miércoles, 8 de noviembre de 2023

Cervantes, Avellaneda y Lope

Cervantes, Avellaneda y Lope




Dibujo de Ignacio Sánchez de la estatua de Cervantes en Alcalá, obra de Carlo Nicoli Manfredi.


 Portada del Quijote apócrifo de Avellaneda de 1614 

 
      Alonso Fernández de Avellaneda fue el tapado y taimado autor que se anticipó a la segunda parte del Quijote, es el falsario conspirador de Cervantes, cuya loa no cabe en esta ciudad. Un celebrado poeta de nuestros días elevó la voz contra este personaje por creer que a él se refería la “travesía de Avellaneda” que va de la calle Escritorios a la de Trinidad, antes llamada callejón del Embudo. Pero se equivocaba nuestro poeta, porque el nombre del citado callejón se refiere a Alfonso de Avellaneda, un prócer alcalaíno del siglo XVIII que legó toda su fortuna a la fundación de la Escuela Pía para niños necesitados. Y creemos que a este insigne mecenas debe referirse el titular del IES Alonso de Avellaneda, porque no cabe aquí homenaje alguno al suplantador cervantino. El alcalaíno es Alfonso y el suplantador Alonso. Sin embargo, constatamos que Alonso también ha suplantado en Alcalá a Alfonso, a Alfonso Pablo de Avellaneda y Peñalosa. 

      Hoy nos vamos a ocupar del enmascarado cervantino, porque sigue siendo un misterio quién fuera el que se escondió bajo el falso nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. No era la primera vez que un libro de éxito inspiraba la aparición de dobles. Eso ocurrió con La Celestina, el Lazarillo de Tormes, la Diana de Montemayor y el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, a quien en este caso alguien también se le adelantó con la segunda parte. Pero es que, en el caso de nuestro desdichado y envidiado alcalaíno, se concitan una serie de falsías que no se dan en los casos aludidos y que afectan a su vez al permiso de impresión, a la aprobación del libro, al nombre del impresor y al lugar de publicación. Pero el misterio se cernía en la persona o personalidad que se escondía tras de la máscara del nombre de Avellaneda, misterio que todavía perdura. 

      Avellaneda dijo ser de Tordesillas y la crítica le ha identificado siempre como anónimo aragonés por sus modismos. Su Quijote despliega sus mejores aventuras por Zaragoza, Sigüenza, Alcalá de Henares y Madrid. Su autor sabrá por qué. Pero Cervantes sabía muy bien quién era Avellaneda. Su mayor venganza fue no sacarle del anonimato. El cervantismo, uno a uno, ha ido tejiendo una nutrida avellaneda, cuyos avellanos más sospechosos, posibles autores del Quijote falsario, podría recaer en uno cualquiera de esta larga lista: fray Andrés Pérez, Juan Blanco de Paz, fray Luis de Aliaga, Lope de Vega, Quevedo, los hermanos Argensola, Alfonso Lamberto (tesis de Menéndez y Pelayo), Cristóbal de Fonseca, Liñán de Riaza, Guillén de Castro, Alonso de Ledesma, Castillo Solórzano, Vicente García (rector de Vallfogona), Jerónimo de Pasamonte, Baltasar Navarrete, profesor en Valladolid, tesis última de Javier Blasco, etc 

      Martín de Riquer, en 1988, se decantó por Jerónimo de Pasamonte, en su trabajo Cervantes, Pasamonte y Avellaneda. Resulta que Cervantes y Pasamonte son largo tiempo compañeros soldados, incluso en Lepanto. Pasamonte tuvo peor suerte y estuvo de galeote cautivo de los turcos durante 18 años. Al llegar a España escribe la primera versión de su Vida, cuyo manuscrito, de mano en mano, llega a Cervantes, quien lee su descripción de las batallas libradas y conoce cómo se apropia el autor de gestos que a Cervantes le correspondían, como luchar en primera fila cuerpo a cuerpo, aun estando enfermo, en el esquife de La Marquesa. Cervantes le satiriza en la primera parte en el personaje Ginés de Pasamonte, donde de galeote de los turcos, lo convierte en galeote encadenado por la justicia española, cercenando así al escritor intruso la publicación de su definitiva Vida al quedar ridiculizado. La venganza de Pasamonte por ello y por los “sinónimos voluntarios” propinados fue la de convertirse en Avellaneda. Cervantes vuelve a acordarse de él en la segunda parte.

      Pues bien, después de que creíamos saber quién se escondía detrás de Avellaneda, se ha demostrado su imposibilidad por cuestión de fechas. Se ha insistido, sin argumento definitivo, que contra Cervantes formaron tándem en este negocio Pasamonte y Lope de Vega, a quien en todo caso se le atribuye el prólogo, que así dice:.

      …sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas… No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos… pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar…¡y plegue a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado! Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas: no nos canse.

      A Lope de Vega se le ve la mano, la mano que oculta, la mano que le falta a su rival, de la que se mofa, la mano de su insultante soberbia. Y es que no puede aguantar que la obra de Cervantes se traduzca con éxito a otros idiomas, mientras que la gracia que a él sí quiso darle el cielo, su fecundo verso, se estrelle contra las fronteras por su rima intraducible. Cervantes se defendió con dignidad de sus ataques. El 31 de octubre de 1615 escribía el prólogo de la Segunda parte de la vida del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, autor de la primera parte, y empezaba así:

      ¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.

      Don Quijote se topará en una venta con dos lectores que están leyendo las necedades de las aventuras falsarias de su doble aragonés, del que Cervantes, sin embargo, tomará el personaje de Álvaro Tarfe para confirmar la falsedad urdida.

      Algo es cierto, y es que tras el Quijote de Avellaneda se oculta un escritor de campanillas, sea quien sea. Tiene oficio por su dominio del idioma, pero no llega a las dimensiones de Cervantes. No sabe continuar el enorme bagaje que esconde Don Quijote, y menos todavía llega a comprender a Sancho, convertido en un bobo. Ya en los versos introductorios del autor, cuando anuncia las “segundas sandeces sin medida del manchego fidalgo Don Quijote” está ya desbarrando del original. A su paso por Alcalá, entre el hidalgo y el escudero va una mujer –ya son tres–, y en tan jocosa relación se rompió el decoro proverbial de Cervantes en que queda sin cubrir el rubor humano, como a él le gustaba.

     Hubo un conocido alcalaíno que afirmaba con firmeza que Avellaneda era el propio Cervantes. Y lo basaba en el conocimiento que de Alcalá tenía al pasar por aquí, visitando la posada de El Diablo, fuera de la Puerta de Madrid. Además de lo ya dicho, hemos de rebatir tal hipótesis diciendo que Lope y otros conocían Alcalá por haber estudiado aquí, agregando como definitiva esta perla que encontré en el Capítulo XXVIII del Segundo Tomo… de Avellaneda, donde menciona la “cortes alcaladinas”.

      Esta jocosa alusión a las cortes de Alcalá era una resonancia que todavía guardaba Alcalá en aquel momento y que le confería un carácter capitalino. De aquellas cortes de Alcalá se relataban famosos lances del rey Alfonso XI de cuando se debatía que quién debiera iniciar las sesiones: si Burgos o Toledo. Alcalá fue sede de las Cortes de Castilla desde 1325 a 1347, según señala el historiador Miguel Portilla, no estando ubicada su sede en el Palacio Arzobispal como se ha creído, sino en el palacio señorial que lo será del marqués de Lanzarote, después casino, y después convento de carmelitas descalzas de la Imagen. El inadecuado gentilicio de “alcadinas” que va junto al sustantivo “cortes” aleja de manera contundente la posible autoría de Cervantes, quien de seguro aludiría a ellas domo “cortes complutenses”.

      Al final, el libro apócrifo de Avellaneda se quedará en pura anécdota, porque el éxito de su Quijote será imparable. Tras publicar su verdadera segunda parte, apenas seis meses le separaban de su muerte, por lo que no llegó su autor a conocer el éxito redondo de su Quijote entero. La bodega del tiempo iba a convertir su doble libro en una obra inmortal. La poesía total se daba cita en su Quijote, quien trasmutaba idílicamente la realidad de manera prodigiosa. 

 JOSÉ CÉSAR ÁLVAREZ

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