sábado, 16 de octubre de 2021

En el convento de Capuchinos

En la punta de la lengua

 


 

 

En el convento de Capuchinos

 

     La otra semana presenté mi nuevo poemario “Travesía de Ensueño” en el patio del antiguo convento de Capuchinos de la calle Santiago, y, después de los recitados que hicieron y que hice, quise yo repentizar una glosa sobre aquel enclave de tanto sabor alcalaíno, en el que, al parecer no estuve muy claro. Por ello, vengo aquí en demanda de una segunda oportunidad. 

 

 

     Evité decir de entrada que estábamos todos sentados sobre el cementerio de los Padres Capuchinos por no desasosegar al respetable, que acudía a la cita envuelto en glamures poéticos. La huerta de los Capuchinos llegaba hasta ocupar el Teatro Salón Cervantes, en cuyas tapias anexas, conocimos la lápida que destacaba sobre los fotogramas de la película anunciada. Era la cartela de mármol del orgullo alcalaíno: AQUÍ NACIÓ MIGUEL DE CERVANTES…” Allí estuvo la lápida hasta 1956 en que Luis Astrana Marín documentó la casa de Cervantes en una esquina de la misma manzana, que antes era semiesquina. Argumentaban los valedores de la placa de la tapia de la antigua calle de la Tahona, hoy de Cervantes, que la casa natal del escritor estaba dentro de la que después fuera huerta de los Capuchinos, ya que estos no se establecieron allí hasta 112 años después del nacimiento de Cervantes, Pero alegaban que la huerta de los Capuchinos albergó la que fue casa natal del autor del Quijote. Y nosotros, esa noche de cita literaria, arrimando el ascua a nuestra sardina, queríamos que Cervantes estuviera en la huerta, allí cerca.

     Aquel patio no me resultaba extraño, pese a su actual dedicación hostelera que variaba sensiblemente el semblante del inmueble. Allí vivió durante un montón de años mi tío Pepe, junto al que pasé largas temporadas.

     El antiguo convento capuchino estaba lleno de misterio. Después de convento fue casa de baños, y por allí andaban retiradas sus bañeras de mármol y sus pilas de piedra. Subiendo subrepticiamente una escalera me topé un día con una celda arrumbada de polvo y de misteriosos ancestros. Un friso alto de grafía gótica rodeaba la estancia. Las letras, aunque de factura artística, me resultaban indescifrables. Había estanterías de libros viejos y algunos legajos atados con cinta de badulaque.

     La iglesia aneja era entonces un almacén de coloniales de los hermanos Revilla, y en el muro frontal del altar mayor, hoy desaparecido, unas grandes letras negras flameaban nerviosas por encima de los sacos de lentejas y garbanzos de los Revilla. Eran tres versos escritos en latín que a mí me tenían a mal traer. Quería saber lo que decían y mis latines no podían estamparse en vano contra aquel muro. ¿Quién sería el autor? ¿Cuáles serían sus intenciones? 

     Sobre el dintel de la puerta de entrada a la capilla hay un relieve de piedra en una hornacina que representa la comunión de San Zósimo a Santa María Egipciaca. A Ortega le importaba un pimiento San Zósimo. Ortega era un atleta como mozo de carga y descarga. Estaba allí con la puerta abierta de la iglesia de par en par descargándose un camión de legumbres. El atrio era muelle de carga, a donde se acercaba una y otra vez para cargar el bulto que un colega le obsequiaba sobre el filo del basculante. Ortega se tocaba de un saco en la cabeza, tal que un capuchino, y le quedaba colgado a la espalda como si aquello le sirviera de alivio. ¿Qué habrá sido de los costillares de Ortega? Él me permitía traspasar la puerta de la iglesia porque sabía que mi interés no estaba en los garbanzos sino en aquellas letras tormentosas. Al vinal llegué a despejar el primero de los versos: “Iudex autem cum sedebit…” Y allí me quedé estancado. 

      No fue hasta 1994 que pude despejar la incógnita de los retocados espacios capuchinos. Fue cuando por iniciativa del bibliotecario de la BNE Julián Martín Abad se reeditaba “Recuerdos Complutenses” de Ángel María de Barcia, quien por los años sesenta del siglo XIX empezó a ejercer de archivero en el Archivo Central instalado en el Palacio Arzobispal, alojándose, cerca de su trabajo, en la celda de marras que le alquiló el entonces propietario del convento don Mariano Gallo. Sorbí aquel librito con vivo interés. Y allí estaba. Allí estaban sus menciones a la celdilla y el motivo de aquellas letras desgarradas sobre el frontal de la capilla. Cuenta allí Barcia que había de pasar por la capilla para ir al huerto, y que al presenciar la incuria y olvido del lugar, tomó con ira un carbón y estampó allí unos versos de un himno que bien conocía y que venían a decir que “cuando el juez tome asiento nada de lo que se ocultó quedará sin castigo.” A Barcia, que era clérigo, le dolía la profanación de un lugar sagrado. 

     Era, pues, el clérigo Barcia un grafitero adelantado, como fue un fotógrafo adelantado del Alcalá monumental y pintor de celebrados frescos en San Felipe y Las Bernardas. Y fue sobre todo, Barcia, un enamorado degustador de nuestro palacio perdido, cantor de sus bondades, la joya renacentista de Fonseca y de Tavera, de Covarrubias y Diego de Siloé, que ardería en agosto de 1939 durante diez largos días, donde se consumieron además los legajos de media historia de España cuando ya no quedaban lágrimas para llorar. 

     Pero estamos contigo, archivero visitante. Estamos ahora contigo por haber sido tú, Ángel María, un grafitero ejemplar, cuya pintada ejerció durante más de un siglo. Sufriste la ira que te llevó insolente contra el muro, al que nunca violentaste con pintura siendo pintor, pues lo hiciste con carbón, y lo hiciste en verso, en latín y en letra gótica. Por tanto, en virtud de tan esclarecidos antecedentes, yo te nombro a ti, Barcia, aquí y ahora, patrón universal de todos los grafiteros que en el mundo quieran ser. 

José César Álvarez

No hay comentarios:

Publicar un comentario