Cuando se apagan los hornos de Roca
Cuando
se apagan los hornos de Roca es que algo nuestro se apaga. Desactivar
unos hornos de más de medio siglo de fuego es activar el desasosiego de
un montón de alcalaínos. No hay llama perenne, como creímos, sino llama
caprichosa y voluble. Cuando los hornos de la porcelana sanitaria de
Roca se apagaron es cuando hemos conocido en realidad la perfidia de su
fuego abrasador, su capacidad de exterminio.
Se
apagaron los hornos de Roca y se incendiaron los ánimos, acosados por
el trato humillante de número, de cosa. Se apagaron los hornos de Roca y
cavaron sus fosas 249 familias, sepultadas a la vera de las puertas
clausuradas de la factoría, como un cementerio civil, proscrito, fuera
de las tapias del recinto sagrado.
Tienen
la culpa esos hornos en quienes pusimos un día todas nuestras
complacencias. Creímos falsamente que aquellos hornos fueron los que nos
dieron el coche, el turrón de la Nochebuena, la bici del niño y la
playa estival. Pero fue aquella una falsa reconstrucción del nexo
causal. No había nadie distinto de ti mismo en la consecución de tus
objetivos. Nadie como tú, sólo tú en el propio esfuerzo de tu horizonte
personal. Ahora, con los hornos apagados, has mascado tu soledad
compartida, has conocido la auténtica perfidia de los hornos a quienes
entregaste tus mejores años, un fuego sin entrañas que ha quemado las
tuyas, una llama fantasmal y sin corazón. Tus malditos hornos han
acabado desahuciando tu horizonte, han incinerado tus naves y han
devastado el campamento de tus esperanzas, montado frente a tus hornos
de vida, a los que clamaste a quemarropa por que fueran incandescentes.
Vivimos
de unos hormos que se apagan. El fuego está al albur de los vientos que
van y vienen, que expanden o abaten, que se cruzan, que arrasan o son
arrasados. Es una guerra de vientos, de competencias e intereses. Y
nosotros nos vemos envueltos en una vorágine caprichosa como objetos
arrastrados, en tanto queremos reponernos del remolino y adquirir la
gravedad que requiere nuestra propia dignidad humana. Hemos de exigirla.
Se apagaron los hornos y se levantó el
campamento numantino que les hacía guardia. Sus guardianes vigías
querían ser el celo perenne de un fuego perenne. ¡Tanto amaban los
hornos de su vida! Desapareció el campamento bajo las murallas sin
almenas y el torreón truncado. Desapareció el campamento y los estetas
de obsesivas refulgencias que el 23 de Abril lamentaron en sus adentros
tan feo bulto ante tan guapa visita, ya pueden estar contentos para las
guapuras que puedan sucederles. Como los atlantes que sostienen las
columnas de nuestra primera fachada, los guardianes de los 124 días
sostuvieron el fuego encendido hasta sus límites, como servidores
heroicos de Vulcano. El mismo fuego que les dio la vida llegó a consumirles.
Era el año 1961 cuando la llama de Roca fue antorcha yl faro de atracción de 1800
nuevos alcalaínos, dentro del primer mapa industrial de los nuevos
nombres de la nueva Alcalá de aquellos días nuevos, cuando sobre el ralo
tapete del Alcalá de veintitantos mil habitantes nos entró aquel póquer
de ases que nos cambió la cara: Gal, Roca, Ibelsa y la Perlofil.
Ardían
entonces los hornos de Roca con inagotable voracidad, los mismos que
nos llegaron a secar los pinos históricos del contiguo parque O’Donnell
que plantara Azaña padre, lo que consentimos sin rechistar como tributo
de afectos. Y hasta acariciamos la valla de su carretera nacional, la
que convertimos en bancada corrida paseando su acera de baldosa rizada,
antes de que un concejal nos la enterrara. Desde allí asistimos al
espectáculo de la pasarela nacional de los desfiles de ‘seiscientos’ y
de los ‘dauphine’ y los ‘ondine’. Se cotizaba en la ciudad el sol
membrillero de la acera de Roca y su calidad de fila primera del foro
rodado. Un día sustituyeron a las personas por esculturas y pinos, y
aquella primera batida a favor del inmovilismo fue como un presagio.
Los
que aquí estábamos cuando Roca y sus ‘rockeros’ vinieron, hemos
presenciado el arco completo de su lugar privilegiado, el principio y el
fin de su cuadrado solar. Ahora que sus hornos se han apagado y la
incuria empieza a adueñarse del lugar, hollado por hirientes silencios,
podrían oírse sicofonías de las almas en pena de la ‘Tierra de
Ahorcados’, vieja denominación y servidumbre ancestral de aquel mismo
paraje, donde ajusticiaban a los reos. Se
oirán, pues, quejumbrosas lamentaciones por la injusta demasía del
garrote vil que sufrieron. Dicen que los lugares malditos vuelven a su
viejo ser.
José César Álvarez
www.josecesaralvarez.org
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