Bergoglio en Alcalá
     Cuando
 el cardenal francés Tauran salió al balcón a dar la ‘gran alegría’, 
todos los humanos –salvo 115 electores— eramos iguales en ignorancia; 
todos iguales ante la unísona oportunidad de oír y entender el nombre 
del nuevo papa; todos iguales al escuchar, sin ministerio de Igualdad 
alguno, que era argentino y jesuita, y saber después que pasó por 
Alcalá. 
     A
 San Ignacio de Loyola, el que fuera capitán de su propia Compañía, 
antes de serlo, cuando vino a estudiar a Alcalá en 1526, alguien lo vio 
tirado en la plaza del Mercado, vestido de harapos pidiendo limosna, y 
lo acomodó en el Hospital de Antezana. No había pasado un siglo y volvió
 con ropaje barroco para levantar la iglesia y el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús. 
     En
 1767, Carlos III, refrendado seis años después por el papa franciscano 
Clemente XIV, expulsó a los jesuitas de Alcalá, de España y de los 
dominios de Ultramar. Por eso, la noticia ha sido que el jesuita 
Bergoglio va ahora a la silla de Clemente con el nombre de Francisco.  
     Volvió
 San Ignacio a Alcalá en 1953 para levantar un nuevo edificio en el 
Campo del Angel, que dos años después ocuparía su Compañía. Era la Facultad
 de Filosofía de la provincia de Castilla, que acogió una juventud 
selectiva de castellanos, vascos, extremeños… (en el próximo año 2014 se
 prevé la integración de las cinco provincias en una: la provincia 
España)
     Aquel magnífico edificio, diseñado por los propios religiosos arquitectos,  destacaba en el medio del campo como un galeón varado. En su recreo de la tarde,  los
 frailes se desparramaban como un hacendoso hormiguero, salían al campo y
 visitaban las cuevas habitadas del Campo del Angel, se allegaban hasta 
las casucas del Olivar y tomando el camino de Santa Rosa, al otro lado 
de la carretera de Daganzo, visitaban a los niños sin escuela de aquella
 colonia, convocados en el puesto de trasmisiones del Ejército del Aire,
 o se llegaban hasta Camarma y le diseñaban al cura un altar de piedra, o
 se infiltraban en el Hospitalito, en la cárcel, en los colegios, en los
 cuarteles, en las fábricas, en el Seminario. Sus recesos conventuales 
eran una marea de negra y tesonera actividad, una jovial humanidad que 
irrumpía por todas partes.    
     
     En el curso 1966-67 y siguientes, el edificio albergó a la Universidad Pontificia Comillas, antes de que se dispersara por la Moncloa
 y se instalara definitivamente en Cantoblanco. En aquella época 
conviven en el edificio del Campo del Angel un plantel inigualable de 
profesores de filosofía: el padre José Gómez Caffarena, fallecido 
precisamente este febrero pasado, Andrés Tornos, Sanz Criado, Luis 
Martínez Gómez, Hellín, Gómez Nogales,  De
 Andrés… En el curso 1970-71 el edificio se consolida como residencia de
 jesuitas, comenzando las obras de adaptación del Colegio San Ignacio. 
Es en ese curso de silencio, con la Universidad
 huída y el Colegio todavía en ciernes, cuando el jesuita Jorge Mario 
Borgoglio, de 34 años, se instala en el edificio ‘Jesuitas Castilla’ de 
Alcalá, procedente de Argentina, para acometer con resolución, dentro de
 un grupo de 30 jesuitas postulantes, la ‘tercera probación’ definitiva,
 que se solía hacer en el extranjero y se realiza hacia los quince años 
de ingreso en la Compañía. Es
 la prueba definitiva para la toma de profesión, que dura de 6 a 9 meses
 y que Borgoglio cumplió en el curso 70-71, “eligiendo a Alcalá por su 
contexto ignaciano” y profesando el 22 de Abril de 1971. 
     Esa
 concentración y retiro espiritual e intelectual debía completarse con 
su apostolado en el entorno, lo cual no habría de diferir mucho del 
panorama ya apuntado. Bergoglio, hijo de ferroviario, cruzaría las vías 
del tren por la pasarela de la calle Torrelaguna, que después 
desplazaron al parque. Fue en aquellas fechas cuando los jesuitas 
reclamaron la usurpación de un tramo de la carretera creada por ellos y 
desviada en rutilante comba por la Universidad Laboral.
     De
 lo que no hay duda es que el jesuita argentino, ordenado sacerdote el 
año anterior, diciembre de 1969, en Argentina, dijo misa en la capilla, 
asistió a su espléndida biblioteca, jugó al fútbol en aquel campo, como 
buen aficionado, pateó su entorno en excursiones y que en la ciudad 
seguiría algún día el rastro de San Ignacio: el hospital de Antezana, el
 Cristo de los Doctrinos y la iglesia de Jesuitas. Ruiz de Galarreta y 
Alemany, dos compañeros de ‘probación’ en Alcalá, se han referido estos 
días a las excursiones que hicieron juntos y a sus virtudes, pero nos 
faltan los detalles de la labor social que dicen desplegó en Alcalá el 
ahora papa Francisco.  
     Rodrigo
 de Borja, antes de ser el papa Alejandro VI, también pisó tierra 
alcalaína y conquistó las américas del Vaticano en 1492. Pero Borgia no 
era Bergoglio, no lo era en modo alguno. Alejandro es nombre altivo y 
belicoso; Francisco, en cambio, lo es pacífico y humilde. Nada que ver. 
La huella alcalaína del papa Francisco nos reconforta en estos tiempos 
de tribulación, y nos induce a ir tras ella, tras su rastro, tras su 
hallazgo.
José César Álvarez
                                                    Puerta de Madrid, 23.3.2013    


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