martes, 23 de junio de 2020

Sobre las lágrimas del palacio perdido



Sobre las lágrimas del Palacio perdido


 La exposición del MAR y la apuesta de ARPA

 
 
 


     Un plumilla puede crear y recrear la cosa, pero puede ocurrir que no llegue a la cosa porque te pueda, te supere. Y eso segundo me ocurrió cuando Carlos Clemente, rebosándole los entusiasmos y los conocimientos por todos sus poros, me explicó la exposición en un MAR de espumas que lleva por título: “De Palacio  a Casa del Arqueólogo. Pasado y futuro del Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares”, donde, de entrada, suena a devaluable todo lo que no sea anunciar: “de palacio a más palacio”.

 

     Era allí un mar de las espumas palaciegas, donde la arqueología toca la ruina, y por tocarla, la exhibía como gloria. Era allí la genialidad técnica de la anastilosis, un ensamblaje de elementos recuperados en que se combinaba el dibujo y la piedra certera, compensando su peso entre bambalinas. Eran allí los libros expuestos que estremecen tal que el Fuero Viejo de Gonzalo García Gudiel, buscando con ello diacronías y mitras, y de paso mostrar que hay ancestros íntegros. Era allí el recorrido de los tres espacios de los tres colores y las tres perspectivas bien distintas. Era allí el video andante del palacio rescatado y la reproducción de sus tres patios mágicos: el de Fonseca, el del Aleluya y el de la Fuente. Y uno constata en este mar de espumas, los siguientes espigones y  seguros amarres:  





     Que ARPA es una joven asociación alcalaína que no ha defraudado y ha roto aguas. La Asociación para la Recuperación del Palacio Arzobispal ha abandonado el llanto quejumbroso del alcalaíno que llora su palacio perdido, se ha puesto en pie y ha domeñado voluntades municipales y eclesiales, autonómicas y estatales, de tal manera que el motivo de su llanto se ha conocido y reconocido. Y su firmeza se ha impuesto pese a los descreídos.



     Que se ha constatado que el Palacio estaba bajo tierra. A pesar de todo lo que se conocía, como el almohadillado de la escalera de Covarrubias, las columnas del patio de Fonseca en la casa de Cervantes, los balaustres cilíndricos de la famosa escalera, la pilastra que iniciaba el tiro de escalera a la capilla del Seminario, el escudo de Fonseca entre dos ángeles… pero en general el palacio estaba enterrado y ha habido hallazgos que revelan su  consciente enterramiento.



     Que existe una maqueta del palacio perdido que por sí misma justifica la exposición. Se domina el escenario. Hay miles de planos. Se sabe lo que hay y lo que falta. La exposición es un acopio generoso de recursos diversos, donde se va a por todas por todos.



     Que hay un proyecto de un parque ilustrado, todavía en ciernes, pero dominado por una Casa del Arqueólogo, donde, al contrario de lo que parece, va a clasificar vida con un restaurante y cafetería, un salón de congresos, aulas de encuentro, jardines… Y sobre todo, allí vivirá en su propia casa el criterio del arqueólogo. Ocho siglos del señorío de la mitra toledana más la almunia califal que la precede es el estudio que se propone. Todo ello es cosa que nos supera. “Yo no lo veré” dijo el anfitrión de su proyecto. No hay mejor defensa que un buen ataque. Y el proyecto es el ataque.



     Ha cundido estos días el equívoco de que el Palacio ha sufrido la incuria y el olvido desde el día que se quemó, aquel fatídico día 11 de agosto de 1939, cuyas causas también se marginan. Nos hemos instalado en el impersonal “se quemó” y ahí nos quedamos. El fuego duró diez días y la idea militar de bombardearlo para seccionarlo hubiera sido un acierto por el que se hubiera salvado la joya del Salón de Concilios, “las Cortes de Alcalá”.





     El propio título “De palacio a casa” también se presta al equívoco y es una expresión que anuncia un proceso devaluador, de ir a menos, cuando nunca ha dejado de ser palacio. Huelga decir que en la parte alcázar hoy mismo se alberga el palacio episcopal, funcional en su fachada de piedra y monumental en su parte mozárabe de ladrillo, fruto de una importante remodelación al ser nombrada Alcalá sede episcopal. Que antes fue internado de niños de padres emigrantes. Y que antes, después del fuego, fue Seminario Menor, para lo que se llevó a cabo la rehabilitación estructural más importante, siendo cerrada su fachada occidental con la sillería de otro fuego, el de la iglesia de Santa María. Y antes, cuando le llegó el fuego, era el Archivo General Central. Ardió el contenido de media historia de España en legajos y ardió el continente de un palacio de ensueño de la mitra toledana.  



     Nos cuenta Ángel María de Barcia, archivero que aquí se inició en los años sesenta del siglo XIX, que el famoso padre Cirilo —que no es otro que el Cardenal Cirilo Alameda y Brea, OFM—, que no tenía ni para retejar el palacio, se lo cedió al Estado exigiendo en el contrato como precio se respetaran los escudos en piedra, madera, hierro, escayola, en postigos y vitrales…Y dice nuestro testigo que, sin embargo, “se decerrajaron (sic) a miles” en la rehabilitación de los salones. La Iglesia se reservó la propiedad de todo el palacio, junto a algunas dependencias, y el derecho a ocuparlo con solo pagar lo invertido. Como el Estado gastó allí de largo, el retorno eclesial, decía Barcia, solo podría realizarse el día del Juicio Final. Pero no, Barcia, como la paloma, se equivocaba, porque su devolución fue en 1943,

en que el Estado se lo devuelve inservible a la Iglesia y fuera de contrato, arrasado el precio de sus escudos.





     El proyecto que el Museo Arqueológico exhibe ahora es el de la fiesta de su retorno, ya que el Estado en su versión autonómica volvería a tomar el Palacio bajo la cara de ARPA, lo cual no casa bien del todo, ya que esta Asociación nació para la “recuperación del palacio”, y un Museo Arqueológico, rebajado a casa, es la muestra gloriosa de la ruina, de su propia ruina



     Allí, en el Seminario, antecediendo a la rectoral del balcón central, existía entonces todo un muro frontal con la sillería ilustrada de la escalera de Fonseca. Cuando subíamos en filas a las camarillas a dormir, yo miraba a dos angelotes desnudos de Covarrubias que caían a mi altura, queriéndoles arrancar la sonrisa que no tenían. Todas las noches me miraban hieráticos y desconfiados, y sus miradas seguirán inmutables por algún sitio.



José César Álvarez

www.josecesaralvarez.org

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