PARÍS Y ÁFRICA
París siempre sorprende. Siempre
abierto, cosmopolita y monumental, París se debate entre su ser y su
devenir, entre lo inmutable y lo cambiante. Lo inmutable es su
formidable obelisco en la plaza de la Concordia, corazón de una grandiosa cruz, que limita al norte con la iglesia de la Madeleine, al sur con la Asamblea Nacional, ambos edificios como extraídos de la Acrópolis griega, y el eje transversal que va desde el Arco del Triunfo de l´Étoile,
tras los Campos Elíseos, hasta el otro Arco del Carrusel tras las
Tullerias. París es una geometría perfecta y colosal. Al igual que la
mediana del majestuoso puente de Alejandro III sobre el Sena está
señalada por la aguja de la cúpula de los Inválidos, “la grandeza francesa” napoleónica revivida sin complejos.
París
es una ciudad con vocación de imperecedera. Lo cambiante son sus
gentes. Puede que en sus colosales espacios llegue a caber África.
Porque a África la noté, como nunca, metida en sus calles. África te
cobraba en las galerías comerciales, en el taxi y en la cafetería del
Museo d`Orsay. Si preguntabas al conductor del autobús dónde estaba la
parada de Nôtre Dame o del Panteón, nada sabían decirte desde su mirada
ausente. África conducía el autobús y los autobuseros de París andaban
en otra onda, en otra cultura. Su mundo se articulaba en otras
referencias.
Una
tarde subí las largas escalinatas blancas que llevan a la plaza del
Trocadero. Había una concentración por los “sans patrie”. Me senté a
escuchar a los oradores. Fui bien recibido y pronto me llenaron las
manos de panfletos. Lo que no sabían es que elegí aquel lugar para
recibir una clase gratuita de
francés. Cuando los franceses hablan en público se les entiende todo.
El tema era serio, pedían la no exclusión y los plenos derechos para los
inmigrantes. Sin embargo, al día siguiente, una mujer árabe, arrebujada
en su mundo de velos y largos talares, detiene nuestro ascensor del
hotel, y al notar que no salíamos, se desliza discretamente hacia el
otro ascensor sin decir palabra. Ella sola se excluye.
Otro día, al anochecer, en torno a la Madeleine,
iluminado el peristilo frontal de su esbelta columnata, una gran fila
humana rodea su gigantesca mole y a ella nos sumamos. Se trataba de un
concierto abierto, como la propia ciudad, donde nos ofrecieron por
ensalmo entre una contagiante alegría, una soberbia sinfonía número 5 de
Malher y el Te Deum de Dvorak, cuyo libre donativo estaba reservado a la Asociación humanitaria Espoir sans frontères. Era otro modo alternativo de luchar por las desigualdades humanas. El Trocadero era una solidaridad hacia dentro y La Madeleine era una solidaridad hacia fuera, pero hacia dentro de su habitat cultural y sin desarraigo.
No me extraña, visto París, que el presidente de la República Francesa se haya mostrado en contra de las facilidades dadas a los extranjeros por el gobierno de Zapatero, quien desconocía que abrir arbitrariamente las puertas de España era abrir las de Europa. París es muy grande, pero África, a decir verdad, no cabe entera.
José César ÁLVAREZ
Marzo, 2006
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