El tormentoso diálogo de Azaña y Cisneros
Manuel Azaña
Cardenal Cisneros
Alcalá tiene duende. Los alcalaínos que lo son saben
que sus estatuas encantadas hacen tertulia en las noches frías, cuando
el personal deserta de sus calles y plazas. En este noviembre de boca de
lobo en el que murió el Cardenal Cisneros y en el que han reabierto el
corazón de su Capilla, para dejar de serlo, su nombre ha revenido con
fuerza. Desde un lugar secreto hemos logrado captar este borrascoso
diálogo:
—A
usted se le conoce mal históricamente –dijo Manuel Azaña dirigiéndose
al Cardenal Cisneros—, pero recuerdo de usted dos breves descripciones
de personas que le conocieron. De
usted dijo Pedro Mártir de Anglería en sus ‘Epístolas’ que era “de
facie obducta”, que debe ser algo así como un facha en acción, o mejor, tó p’alante como las mulas de Torrelaguna. Y Diego Hurtado de Mendoza, que fue miembro del Consejo de Regencia que
usted presidió, dijo de usted que era “armígero y aun desasosegado”, es
decir, ‘un guerrero y un nervioso’. Y ahora lo estoy comprobando.
—Usted
no sabe latín —le contestó paciente Cisneros—, y quiere convertir en
insulto los elogios. Esas palabras quieren decir de mí que fui ‘un tipo
hacia delante’, un ‘lanzado’, primero, lo cual tiene que ver con cierto
gesto físico mío, como volcado hacia delante. Y lo segundo quiere decir
que fui un ‘luchador y un impaciente”. Otros me llamaron “galga”. Usted
ahora me llama ‘mula’. Pero lo que respecta a mi persona, no me afecta,
ni discuto. No entro en cuestiones de honor. Dichas alusiones hacen
mención a mi condición de andariego que deja huella en el cuerpo. Yo fui
hombre de zancada larga y rápida. Yo conocí Castilla y Aragón a zancada
limpia. En Torrelaguna, de niño, aprendí a moverme por las Calerizas,
las laderas cercanas de monte de encina y chaparro. De allí fui a
Salamanca a pie en muchas ocasiones. Y a mis veinte años marché a Roma a
pie, asaltado en los caminos con peligro de la vida. Es muy distinta la
perspectiva de España, de ganarla a pie o de mirarla desde los reflejos
de las lunas de su ‘Mercedes’ oficial. Claro que hay diferencia entre
mi España y la suya.
—Pero,
¿de qué me puede acusar usted? —le interpelaba el orador republicano
con voz gruesa—. Usted ejerció el poder desde su fundamentalismo
catolicista y hasta presidió el Tribunal de la Inquisición. Unió el
poder civil y religioso. Usted no tiene nada que ver conmigo, pertenece
al período auriñacense. ¡Cuántas campañas llevadas a cabo en el nombre
de Dios! Usted no ha conocido la democracia ni por el forro.
—Eso
de la democracia está muy bien. Se ha podido hacer ahora que hay
formación e información. Ello no supuso ningún demérito. Mis tiempos son
los que son y los que tuvieron que ser. Peor es no haber conocido el
carácter con el que todo hombre de Estado debe ejercer su función de
gobierno. A usted que tanto le gustó bucear en el carácter nacional, que
si los túrdulos, ilergetes o arévacos, que “si nadie nos hubiera
empujado con dulce violencia seguiríamos cantando y bailando sobre un
cerro en las noches de plenilunio”, usted, sin embargo, no ha tenido
carácter de gobernante, no ha sabido empujar y menos dulcemente. Usted
sólo demostró carácter en su fiera aversión al clero y al ejército. Y
eso no fue carácter, fue odio. Tener carácter no es ser malencarado ni
tirano. Tener carácter es firmeza, vigor y rigor, disposición,
autoridad. Y sin autoridad se puede desmoronar un sistema, usted lo
sabe. La democracia ha diluído la autoridad de padres, maestros,
policías, gobernantes.
—Si
a usted le dejáramos —le replicó Azaña— nos montaría hoy un Auto de fe
como el de Bib-Rambla, que es el nombre de una plaza de Granada, donde
usted mandó quemar la librería de La Madraza, la universidad islámica
de Granada, más de cuatro mil volúmenes entre libros coránicos,
opúsculos y manuscritos. Usted ultrajó así la cultura del pueblo árabe.
Sin embargo, los libros de Medicina se los apropió y los transportó a su
Universidad, la que aquí fundó.
—No
juzgue lo que ignora en su contexto. No hable sólo de un lado. Cuando
conquistamos Granada, no se fue Boabdil llorando fuera de España, como
la gente cree, sino que se fue a La Alpujarra, allí cerquita, bajo unas
condiciones que pronto fueron burladas. Usted resulta como mínimo
ambiguo: ataca nuestra religión y defiende la vecina. Es muy corriente.
Nuestros principios y fines eran claros. De aquella librería abandonada
durante años, hice una selección que trasladé con mimo hasta aquí, hasta
mi Universidad, donde habría de valerme para la obra de mi Biblia
Políglota Complutense. En todo caso los libros islámicos, que no árabes,
que se quemaron, es cantidad mínima comparada con la acción devastadora
de su incendiaria República. Usted quemó la cultura española. Pero es
que hay una diferencia fundamental entre lo suyo y lo mío. Mientras
nosotros luchábamos por la unidad de España que inexorablemente pasaba
por la unidad religiosa, ustedes estaban en el odio irracional contra la
Iglesia Católica, que pasaba por quemar la propia España.
—Usted
sabe que eso repugna a mi sensibilidad. Yo no quemé nada y, sin
embargo, no abdico de las responsabilidades de mi cargo. He pedido a
gritos Paz, Piedad, Perdón —dijo Azaña—. Pero su palabra es incendiaria .
Cuando le visitaron los nobles en el palacio Arzobispal de Alcalá,
molestos contra usted porque lesionaba sus intereses. Le vinieron a
decir que quién era usted, que si sabía que era un advenedizo, un
regente. Entonces, usted abrió el balcón de la estancia, que daba al
patio de Armas, y con su dedo inquisitorial les señaló los cañones
diciendo: “Estos son mis poderes”. Y ¿ese es el carácter que quiere
legarnos a los gobernantes que le sucedimos? ¿Dónde su capacidad
diplomática, sus dotes de persuasión, su tolerancia como servidor de un
Dios misericordioso? Le diré una cosa, señor fraile: de sus tiempos a
los míos hay una progresión de la cultura. Y la cultura habría fracasado
en su recorrido si no hubiera conseguido la dulcificación del carácter.
Muy atrás quedaron los corsarios y los cruzados. Entre usted y yo sí
existe un enorme salto, hay un abismo cultural. Esa es la diferencia.
Por eso nos morimos, porque la cultura que viene nos ahoga. Usted no
puede lamentarse de ‘su’ Capilla, donde le han desahuciado los rezos y
le han inundado su espacio franciscano de oros restallantes. Esa es la
cultura de hoy y usted lleva muerto quinientos años.
—Usted
pretende confundirme, señor Notario —dijo el fraile sin rebullir—, y
doy fe de su sofisma. El carácter va en la naturaleza, se tiene o no se
tiene, pero no se reduce. Se dulcifican culturalmente las maneras, pero
no el carácter, que está en relacción con las convicciones. Nosotros
hablamos claro en nuestro tiempo. No había lugar a los equívocos ni
tibiezas. Sepa usted que mis tiempos están en la base de su cultura. La
cultura no ahoga, se cimenta, va en las raíces. La cultura es cultivo.
Estábamos vertebrando España y lo sabíamos. Se puede vertebrar España
con carácter y se la puede desvertebrar sin él. Esa es la diferencia. Y.
sin embargo, usé de la diplomacia, por supuesto, en cuantiosos asuntos
de Estado. Hube de pisar de puntillas para que no se rompiera la frágil
España que nacía. Pero el carácter era indomeñable, era cuestión de
tacto. Me extralimitaba en mis funciones de gobierno, tanto era lo que
quedaba por hacer, pero hasta el justo límite donde mi Reina Católica no
se ofendiera ni recelara. Ella me entendía, ella me dio lastre. Cuando
mi Reina Católica se rompió, se pudo romper España. Hube de recibir con
calor a Felipe, desde Flandes, e igual calor enviarle a Fernando, en
Aragón o en Italia. Los dos me necesitaban, a los dos necesitaba. Se
rompió Felipe y se pudo romper España. Y ahora ¿quién le sucede, quién
se pone al frente de Castilla? ¿Juana, desequilibrada, o Fernando, su
padre? Cualquiera
de las soluciones hubiera traído grandes males, por los partidarios de
un lado y otro. Cuando se rompió Felipe me puse yo. Y cuando se rompió
Fernando el Católico se pudo romper otra vez España. Hablaban de
Fernando, su nieto alcalaíno, como rey de Aragón. Me puse yo. Y cuando
por el norte de España, de entre las olas cántabras, se asomaba Carlos
como heredero, al fin, de España, me puse en viaje para recibirle con mi
calor octogenario. Pero yo me rompí en Roa, y España se rompió en una
guerra civil que mi diplomacia ya no pudo evitar.
José César Álvarez
www.josecesaralvarez.org
Puerta de Madrid, 30.11.2013
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