EL CONDE DE LEMOS
Don
Pedro Fernández de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarriá,
virrey de Nápoles, a pesar de arrastrar toda la altisonancia de sus
títulos, y los que aquí se omiten, era un hombre leve, sencillo, locuaz
según parece, y joven, frisando a la sazón la alta treintena de los
años. De ahí que no desmayara la fogosidad de su conversación con su
interlocutor, Juan de Tassis, conde de Villamediana, aún más joven
todavía. Pedro y Juan, ambos condes, ambos jóvenes y amigos, aunque en
circunstancias bien distintas, habían llegado a un punto crucial en la
conversación. La perspectiva del tiempo dirá que estamos asistiendo a un
momento histórico, allí donde el destino va a cumplirse favorablemente.
—Y
hablando de Cervantes –dijo Pedro girando la vista hacia el rostro de
Juan, interesándole su expresión en la respuesta de un asunto que no
sabía por qué se le había demorado tanto—, me interesa mucho tu opinión
sobre el Quijote, ¿lo leíste?
—Por supuesto.
—¿Qué te paareció? —insistió Pedro con avidez.
—¡Maravilloso!
—exhaló Juan con voluptuosidad—. Será un icono cultural de nuestro
tiempo. Y hasta un símbolo de identidad de España. Pero eso ni tú ni yo
lo veremos. Sabes, Juan, que no he visto nunca escribir prosa tan jugosa
y ocurrente. A mí me resulta como una escritura de voz grave, muy
grave, lo cual no quiere decir que sea oscura. Puede haber gravedad
clara y agudeza oscura. Esta del Quijote, puedes creerme, es una
gravedad clara y preclara. Grave porque
hace referencias a cosas antiguas como los Libros de Caballería, a
costumbres y tradiciones, a sentimientos nobles y a valores eternos; y
clara, por la precisión de la palabra, del giro, de los pliegues
caprichosos de la sintaxis. Sólo de la boca de un loco pueden salir tan
floridas parrafadas, que en otro contexto hubiera sido afectación de la
palabra. El Quijotr, Pedro, es la gloria de la palabra. Sancho
representa la historia acumulada de todo el realismo español. enfrentado
al idealismo puro de Alonso Quijano. Es la aventura de la dialéctica de
la vida entre sus dos lados, entre las dos riberas opuestas de la vida.
Don Quijote y Sancho, dos maneras de ver la vida y de cabalgar juntos.
—Celebro mucho tu opinión —replicó Pedro—, a mí el Quijote no sólo me hace sonreír, es que me hace reír a carcajada batiente.
—Es
una gran sátira —dijo Juan—. Mira… dos personas pueden vivir cada una
su propia vida en períodos de tiempo similares, sin embargo, no todos la
viven con la misma intensidad. En el Quijote hay volcadas carretadas de
experiencia de la vida, como si hubieran sido varias acumuladas. La
vida de este Cervantes ha tenido que ser intensa. Se forjó
literariamente con los artificios de su novela pastoril La Galatea, su
abundante obra teatral y su discreta producción poética, y sobrecargado
de la dura experiencia de su vida, nos ha sorprendido gratamente con la
aparición de Don Quijote,
que es la conjunción de sus dos experiencias, la vital y la literaria.
La experiencia, Pedro, no se repentiza, aflora cuando se tiene. La vida
la lleva y la trasluce, pero el oficio literario, que se trasluce
vigoroso, es más del que dice su obra firmada, es mucho más…
—Tengo entendido —interrumpió el de Lemos—, que a Cervantes le hizo escritor la batalla de Lepanto.
—Y
dices bien —atajó el de Villamediana—, porque en la naval batalla se le
estropeó la mano izquierda para gloria de la diestra. Así las cosas,
hubo de renunciar a su carrera militar. Las letras y las armas fueron
las dos orillas del río de la vida de Cervantes. Hubo de elegir
definitivamente la orilla que le dejaron, pero en el Quijote expresó de
forma clara la prevalencia de las armas sobre las letras, porque
aquellas hacen posible el desarrollo de las letras, porque las armas alcanzan la paz, y la paz es la mayor aspiración de los pueblos.
—El cincel, el pincel, la pluma –dijo
Pedro sin disimular su evidente concentración— son las distintas
herramientas de un artista distinto. Hoy, he creído notar que tu mayor
entusiasmo lo pones en la pluma, que esgrimes como poeta de alto estro
que eres.
—Gracias —contestó
el poeta noble con la mente puesta ya en otra cosa— ¿Sabes, Pedro, que
Cervantes dice que el comienzo de su obra lo obtuvo de un autor
aljamiado que dice llamarse Cide Hamete Benengelli? Y que según mis consultas, el término distintivo de Benengelli quiere decir algo relativo a “ciervo”, es decir “cerval,
cervato”. Es la misma técnica de Caravaggio. Ahora Cervantes es el que
se pinta en su propio cuadro, como lo hace también posteriormente al
intercalar dentro de su magna obra, la novela chica del Cautivo. Era
aquella una “nívola” biográfica sobre su cautiverio en Argel aludiendo a
“un tal Saavedra”. Esa objetivación del “yo” es otra genialidad
“pictórica” de Cervantes.
—Se espera que salga la segunda parte, la auténtica, claro —dijo precisamemnte el Conde de Lemos.
—Sí
—dijo Juan, el de la media villa, haciendo una larga pausa—. Y ahí
debieras de estar túúú —terminó contundente apuntándole con el dedo
índice como un sable insistente.
—¿Yooo? —inquirió largo el conde de Lemos, ignorante en aquel punto y hora de la gloria que le aguardaba.
—Recuerda
la dedicatoria que le ha escrito al Duque de Béjar en esta primera
parte del Quijote. Es una dedicatoria corta, pero su lectura resulta
larga, onerosa de cumplidos fatuos para un hombre que sólo entiende de
caballos y de galgos. En la segunda parte de ese auténtico Don Quijote que vendrá, ahí, digo, debieras de estar tú.
Hubo
un silencio largo. Ambos se quedaron mirando. Ni Pedro ni Juan, ni Juan
ni Pedro sabían en aquel momento, a causa de la sucesión lineal del
tiempo, que el Conde de Lemos había de ser al fin el benefactor de todas
las prosas que a Cervantes le restaran de por vida, dedicándole las Novelas Ejemplares, de 1613, la Segunda Parte del Quijote, de 1615, y su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de 1617, donde Cervantes, en su genial Prólogo,
escrito dos días antes de su muerte, habiéndole tomado querencia al
conde, a él se le dirige muriéndose a chorros. Comenzaría su magistral
pieza remedando unas viejas coplas —todavía le quedaba humor—, donde le
diría al noble que ahora guarda silencio, aquello de
Puesto ya el pie en el estribo
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta os escribo.
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