Se cumplen 200 años de la batalla del Zulema
El
2 de mayo se forjó el alma de los españoles, todos unidos por la misma
causa, la de ser ellos mismos. Todas las regiones y ciudades contra la
invasión napoleónica. Y Madrid conmemora con orgullo ser calle
amotinada, pulso y latido de un cuerpo grande, capital tumultuosa. Y,
metidos en nuestra guerra de la Independencia, Alcalá cumple este año el bicentenario de la batalla del Zulema de 22 de mayo de 1813, cuya memoria reconstruimos en este Monólogo del Empecinado.
—El ejército francés, en aquel entonces –inició el relato Juan Martín Díaz—, pegó aquí duro, muy duro. Se repetían aquí los saqueos, las violaciones, las vejaciones, las profanaciones. Había patriotas obligados a llevar ‘correos voluntarios’ contra los suyos, de quienes habían de taparse. Los franceses se presentaban en Alcalá siguiendo la línea del río Henares desde el puente de Viveros, en San Fernando, donde estaban fortificados. Su obsesión era pillarme por sorpresa dentro de Alcalá, y, demonios, que casi lo consiguen. Yo acababa de ser traicionado por los renegados, quienes al frente de El Manco –un hijo de perra al que le hice el torniquete en el campo de batalla y vendé su muñón, así te pagan, cabrones–, me habían robado varios depósitos de municiones que teníamos escondidos en los montes. Por eso, aquel fatídico veintiuno de Abril de 1813, hubiera sido una temeridad plantar cara a los franceses en toda regla. No podía, no podía. Además, eran 6.000 infantes y 2.000 caballos. Una nube. El caso es que antes de retirarnos, castigamos con fuego la vanguardia enemiga para distraer su entrada a la pobre e indefensa ciudad, en tanto la caballería se dejó caer en retirada hasta la Humosa y Armuña, llevándonos mamelucos tras nuestras espuelas. Pero de nada sirvió la maniobra, antes al contrario, ello fue motivo de venganza, dada la saña vandálica con que entraron en Alcalá. ¡Maldita la francesada! Sólo podíamos huir. Y los empecinados vagamos aquella noche por los cerros como almas errantes. ¡Pobres alcalaínos, pobres! No tendrán nunca otra noche más negra si buscan, más calamitosa y aciaga. Noche larga de alaridos largos: “los enfermos fueron levantados de sus lechos y perseguidos de bayoneta con saña, los templos profanados, las casas y graneros requisados y las mujeres violadas en grupos de siete en siete, quince en quince, veinte en veinte, y hasta de veintisiete, de que hubo algunas muertes”. Las monjas de clausura del monasterio de San Bernardo huyeron por los tejados. A culetazos fueron matados algunos, mientras que otros fueron arrojados vivos a los pozos. Los muebles más nobles de las casas fueron amontonados en las piras que se formaron en las calles y que ardieron durante toda la noche. Desde el alto de los montes las vimos arder impotentes, y, sobre todas, una tea descomunal que no acabábamos de identificar, pero que nos abrasaba por dentro de rabia contenida. Al día siguiente cuando bajamos, supimos que se trataba del convento de la Merced de la calle Roma. Al día siguiente cuando bajamos, los franceses habían tomado la carrera de Guadalajara y no habían dejado un mal mulo. Al día siguiente cuando bajamos, muchos de los hombres que me habían acompañado a cielo raso en el monte no encontraron la mirada esquiva de sus mujeres. Por lo que el día de mis “méritos monumentales”, si alguna vez los hubo, no me fueron atribuidos evidentemente al día siguiente cuando bajamos. El día por el que decidieron hacerme aquí monumento fue justo un mes después, el 22 de mayo de 1813.
Aquel
día, cuando quise darme cuenta, tenía casi metidos a los franchutes en
la cama. ¡Será posible! Me fallaron los correos, puñetas. Me dijeron que
ya habían cruzado
el río Torote. Recuerdo que para colmo de males, maldita sea, del salto
que di en el camastro perdí una chinela. No eran tiempos ni los había
para rastreos de tan baja estopa, por lo que me eché a la calle
cojicalzo. Me encontré al pueblo en la calle, de madrugada, pues había
habido toque de generala, y los voceros y atalayas pregonaron la visita.
El pueblo se había tirado de la cama en paños menores, como almas en
pena. Allí estaban espantados, legañosos, con el sueño y la noche rotos,
vociferantes desde ventanas y balcones. Nos gritaban, nos animaban, nos
conminaban: “¡Al puente, por Dios! ¡Al puente!”. Estábamos arreglando
deprisa los caballos, cuando, a la carrera, apareció en la Puerta del Vado mi santa madre en camisón, quien, postrada
de hinojos, me colocó la chinela perdida. No pude decirle palabra. Ni
tan siquiera enganchamos los mulos para arrastrar los dos cañones. Como
mulos al trote nosotros mismos los arrastramos hasta el puente Zulema
para pertrecharnos en los montes. Nos salvamos por los pelos, el puente
nos salvó. El puente salvó a los alcalaínos, porque desde las lomas
terrosas del otro lado habíamos aprendido a movernos como zorras. Desde
allí tramé la operación. Y esta vez, sí, esta vez, por mis muertos, que
no entrarían los ‘futres’.
Yo tenía aquel día 1.500 hombres y 500 caballos; ellos debían ser unos
1,200 infantes y 200 caballos con dos cañones de a ocho. Noté que el
enemigo había abierto una brecha en la mitad del puente y buscaba
seccionarlo como un brazo de gitano. No podíamos ceder un palmo. Luché
con mis hombres por el puente, era mi puente, el que tantas veces me
había salvado. En el fuego cruzado sufrimos tres o cuatro bajas, las
mismas que nosotros causamos al enemigo. Aquella mañana empezábamos ya a
controlar favorablemente la situación cuando en el horizonte, al fondo
de un campo de amapolas, apareció una raya parda alargada, incierta, que
bullía sanguinolenta, que se agrandaba . Era nuestra caballería
acantonada en Ajalvir, capitaneada por Mondedeu y alertada por el cañón
apostado en el pozo de la nieve, sobre El Viso. Fue entonces cuando
definitivamente los franceses huyeron río abajo y yo mandé seguirles sin
hostigar. No hubo más, os lo juro. Esta fue la tan aireada batalla del
Puente Zulema.
Sin embargo, los alcalaínos tenían muy cerca su noche negra, y,
al entrar yo en Alcalá de Henares, explotaba el delirio, me abrazaban,
me estrujaban y lloraban de emoción. Me subieron a un balcón corrido y
testero de la plaza del Mercado, y desde allí, mirándoles, supe que no
se me había olvidado llorar, cosa que no hacía desde mis días en
Castrillo, cuando niño. Lloré con ellos. Sus lágrimas eran de gratitud porque
no habían sido necesarios los escondites urdidos bajo el sobresalto, y
el miserable pan de centeno de esta guerra seguía en la alacena de
costumbre, y las mozas y mujeres granadas olvidaban los recovecos
insólitos de pajares y camaranchones. Y se habían ido los temblores y se
venía la risa, una risa acartonada, a mitad de camino, una especie de
risa etrusca, atascada por la emoción y por el llanto. Allí, a mis pies,
bajo el balcón corrido, tenía a todos los alcalaínos. Fue por su noche
negra por lo que tengo aquí monumento, porque conseguimos desvanecer el
retorno de ese fantasma que les atenazaba y que supuso el final para
siempre de los ‘futres’. Desvanecerlo de los adentros es otra cosa,
digo. Tres años después la ciudad me levantó un monumento de piedra
junto al puente Zulema, pero en la segunda noche negra de Alcalá, la de
San Lorenzo, en 1823, los realistas me derribaron cruelmente.
Durante
muchos años tuve estrado construido en la plaza Mayor en espera de un
bronce largamente deseado desde el corazón de los alcalaínos. Desde 1835
tuve sólo una cajonera de fábrica, un atisbo de monumento, un lugar
reservado. Pero en 1879, Cervantes ocupó el sitio de mi larga espera y
mi bronce fue ese mismo año a la plaza de la Merced,
donde está. He sido un monumento de va y viene, el más largo proyecto.
Mi definitivo monumento lo hizo un italiano, el mismo que esculpió a don
Cervantes. Pero, mientras que a éste se lo hace de cuerpo entero, a mí
me corta la cabeza y me la exhibe colgada en lo alto de un monolito. ¿No
estaría aludiendo el puñetero al final de mis días mortales en Roa? No
lo sé. Sólo sé que, aquí, el único que tuvo el monumento en vida, pese a
todo, fue un servidor, gracias a la generosidad de este vecindario.
¡Que bien me pagó Alcalá y que mal me pagó España!
José César Álvarez
Años de servicio
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Apodo
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El Empecinado
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Lealtad
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Participó en
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Nacimiento
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Fallecimiento
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20 de agosto de 1825
Roa, ( España) |
Ocupación
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Labrador
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Juan Martín Díez, llamado «el Empecinado» (Castrillo
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