervantes, con teja, era una bola negra que rodaba por el zócalo de la fachada de El Hospitalillo, donde era capellán. Mi tío Pepe, oficial de telégrafos, me contó aquel telegrama de un soldado: “Apuesta ganada, vi cura más bajo que don Froilán”. Eran las parejas de guardias civiles, eran los alguacilillos de la noche, aquella pareja formada por Ramón y Bombao, los municipales del cuartelillo dominado por los bigotes alzados del tío Domingo.



     Pero eran las botas de largo repertorio las que infundían carácter: las brillantes de espuela; las de los artilleros; las de los guardias civiles; las de los pescaderos de la calle Mayor (La Rubia, La Avispa, el Guarro, y el Gordo), excitados de responsabilidad el día que llegaba el camión del pescado; las botas de los regadores, los de “la manga riega que aquí no llega”, el mejor espectáculo infantil de la calle, el arco iris, largo, curvo, inaudito. Por eso todos los niños de los cincuenta soñaron con unas botas.          



     Mis sueños de la calle del Carmen Calzado están envueltos en los pregones de la churrera, “calentitos”, de el niño de Irueste, la voz aflautada del viejo que vende miel y nueces. Sueños entre cascos de caballos percherones de la intendencia militar y el traqueteo de las llantas de las ruedas, todo mezclado con las campanadas del el Hospitalillo. Las voces de las sardinas frescas del Cantábrico no eran de la mañana, y las sardinas arenques eran una rueda de carro de radios de escamas plateadas en casa don Perfecto, Anselmo, Adolfo, el Paleto, Quer o Perfectín.



     A los soldados que llegaban a la peseta rubia se les permitía cantar entre palmas el Ay Tani que mi Tani o Francisco alegre y olé. La jota Tengo un hermano en el tercio era para solista y lo había. En la terraza del Bar Cantábrico que hacía medianería con nuestra casa familiar de Carmen Calzado abundaba Antonio Molina. Era la casa de reja negra de la fachada con azulejería andaluza en el vestíbulo y el patinillo al fondo con pila y enredadera. Ese patio del fondo era el que se inundaba de los cantaores contiguos que allí  flotaban invisibles y estruendosos. Supimos que alguna de aquellas voces enmudeció para siempre en la guerra de Ifni.

  

      Pero el espectáculo sonoro de la calle Mayor lo emitían los ciegos.  Los ciegos gemían a grandes voces su parto: ‘para hoy, sale hoy’, en pugna voceante y machacona.  Allí estaba Frutos, el Pellica en el alarido de su silla de ruedas, a quien le salió un hijo boxeador en el cuadrilátero de La Deportiva, allí estaba  la Antonia, Recio, la Elisa, Fernando el Ronquillo, a quien su hermana le dio ‘sobrino’ y lazarillo de por vida, Enrique Reina…



     Estaban las chufas regadas en el puesto surtido del señor Emilio, estaban las gavillitas de paloduz en el puesto de Retabé, estaban las novelas de recambio, y estaba Mendoza y Martín, diarios recaderos con la capital. Estaba la Continental-Auto que nos llevaba en persona a Madrid, a Alenza, y a cuyo Lancia le dejaban pasar por el ojo de Puerta de Madrid, incluido el bus de dos pisos, cuya alta tecnología ya no pudo ser emulada por los buses que vinieron.



     Estaba El Liguerín, padre e hijo. Ramón, el hijo, fue la alegría larga del soportal por sus requiebros flamencos. Puso un negocio de caracolas, que fueron las conchas que en los bares sirvieron aperitivos de sangre frita y pijotas trasnochás. Estaba El Chiroli en la postura de la época, arrodillado de vino en la plaza ante el altar de Cervantes. Y estaba la Rosario la Tonta, a quien le hacían pruebas de memoria que ponían en riesgo su título.  Y María la Aguadora le traspasó su dulce servidumbre a su borrica.



   (Continuará)                                                                         JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ   

                                                                                  Puerta de Madrid, 5.12.2015 


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