‘El paseíllo’ del Cervantes que muere
Todos
los veintitrés de Abril va Cervantes y se muere. Y unos señores muy
tiesos vienen de punta en blanco desde el Madrid donde muere al Alcalá
donde nace. Todos ellos se citan bajo la espléndida bóveda cisneriana de
lacerías y atauriques que nunca miran. Por el contrario, el día en que
Cervantes nace los alcalaínos se van al Madrid donde muere y se
reencuentran en cualquier Corte Ingleés que ya tienen.
Cada
veintitrés de Abril que muere Cervantes ingresa en la Universidad de
su patria chica, esta vez para llevar de la mano al jocundo jerezano
Caballero Bonald y para que siga la fiesta de la palabra. Cervantes,
amigo de los amigos médicos de su padre que fueron maestros de la
Universidad, amigo de poetas de sus aulas y frecuentador de sus
correctores de erratas, no consta como alumno.
Muere
Cervantes todos los veintitrés de Abril y no muere porque “pasa a la
vida de la fama”, sin que hubiera de augurarlo aquel triste día
madrileño de 23 de Abril de 1616, que en realidad fue el día del
sepelio, cuando los restos mortales del alcalaíno Miguel, amortajado a
cara descubierta con el hábito de la Orden Tercera Franciscana, en la
que había ingresado por el convento de San Diego de su villa natal el
2-7-1613, era trasladado de su casa de la calle del León a la tumba del
convento próximo de las Trinitarias. Aquella iglesia de su última y
desparramada morada venía siendo frecuentada por él desde su ingreso, el
17-4-1609, en la Esclavonía del Smº. Sacramento, de la que fue miembro
activo. Pagó así Miguel a la Orden redentora que lo liberó de Argel con
lo único que le quedaba: sus propios despojos.
Que
el día 23 es día especial lo dice la gente que se arremolina en la
plaza de San Diego, disputándose los primeros puestos, conquistados
desde primeras horas de la mañana para ver de cerca a los Reyes de
España, que este año han sido Príncipes de Asturias.
Es
‘el paseíllo’ de los mejores días celtibéricos donde el Cervantes que
se muere no está ni se le espera, donde apenas se le conoce, y que, sin
embargo, está presente en los caracteres universales de sus personajes.
Todas esas personas pacientes y animosas de una y otra fila, que forman
paseíllo, que quieren tocar las burbujas de la fama y que se contentan
con su ráfaga efímera, quedaron retratadas de antemano en los tipos
eternos de su obra sin ellas saberlo. Ahí están las pastoras de sus
dehesas, los cabreros de sus montes, los que desde su orilla ven fluir
arroyos de perlas y rostros encantados, mujeres que gritan lisonjas o
chillan denuestos, hombres que buscan el eco de su voz y vocean para ahuyentar
los lobos, que son ellos. Es el paseíllo anual de la plaza de San Diego
un camino arrebujado de aldonzas y alcaides, de yangüeses y maritornes,
de venteros y altisidoras, de curas y barberos, de quijotes y sanchos.
Es el paseíllo del Premio
Cervantes de todos los veintitrés de abril un alboroto de cercanías
reales, de famoseos directos, de alternes de acera. Es el paseíllo de
Alcalá un acontecimiento clásico, fijado en el calendario nacional,
cíclico, feriado. Nada que ver con los paseíllos famosos y esporádicos,
estrambóticos, que han surgido en el panorama nacional, como el paseíllo
de Urdangarín en Palma de Mallorca, repleto de los clamores del juego
de mano; o como el paseíllo de Pujol, hijo mayor de Pujol, en Barcelona,
entre su cohorte de escribas convergentes; o como el paseíllo sin
pasillo de Isabel Pantoja
en Málaga, contra quien la justicia andalusí consintió la sobrepena de
una paliza. Nada que ver Alcalá con Palma ni con Barcelona ni con
Málaga, nada que ver.
El paseíllo clásico de Alcalá no es judicial ni justiciero,
aunque quiere ser justo, un premio de las letras españolas justo. Un
premio es lo contrario de un castigo, es una alharaca, no un escarnio,
en torno al “escritor alegre”, el alcalaíno Miguel de Cervantes, emblema
de la Lengua Española, orgullo complutense que se lleva de tapadillo,
sin convicción, como baratija herrumbrosa.
Muere Cervantes cuando se le lleva sin el orgullo de afectos que no se llevan, de localismos y nacionalismos que son de otros.
Muere
Cervantes día tras día desde hace treinta años por la inmersión
lingüística de vascos y catalanes, contraviniendo impunemente la
legislación que nos dimos, ante la impasibilidad de jueces y
gobernantes, en tanto sus dirigentes traidores por sedición se reúnen de
puntillas con Mariano para no hacer ruido en la capital de la España
que queda.
Muere
Cervantes todos los minutos de todas las horas de todos los días en la
ortografía horripilante de los ‘tuiteros’ de las redes sociales sobre
las que irradian la baja batería de su logse escolar y derivados, cuyo impositor pretende todavía ser oído.
Vive
y revive, sin embargo, la lengua de Cervantes fuera de nuestros
límites, principalmente en la densa humanidad de los Estados Unidos de
América, como un tornado de pujanza a través de las avenidas y cañones
de rotativos y cadenas, portando el inequívoco
y cantarino flujo de Cervantes, del que reniegan los que en este mundo
abierto sólo quieren ser vascos o catalanes, y que, con su infatuado
localismo, retornan a las cavernas de las tribus ibéricas.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 27.4.2013
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