Llovió
como el día que enterraron a Zafra. Llovió a mares en Alcalá y en
España. Llovió a manta y se inflaron alarmantemente el Henares y el
Jarama de nuestras proximidades. Precisamente el Jarama, siempre a dos
velas, y sin embargo señor, del que es siervo oficial el caudaloso
Henares. Y las crecidas inundantes
llegaron esta vez al Duero y al Guadiana, a las cabeceras del Segura y
del Guadalquivir, y, por supuesto, al Ebro, arrollador y estigmatizado
con el ‘zapaterazo’ al trasvase solidario. Es la vida insolidaria de los
ríos que van a dar a la mar que es el morir, porque sólo Franco hizo
cuenco con sus manos para retener el agua, y ya nadie le siguió, quedaba
feo. Agua que no se embalsa y agua que por seguridad se desembalsa,
como la de nuestro Sorbe, locura del agua que se viene y que se va como
la nochebuena.
Durante la Semana Santa
el cielo cayó con violencia, aunque con Alcalá la santa lluvia se
mostró permisiva, sin que llegara a poner en la ‘ciudad santa’ todas sus
complacencias. Pero en la España larga de la larga Semana Santa la lluvia apagó su bulla, y su imaginaría transida lloró con el llanto furioso del cielo.
Tú
Surgieron, pues, los paraguas. Decía Ramón Gómez de la Serna que “abrir
un paraguas es como disparar contra la lluvia”, mientras quería ver en
las varillas de su negro artilugio, ciertas analogías con su máquina de
escribir. Es el paraguas un bastón empuñado contra el cielo. El paraguas
es una cúpula individual y transportable, un refugio del ‘yo’, y por lo
tanto, competidor aguerrido contra los de su especie, ya sea en forma
de utensilio o de homínido empuñador. Es el paraguas un objeto
antipático del fondo de armario del hombre, que no ha sabido sustituirlo
por la capucha. Es prenda puntiaguda, pararrayos personal, artículo
articulado que se desarticula, adminículo que se ciñe incómodo a la
silueta humana, paquete olvidado, convoluto, bicicleta al alto, cuyos
radios en punta clavan al vecino como púas de puercoespín.
El
paraguas es el rey de los objetos molestos, el emir de las
arbitrariedades que el hombre porta en sus adminículos, cuya
prolongación no controla. Así, el bolso blanco, en banderola, que
portaba la dama de blanco de las cinco menos cuarto del Viernes de
Dolores –autobús ALSA con dirección a Madrid–, mientras recorría el
largo del pasillo en busca de asiento, golpeaba escalonadamente a los
viajeros con inconscientes y certeros bolsazos. O
los muchachos de abultadas mochilas a la espalda, que, inexpertos para
desenvolverse con sus gibas en la cafetería, arrollaban a sus vecinos de
barra. Todos ellos son avíos insensibles que no piden perdón, pero cuya
responsabilidad radica en sus magros portadores.
Los
paraguas resguardan de la inclemencia del cielo, aunque no todos tienen
paraguas. Los paraguas cubren la mera simplicidad del individuo, pero
cuando dicha simplicidad se desborda, ya no hay paraguas que valga. No
hubo paraguas ni para el Cristo de la Agonía ni para la Infanta de Urdangarín. Cuando los socialistas
gobernaban los balcones del Ayuntamiento de Alcalá, cedieron uno de
ellos al matrimonio imputado. Era la cabalgata de Reyes. Ahora los
socialistas amenazan con reconquistar los balcones perdidos.
‘Viva
yo’ parecen decir cada uno de los portadores del paraguas,
autoportadores de su palio móvil, de su bóveda de honores. “Viva yo y se
mojen los feos, que caigan chuzos de punta, a mí plin” parece decir,
uno a uno, la nube de inflados paraguas, amenazantes, confiados, sin
tener conciencia de su segura inseguridad, de la frágil armadura de su
aureola, que el viento en cualquier esquina puede volver ridículamente
del revés.
El
‘escrache’ es una lluvia violenta, oblicua, de izquierda a derecha,
revolucionaria, lanzada indiscriminadamente contra el enemigo político,
con quien se ensañan al ser sorprendido sin paraguas.
El
‘sí’ a la vida, sin embargo, es una lluvia fina y pacífica que ha caído
el último fin de semana sobre muchas ciudades españolas. Es lluvia
vertical, natural, fecunda, con manifestaciones tormentosas, que se
desliza sobre el paraguas de un Gobierno que se cubre de las
precipitaciones oblicuas que no cesan y busca el silencio que necesita.
José César Álvarez
‘Puerta de Madrid, 5.4.2013
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