miércoles, 3 de diciembre de 2025



 


En la presentación que en Alcalá de Henares realicé de mi novela Voz de Bajo el día 12 de noviembre en la sede de la Asociación de Hijos y Amigos de Alcalá, la presentación que correspondió a José Carlos Canalda, le dio posteriormente forma de artículo, el mismo que aquí ofrezco y el mismo que él ha publicado en su blog. Le agradezco la lectura, estudio y ponderación que hizo de mi novela, señalando que tomé de su blog las siluetas que aparecen en la portada, contraportada y solapas de la cubierta. Son las cúpulas que son parte importante de la dignidad cantora de Lotario, el protagonista de mi novela. Gracias por todo, José Carlos.


VOZ DE BAJO, UNA NOVELA DE JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ

 

Antes de nada he de dar las gracias a José César Álvarez por haber confiado en mí, aunque he de confesar mis dudas acerca de si era la persona idónea, dado que cuando yo andaba casi en pantalón corto él ya estaba ganando premios literarios.

 

Y muy merecidos, ya que no sólo escribe muy bien sino que además es un orfebre del lenguaje. Estoy convencido de que de haber vivido en el Siglo de Oro él hubiera sido culterano, mientras que de haber nacido un siglo antes se codearía sin duda con los miembros de la Generación del 27, que no es poco.

 

Voz de bajo, la novela que hoy presentamos, tuvo una gestación compleja. Presentada al Premio Juan Valera de 2015, convocado por el Ayuntamiento de Cabra y la Fundación Cultural Valera, fue premiada y editada por el Ayuntamiento egabrense, que conforme a las bases se reservó los derechos de edición durante cierto tiempo. Cuando éstos terminaron y José César pudo reeditarla en una autoedición, llegó la pandemia y paralizó todo. Finalmente, diez años después de su primera edición, puede ser presentada al fin en Alcalá.

 

Voz de bajo es una novela compleja que es preciso leer despacio saboreándola, no tiene absolutamente nada que ver con los best sellers -barbarismo que aborrezco, salvo que use peyorativamente- escritos o más bien perpetrados- en plan industrial para ser leídos rápidamente y olvidados todavía más rápido. En su trama existen tres protagonistas entrelazados, que conviene considerar por separado.

 

El primer protagonista es Lotario, con nombre de reminiscencias carolingias y comportamientos quijotescos. Lotario, una buena persona a carta cabal, es un cantante clásico especializado en música litúrgica, un patrimonio musical impresionante con cumbres entre otras como la Misa Solemne de Beethoven o el Réquiem de Mozart, sin olvidar a compositores españoles como Tomás Luis de Victoria, Antonio de Cabezón, el alcalaíno de adopción -nacido en la cercana localidad de Valverde de Alcalá- Antonio Rodríguez de Hita o Hilarión Eslava entre muchos otros. Música por cierto hoy reemplazada -coincido con él en la crítica- por melopeas ramplonas. Pero ésta es otra historia.

 

El timbre de voz de Lotario es el de bajo, una categoría de voz masculina que siempre ha sido segundona por no decir tercerona, reservada en muchas óperas a los papeles de personajes malvados. De hecho, cualquiera con un mínimo de cultura musical sabría citar a varios tenores: Caruso, Gayarre, Pavarotti, Plácido Domingo, José Carreras, Alfredo Kraus... e incluso a barítonos como Emilio Sagi Barba o Marcos Redondo. ¿Pero cuántos bajos recordaría? Yo, lo reconozco, a ninguno.

 

Si embargo esto no es algo que importe a Lotario, ya que lo único que en realidad le interesa es dar rienda suelta a su vocación cantando para sí, y no para los demás, imbuido por un narcisismo en el que, a diferencia del personaje mitológico enamorado de su figura, él lo está de su portentosa voz y, en palabras del propio autor, sólo quiere oírse.

 

Porque la voz de Lotario es excepcional, descomunal, lo que se convierte en un grave inconveniente al no encontrar acomodo en ningún sitio viéndose obligado a ensayar en los lugares más inverosímiles, lo cual le condena a dar rienda suelta a su afición en unas condiciones casi de clandestinidad que le llevarán a unas situaciones insólitas y sorprendentes hasta que pueda conseguir su propio auditorio privado.

 

Las segundas protagonistas son las estatuas de Alcalá. Ya en 1976, hace casi cincuenta años, José César fue galardonado con el primer premio en la modalidad de prosa de la sexta convocatoria de los Premios Ciudad de Alcalá de Henares, convocados por el Ayuntamiento. Fue con La noche de las estatuas, un relato corto por exigencia de las bases en el que las cuatro estatuas existentes entonces en la ciudad -Cervantes, Cisneros, San Ignacio de Loyola y el busto del Empecinado- cobran vida y se ponen a debatir entre ellas mientras pasean por las calles alcalaínas. A mi me pareció un relato no sólo extremadamente original, sino además muy bien escrito.

 

Sin embargo no le faltaron críticas a causa de su “falta de realismo”. Como si hiciera falta renunciar a la fantasía cuando ya desde los mismos albores de la literatura ésta ha cabalgado sobre muchas obras maestras de la literatura universal empezando por la Ilíada y la Odisea, las dos epopeyas inmortales de Homero. Luego vendrían otras muchas como la Divina Comedia de Dante; los ciclos artúricos de los que derivarían las novelas de caballerías renacentistas, la ciencia ficción de su época; los Viajes de Gulliver de Swift, lamentablemente degradados a ñoños cuentos infantiles cuando se trata de mordacidad en estado puro; Frankenstein de Mary Shelley, masacrada por sus versiones cinematográficas; las Narraciones extraordinarias de Poe; la surrealista Alicia de Lewis Carroll apisonada en esta ocasión por Disney; Drácula de Bram Stoker, que compartió el mismo destino de Frankenstein; el angustioso universo de Lovecraft; la inquietante Metamorfosis de Kafka; la maravillosa -en todos los sentidos- mitología creada por Tolkien; los inimitables relatos de Roald Dahl, ahora anatemizados por los neoinquisidores de la corrección política...

 

Incluso en la literatura en español, pese a su presunta fama de realista sin fisuras, también existen numerosos ejemplos empezando por el propio Quijote, con episodios como el de la cueva de Montesinos, el de Clavileño o el de la cabeza parlante de Barcelona. También del Siglo de Oro son los Sueños de Quevedo, El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara o una curiosa segunda parte apócrifa del Lazarillo, también anónima pero de otro autor diferente, en la que Lázaro ya adulto naufraga en el mar pero en lugar de ahogarse se metamorfosea en atún, viviendo unas sorprendentes aventuras en un reino submarino habitado por estos peces, casándose con una atuna y teniendo hijos atunes. Si esto no es fantasía...

 

Tenemos en fechas más cercanas las conocidas Leyendas de Bécquer, e incluso a un adalid del realismo como Galdós que en los últimos años de su vida se pasó a la fantasía con armas y bagajes en los postreros Episodios Nacionales o en El caballero encantado, donde por cierto elogia a Alcalá; a Valle Inclán y sus Esperpentos; a Enrique Jardiel Poncela, maestro del surrealismo y el humorismo; a Wenceslao Fernández Flores y El bosque animado; a Jorge Luis Borges y sus inimitables relatos como El Aleph, El libro de arena y muchos otros; el realismo mágico, también nacido allende el Atlántico, cultivado por Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Alejo Carpentier y muchos otros; José María Sánchez-Silva y Marcelino pan y vino; Rafael Sánchez Ferlosio y Alfanhuí; Gonzalo Torrente Ballester y La saga/fuga de J. B.; Ana María Matute y Olvidado rey Gudú... y de forma más esporádica Emilia Pardo Bazán, Vicente Blasco Ibáñez, Leopoldo Alas Clarín, Juan Valera...

 

¿Y qué decir de las fábulas de Esopo, La Fontaine y los españoles Iriarte y Samaniego, donde los animales hablan? ¿O de los cuentos de Perrault y los hermanos Grimm, que antes de ser pasados por el tamiz de la censura eran mucho más crudos e incisivos?

 

Tradición que yo reivindico en la que entroncan con pleno derecho las estatuas redivivas de Alcalá imaginadas por José César y ahora desarrolladas con mayor profundidad con incorporaciones como la de Azaña, inexistente -e impensable- en 1976.

 

El tercer protagonista no es otro que la propia Alcalá, transmutada literariamente en Santiuste siguiendo una tradición literaria que previamente siguieran Clarín en Vetusta/Oviedo, Galdós en Orbajosa/Sigüenza, Gabriel Miró en Oleza/Orihuela e incluso el propio Azaña camufla el de Alcalá en Fresdeval.

 

Con independencia del nombre Alcalá es una constante en la obra de un complutense -o santustino- militante como siempre ha sido José César, cuya obra literaria rezuma Alcalá por todos los poros. Una Alcalá que, lejos de ser un escenario o un decorado, aparece reflejada en Voz de bajo con vida propia en la plaza de Cervantes, en los soportales de la calle Mayor, en las cúpulas de sus numerosas iglesias, activas partícipes en la trama, en el Henares, tan cantado por José César, en el cerro del Viso, en cuya meseta tendrá lugar un episodio clave de la narración... sintiéndola palpitar el lector a través de la piel de Lotario.

 

Todos estos elementos, que no son pocos, hábilmente mezclados dan como resultado una novela difícil de leer en el buen, en el mejor sentido de la palabra forzándote a hacerlo despacio, disfrutando a la par de su argumento y del dominio del lenguaje del que hace gala una vez más su autor. En resumen, una novela muy recomendable para leer.


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