La muerte de Don Quijote
Terminaba mi
anterior artículo hablando de la muerte de Don Quijote, cuando le vino
la razón al írsele la vida. Sus amigos, el cura, el bachiller y el
barbero se acercaron a su lecho, queriéndole halagar con el rollo de sus
delirios, pero él se opuso.
—Señores
–dijo don Quijote–, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo: fui
don Quijote de la Mancha y soy agora Alonso Quijano el Bueno.
Y
esto, decía yo, lo debió escribir Cervantes el año 14 de ahora
cuatrocientos años, por lo que podemos simbolizar al 14, a este año 14,
como tiempo de corduras y sensateces. Y, en efecto, he reunido en lo que
va de año, apenas un mes, sensateces densas, cálidas, donde el sentido
común se remansa con agradable sorpresa en pocitos breves en este
nuestro tiempo, habituado a los embates de Galeotes y Trapisondas, de
Doroteas y Altisidoras. En este catorce balbuciente, tras el fondo de
manicomio de nuestra escena de nacionalismos y gamonales, han aparecido
en primer plano unos gramos de lucidez que prometen para el resto.
“… y como la (vida) de don Quijote
no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin
y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque… se le arraigó una calentura
que le tuvo seis días en la cama… y entre compasiones y lágrimas de los que
allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió”. Q.2,74, MIGUEL DE CERVANTES, grabado de Gustave Doré
Cake
Minuesa, el joven periodista de Intereconomía levantó la mano de
cordura sobre el fondo siniestro de sesenta y tantos asesinos etarras,
reunidos bajo la garantía de “un juez para la democracia”. Estos
privilegiados excarcelarios a quienes se les aplicó una vergonzante
libertad y que serán asesinos hasta el día de su muerte, fueron de nuevo
privilegiados por la sinrazón de un juez que permitió tan espantosa
olla a presión. Levantó, digo, la mano Cake en contra la olla a presión
–tate, tate– para preguntar a los asesinos, yendo hacia ellos, en una
rueda de prensa donde no se podía preguntar y como si una montonera de
matones pudiera emitir algún mensaje positivo a la sociedad. Levantó,
digo, la mano Cake contra los matarifes del matadero de Durango,
preguntándoles, no obstante, sin no iban a tener la dignidad y la
hombría de pedir perdón a las víctimas. “Decídme, qué habéis ganado
matando? Aquí hay 309 muertos, de los que nadie ha dicho nada”.
Cake
Minuesa, valiente, oportuno, directo, nos devolvió en aquellos días la
dignidad a un pueblo embadurnado de cobardías, inoportunidades y
vaguedades. El reportero de una empresa de comunicación en crisis, con
su sueldo atrasado, se adelantó a todos los prebostes de sueldos
blindados de una justicia inútil.
Martinelli,
presidente de Panamá, había clamado sonoramente contra Sacyr. Era como
un profesor con regla, encrespado sobre la tarima contra un alumno que
se negaba a hacer los deberes. Las voces salían despavoridas por las
ventanas. El profe, tronante, amenazó con ir a la casa de sus padres a
pedir explicaciones. Antes de dar tal escándalo a la vecindad, la mamá,
Ana Pastor, se fue discreta al lugar del conflicto. Bajó de la tarima al
profesor Martinelli, sacó a Sacyr de su encajonado pupitre y les sentó frente
por frente en una misma mesa. Les aleccionó, les abrió la
cartilla-contrato por la primera página y les dijo: “No me voy hasta que
no empecéis”. Y cuando empezaron, mamá Ana Pastor, ministra de España, se
volvió de puntillas a casa. Se trataba del contrato de la obra de
ingeniería más importante del Globo: el canal de Panamá. Se trataba de
una mujer que es un canal de cordura.
Javier
Bello es alcalde de Alcalá de Henares y no es gobernador de ninguna
ínsula Barataria. Tiene una deuda alta que pagar y un grifo de caudales
que se le aminora. Está atenazado por su magra economía. No puede hacer
inversiones, pero ha dicho que va a dedicarse a tres cosas, sólo tres,
tres proyectos inacabados: una ciudad deportiva, una residencia de
ancianos y un río. Río, ancianos, deporte. Salud, salud, salud. Tres
sensateces en las que los pájaros de hogaño vuelven a los nidos
olvidados de antaño.
Apareció
Pedro Ruiz en la televisión en una entrevista chisporroteando
originalidades de un signo y otro, y dijo, sin embargo, una lúcida
sensatez: “Yo lo que más admiro es la bondad, después el talento, de tal
manera que si el talentoso no es primero bueno, ya no me interesa. A la
televisión debeis traer a hablar a los bondadosos, a los espirituales, a
los cooperantes, a los que se vuelcan por los demás…” Yo soy don Quijote el Bueno, así
se autodenominó Alonso Quijano cuando recobró la razón. ¿Será que la
bondad es el máximo grado de sensatez y por eso se reencuentran?
Son
dos, él y ella. No sé su nombre. Nada dicen. Bajan cargados por el
camino del Viso con bolsas cada uno en ambas manos. Subieron al monte
sin bultos y bajan cargados, portando la suciedad que depositaron otros.
Limpian anónimamente el monte, callados, sin aspavientos, casi
escondiéndose. Y es que muchas veces da miedo exhibir la bondad. La
hosquedad del entorno hiere al bondadoso, el cual advierte en el aire
que puede romper en cualquier momento una risa descascarrillante o una
ironía maligna. Sensatez y bondad bajan juntas por el Camino del Viso en
abultado paseo.
¿Por
qué la locura del Caballero de la Triste Figura dura toda una vida de
capítulos y la cordura sólo dura un capítulo de seis días? ¿Por qué hay
más despropósitos que atinos? Quizás porque entonces no haya novela.
Puede que la vida sea una alocada aventura sin poderlo evitar.
José César Álvarez
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