La
visita al parque O’Donnell es siempre una grata revolera de recuerdos, de encuentros
y desencuentros. Te topas con viejos amigos que allí siguen de pie y notas el
vacío de los que ya no están, Doblaron su cerviz y su espina dorsal aquellos
altos pinos que abovedaron nuestra infancia. Otros son todavía reconocibles. Es
la claudicación y la persistencia como pautas observables de la vida a través
de este museo efímero y renovado.
El oído, acostumbrado a la fina
ornitología del pasado, lo encontré suplantado por la escandalosa plática de
las cotorras, que avasallaban los árboles impunemente. Entre las novedades encontradas
en la orilla de su paseo aparecieron dos
dignas pilastras de ladrillo que, a modo de ambón de lectura, ilustraban en
distintos y estratégicos lugares del parque, al árbol correspondiente de
CERVANTES y al árbol de CISNEROS, levantados como hitos con ocasión de sus dos
centenarios recientes. Fue una bella idea que llevó a cabo el grupo “Complutenses
amigos por el Parque O´Donnell”. Reproduzco aquí una de las leyendas.
En un lugar del parque O’Donnell plantamos este
roble que llamamos CERVANTES para que recuerde el IV Centenario de la
desaparición de nuestro paisano más ilustre. Noviembre de 2016. IV Centenario
de Cervantes.
Permítanme sus autores posarme sin acritud
como cotorra del parque sobre la palabra “desaparición”. La “desaparición” de
Cervantes me daba vueltas y vueltas sin llegar a convencerme su expresión.
Puede que incluso en un diccionario de sinónimos aparezca como variedad de
‘muerte’, pero también los sinónimos tienen su punto. Pienso que “desaparición”
fue lo que hizo Cervantes poco después de nacer aquí. “Desaparición” fue lo que
hizo el mago del espectáculo al que acudí el otro día: metió a una rubia
despampanante en un cofre, lo atravesó con lanzas y espadas, abrieron y había ‘desaparecido’
la voluptuosa dama.
Una “desaparición” monumental fue la
perpetrada contra el monumento al ‘Camino de la Lengua’, cuya figura estaba
apostada en la plaza de San Diego, frente a la fachada de la Universidad, difusa y
desprotegida entre jardines que no acompasaban con el ilustre símbolo, el cual
señalaba que la lengua castellana que nacía balbuciente en San Millán de la Cogolla, después de
atravesar la vieja Castilla, cumplía aquí su viaje para tornarse renacentista y
barroca.
Alguien que conozco tiene casi obsesión por
el seguimiento y desenlace de este monumento ‘desaparecido’. Unos jóvenes
bárbaros se apoyaron de tal manera en su pluma que perforaron su base y
apareció caída y después deambulante por distintos puntos del casco histórico.
Le dijeron que la pluma estaba guardada, pero le dijeron después que la pluma
iba a ser otra y que junto con el pergamino también ‘desaparecido’ ocuparía en
su conjunto la plaza de la Victoria. Después
pudo saber que la intención era que integrara el museo al aire libre, donde se alinean
piezas escultóricas desprovistas de la simbología especial que guarda esta
pieza, la cual no puede diluirse en el común de las figurativas, ni menos ser
reparada con ‘otra’ pluma, sino con la suya, la que le hace hermana de la de Valladolid
y Salamanca, cuyas figuras simbólicas del Camino de la Lengua, ocupan allí lugares
emblemáticos de la ciudad, como el que ocupaba en Alcalá y donde debe ser
repuesta como motivo patrimonial indisoluble.
Larga y episcopal “desaparición” es la que
sufre el báculo del Arzobispo Carrillo, con más tiempo ya desbaculado que
armado. Desaparecieron ya hace tiempo los paracaidistas de su vera, a quienes
se les adjudicaba su continua “desaparición”, de tal manera que a Santiago de
Santiago, su escultor, según me dijo, se le acabaron sus reservas para atender
a tan pertinaz atentado.
“Desaparición” fue la que le propinaron
los rateros al joyero del chalet de mi amigo José, y “desaparición” fue la que
sufrieron las Santas Formas Incorruptas, las de la Magistral y las de Las
Bernardas, como desaparecieron también las reliquias de San Félix de Alcalá. Y “desaparición”,
remozada en befa y mofa, es la de Puigdemont, el comecome de nuestros días.
Pero de lo que estoy seguro es de que
Cervantes no “desapareció”, se murió de todas todas, sin ambages ni medias
tintas. Lo que aclaro de antemano a los oportunos visitantes del parque O’Donnell.
José
César Álvarez
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