Nacarino
—¡Agua! —exclamó Nacarino desde su cama del hospital.
—Ya sabes que te ha dicho el médico que no puedes beber —le contestó su hermano extrañado.
—¡Agua! —insistió el enfermo con mayor arrojo señalando las flores que le había traído su amiga Marijó.
El enfermo terminal que pedía agua para las flores había dejado su
juventud en la cárcel. Me entran ganas de cantar aquí una copla que yo
bien me sé:
Así le hablé a un pintor
cuando le pedí unos tonos:
dame rojos nacarinos,
dame nacarinos rojos.
—Me voy a morir —dijo Nacarino desde su lecho—, pero me muero muy
tranquilo, porque sé que no dejo ningún rencor tras de mí.
Hablaba
de los rencores ajenos. De sus propios rencores no pudo hablar nunca,
porque sencillamente nunca existieron. Recuerdo cuando recibió mensajes y
saludos del teniente general Pallás desde, también, su postrer lecho.
Fernando Nacarino murió el último Viernes de Dolores y se acabaron
nuestros largos encuentros de calle, imprevisibles paradas de hasta dos
horas, dale que dale. Yo pinchaba y él rajaba. Rajaba como un
Demóstenes. La última parada creo que fue en la calle Pescadería, frente
a su casa, él con la barra de pan en la mano, barra tardía a punta de
almuerzo. Ni la gravedad culinaria de aquella hora le sirvió de excusa.
—Algunos creen que esta calle se llama “de la Pescadería” porque traían aquí el pescado del Cantábrico —me decía.
Y te metía en la barca del río de su infancia dibujando los caminos de
su flora emergente, allá por Matillas y Aguas Verdes. O te metía en la
casa de la Cubana, en la quinta de Cervantes o en la casa de la Chata,
para servirte historias rocambolescas donde la realidad supera la
ficción, ahí mismo las tenías, someras. Sus observaciones iban desde las
del arquitecto a las del narrador costumbrista. O de cuando Nacarino
vivía en la calle Cervantes, donde estuvo después Benito el practicante,
y un señor de barba blanca le dijo que quién era ese Cervantes, el de
la placa. Y aquel chaval, indignado de tanta ignorancia, le recitó un
trozo del Quijote que había aprendido en la escuela. Al día siguiente
vio a ese señor en el ABC, era Miguel de Unamuno.
Nacarino fue siempre una cita aplazada. Le dejamos ir sin que cantara.
Dichosos los que le hicieron cantar. Pero cantó coplillas. Nacarino era
mucho más, era un cantaor de jondo y de fondo. Dejar morir a Nacarino de
esta manera es un delito histórico y literario. Como es también un
delito reivindicarlo sólo desde un lado, para dejarle orillado y
partido. No me gusta un Naca partido. Me gusta el Nacarino que es de
todos.
Los desbordamientos de la Semana Santa
El desbordamiento está en los bordes. En los bordes del litoral
peninsular e insular donde la gente recaló con mayor o menor fortuna. El
desbordamiento estuvo también en los bordes de las calles, que son las
aceras, donde la gente también recaló con mayor o menor fortuna para
presenciar el paso de las procesiones. La orilla de una procesión está
cargada de paciencia, de una larga espera penitencial. Hubo cristos
cumplidores. El Cristo que dicen “de los obreros” entró el miércoles en
la plaza de la Universidad dando la espalda a nuestro más emblemático edificio, pero alcanzando, a mi entender, la mejor visual de la Semana Santa alcalaína, al quedar el Cristo de la Esperanza
y del Trabajo ante el eje de la fachada, con el trasfondo de las
cálidas tonalidades de la piedra de Tamajón, que recibía el sol
mortecino de la tarde. Al día siguiente, jueves, el Cristo universitario
de los Doctrinos entró por la calle del Bedel en el sentido contrario
al anterior, abordando de frente y de noche a la Universidad con todo su empaque y tronío. Son dos conceptos sugestivos en los que ahora no puedo entrar, dos estampas diferentes.
Pero el Cristo que dicen “de las Peñas” desbordó todas las paciencias.
La cita era a las nueve y media. La gente se agolpaba en las
inmediaciones de la calle de la Imagen
desde las ocho de la tarde. Pero el Santísimo Cristo no salió, dicen,
hasta las once. Es mucha descortesía para tratarse de un cristo.
Y el viernes la Soledad
se quedó sola, sola procesionó en la tarde alcalaína. Perdida en su
soledad, Vicente Soto “Sordera” no llegó a tenerla a tiro hasta las
diez en punto de la noche. Fue entonces el Sordera, se asomó al balcón
iluminado del Corral de Comedias y, entre ayes y jipíos, tonante y
tronante, en plena vía pública, que hay testigos, increpó así a María
Santísima de la Soledad Coronada:
Aunque tengas muchas velas
no te puedes calentar.
De tu Hijo tienes frío,
mucho frío, Soledad.
Y se desbordaron también los muertos previsibles de esta semana de
Pasión, como se desbordó el Ebro, ahogado en su propia sobreabundancia y
anegando las voces sedientas de la solidaridad, que es el amor fraterno
de esta Semana Santa que se fue.
Piperos
Es, desde luego, una observación más a ras de suelo, pero que le doy relieve por venir de persona que visitaba la ciudad. Quizás nosotros no nos sepamos ver. A esta persona le llamaron la atención los piperos de Alcalá. ¡Qué cosas! Miraba con sorpresa la mecánica voraz de los piperos, absortos y compulsivos en el ejercicio de su mono, escupidores sin prejuicio. Cuando los piperos ejercen en reposo, dejan en el suelo montañas inauditas de su feliz aburrimiento. Cuando la procesión se terminó, la ciudad era una inmensa parva de cáscaras de pipa de girasol.
Puerta de Madrid, 14.4.2007
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