Manuel Azaña, alumno escolapio
Viene hoy a este Diario don Manuel Azaña por dos motivos: porque el 14 de Abril, fecha de la proclamación de la República, está ahí, y la conmemoración de los 150 años de la presencia escolapia en Alcalá, también están ahí. Fueron los escolapios los primeros religiosos de su vida, aunque en su descargo hemos de decir que en la diana de los dardos furibundos contra la Iglesia y su enseñanza, estaban siempre los agustinos de El Escorial, sus enseñantes posteriores. He rescatado un párrafo de su obra El jardín de los frailes, donde alude a su paso por los escolapios de Alcalá, y donde no se le puede negar al alcalaíno que fuera presidente de la II República, sus impecables maneras como escritor:
     Estando
 en el gran colegio complutense, vimos entrar en la sala de estudio dos 
curas, dos jesuítas, con sendos crucifijos en el pecho. La clase se puso
 en pie. Venían con el director a exhortarnos que asistiésemos a la 
misión aquella tarde; el director prometió por todos que asistiríamos. 
Temeridad mayor no la he conocido. Los mismos que nos prohibían salir 
solos y vigilaban nuestras lecturas o nuestros coloquios, nos dieron 
suelta donde soplaba el vendaval de las misiones, sin mirar que podía 
troncharnos. Estaba la  iglesia
 Magistral tenebrosa; en las esquinas del sarcófago del gran cardenal, 
guarnecido de paños de luto, cuatro luces cadavéricas llameaban en lo 
alto de unos mástiles vestidos también de paños plegados, negros. No más
 alumbrado, fuera de las lámparas en las capillas. La turba anhelosa se 
apretujaba al pie del púlpito. En el caudal valiente de las palabras, en
 los acentos patéticos, reconocí al jesuita que nos había exhortado en 
el colegio. Predicaba del infierno. Amontonaba imágenes que al punto que
 se encendían y fulguraban, como quien saca de una leñera haces de 
sarmientos para meterlos en la lumbre. De las gradas de la capilla mayor
 se despeñó un prójimo voceando "¡Eso es mentira!" Repuesto de la 
sorpresa el jesuíta atacó al incrédulo, descargaba tajos de retórica 
tremebunda, a todo evento y al montón, ya que no era posible hacer 
puntería en lo obscuro. Con sus denuestos acalló los gritos y sollozos 
de las mujeres y se remontó victorioso, cerniéndose sobre el auditorio 
impregnado de su emoción misma. De pronto sentí que todo eso iba conmigo
 por modo personal y exclusivamente; el jesuíta vociferaba mi historia 
secreta. Una mano saldría de las tinieblas y asiéndome por los cabellos 
me levantaría en alto, para que todos supieran de quién se hablaba. El 
horror venía sobre mí. Algo iba a ocurrir que yo no quería que fuese. Me
 resistía. ¡Oh! ¡Si cerrar los ojos hubiese bastado! Busqué asidero; 
quise durar más en la vida de entonces –¿no era aquello irse muriendo?–.
 No pude; rodé al precipicio; lo que no podía dejar de haber sido, fue. 
"¡Qué Dios os toque en el corazón!", clamaba el jesuita. No lo pidió en 
vano. Con un vuelco de las entrañas me deshice en tantas lágrimas, que 
al volver a casa me escondí porque no advirtiesen las huellas del llanto.
     Puede que esta experiencia le pesara cuando en  1933
 expulsa de la enseñanza a las órdenes y congregaciones religiosas, y 
firma el decreto de expulsión de los jesuitas, los que le hicieron 
llorar de niño. Pero el llanto alcalaíno de la Iglesia Magistral es más liviano que el sofocón  escurialense del Jardín de los frailes, reducto sensual que le hizo saltar al estudio doméstico de su calle de la Imagen. Cuando en 1937 viene a Alcalá como presidente de la República, en sus noches de guerra es capaz de escribir así en su ‘Diario’:
     Estoy
 en terreno propio. El Jarama, crecido, babea un agua rojiza, 
espumarajos y broza. Puente de Viveros: las frondosas moreras alfombran 
de hojas cobrizas la calzada. En la estación, una máquina, sola, suelta 
un chorrito de humo blanco que el viento disipa. Puente del Torote. El 
moto de la legua, el límite de los paseos con mi abuelo...
      Y don Manuel se mete en el caserío de sus referencias. Se asoma a la Iglesia Magistral,
 perla patrimonial bruñida por la pluma histórica de su padre, bóveda de
 su llanto infantil, quemada, hundida, expoliada, donde, con mirada 
glacial advierte que falta el sepulcro de Cisneros, para después decir: 
     ¡Guerra y revolución en Compluto! ¡Increíble! El mundo se desquicia.      Ya sé: el artista padece más que nadie! Fuego de Dios en el querer bien. Elegía del campo laudable. 
     Después, en la plaza de Cervantes reconoce la meliflua sonrisa de El Campesino, que le rinde honores militares. ‘Son siete mil quinientos’ le
 dirá, los mismos que después desfilarán ante el alcalaíno. Entre el 
gentío que le envuelve, una mujercita aporrea el cristal de su 
ventanilla: ‘Yo le llevé en brazos’. Pero su frialdad no le hace concesión alguna. Su glacial mirada va ahora a otro sitio. Me detuve unos segundos para darme cuenta del destrozo de Santa María.
 Mira sus muros almenados sin techumbre, y la autoría destructiva de 
ambos templos se la adjudica a la aviación enemiga, cuando todo quisque  sabe que es obra exquisita de su República. 
     Inaudito.
 La culpa del Alcalá mártir es del “fuego de Dios”, su enemigo. Ese es 
el juicio de la máxima magistratura “en terreno propio”. Lo dice la 
pluma lírica, sin tregua, de su autovalorada alma de artista que no 
cesa, la conciencia de sus noches, sin embargo, plácidas.        
                                                                       José César Álvarez
                                                        Puerta de Madrid, 20.4.2013



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