martes, 23 de junio de 2020

Súbete la mascarilla



En la punta de la lengua



El alcalaíno Pedro Sarmiento de Gamboa




cronista, navgante, colonizador, cartógrafo, astrónomo, descubridor

de los Mares del Sur y de las islas Salomón, infortunado

explorador de la Patagonia, humanista que dominaba el Latín, poeta…






Súbete la mascarilla





     —Súbete la mascarilla, que se te ve la nariz —le decía una muchacha a su amiga en plena calle y a toda voz.

    

     Lo cual pienso que pronto se dirá en voz baja como un escondido percance. Y es que en el corto espacio de nuestras vidas, en la catarsis de los tres meses largos de confinamiento, nuestra nariz ha pasado a ser un culo que hay que llevar tapado. La geografía de nuestras intimidades y vestimenta avanza sin que haya que culpar a la Iglesia por los retrocesos del tapamiento carnal.



    Pero la genialidad de los últimos tiempos hay que cifrarla en Pedro Sánchez, quien solo él, en el nombramiento de su ministro de Sanidad Salvador Illa hizo rimar su apellido con el de mascarilla. Rima consonante de su absoluta autoría. Los que le cuestionan la autoría de su tesis le silencian ahora la autoría de su rima. No hay derecho. Y es que además su nombramiento ministerial va teñido de proféticas resonancias. Cuando nadie de los mortales aventuraba las futuribles y nunca  imaginadas peripecias de las mascarillas que de la China venían y no venían —y se iban y se iban—, Sánchez, conocedor de sus capacidades a la hora de formar Gobierno, ya intuyó la profética rima de sus jocosas derivadas. Y es que la historia de nuestro confinamiento, donde hemos sido record del mundo, es la Historia de la Mascarilla, Illa, Illa, Illa, una tremenda historia todavía inédita.



     La epidemia de ‘El gran catarro’ de 1580 se llevó por delante en España a más de un tercio de su población, al que siguió la peste de años siguientes. Pero, a lo que parece, en Alcalá fue más mortífero ‘el catarro pestilente’ de 1599. En ambas ocasiones el pueblo se congregó ante la imagen de Santa Ana de la iglesia del Convento de Mínimos de Santa Ana de la plaza de la Victoria, porque en ambos casos, al llegar su festividad del 26 de julio, quedaban los males clausurados. En la solemne función religiosa de 1599, tanto fue el dolor del que se liberaban que el municipio hizo voto de repetir cada año su gratitud solemne, compromiso que declinó años después.



     En principio, los frailes del convento de Mínimos de San Francisco de Paula se habían alojado en Alcalá por los aledaños de los Agustinos de la calle Roma (Colegios) en un convento estrecho, que ensanchó don Bartolomé, secretario y joyero de Felipe II. El matrimonio formado por Don Bartolomé y Doña Ana quiso también ganarse el cielo al donar los anchos dominios del convento de la plaza de la Victoria a los frailes estrechos, adquiriendo a su vez las casas de las monjas carmelitas que se fueron a la calle de la Imagen. La condición de los fundadores era que la nueva advocación del convento había de ser la del nombre de la fundadora. Así fue como en 1578 vinieron a llamarse anchamente ‘Mínimos de Santa Ana’. Y la imagen de Santa Ana era nueva en la plaza, primeriza por muy abuela que fuese, inédita de favores, por lo que en ella se concitaron las ansias de las orantes.



     La devoción a Santa Ana cundió y su nombre llegó a extenderse hasta la Puerta del Postigo y dar nombre a su plaza. Pero se extendió más, mucho más, el alcalaíno y descubridor de los Mares del Sur, Pedro Sarmiento de Gamboa llevó a Santa Ana hasta la Patagonia, llegando a pie al fuerte que llamó Punta de Santa Ana, lo cual no está nada mal. La expedición de 1581 de Sarmiento de Gamboa al Estrecho de Magallanes estableció su provisión de vituallas y enseres en plena peste de Sevilla, por lo que Gamboa temía sufrir en el largo viaje una gran mortandad entre los expedicionarios, incidencia que no se dio, pues  la causa de las bajas en el viaje se debió principalmente a los naufragios y deserciones, llegando en 1584 a su destino 334 navegantes. La devoción de Gamboa a Santa Ana se evidenció en su homenaje en aquella hosca tierra de Punta Ana, alcanzada a duras penas con soldados y colonos, que en sus 300 km. a pie pusieron de manifiesto una debilidad que la arqueología ósea descubrió por la huella de sus infecciones del ‘Gran Catarro’ y de la peste.



      Suerte que nosotros no tenemos ahora Patagonias pendientes de conquistar que nos pongan en evidencia. Nuestro Gamboa de la gran travesía ha sido el Doctor Fernando Simón, que nos ha leído la cartilla a diario en la cubierta de nuestro barco. Pero el Doctor Fernando Simón es un vivo ejemplar del ‘Gran Catarro’. Lo cual no lo digo porque lamentablemente lo sufriera, sino por sus afónicas secuelas de raigambre. Es miembro aspirante a integrar mi proyecto polifónico ‘Coro de los acatarrados’, donde entrarían tan altos personajes como Rouco Varela y Vidal Quadras. Al Doctor Simón solo le falta encomendarse a Santa Ana, alivio del ‘catarro pestilente’ de nuestra ciudad. Y esa devoción no sería para recuperar su destreza a bien contar, que eso no lo arregla la santa, como tampoco su timidez por reconocer sus record mundiales, sino porque el catarro le fue a los huesos como a los de Punta de Santa Ana.







     

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