ARPA, el arpegio ascendente
ARPA
es, como saben, la Asociación para la Recuperación del Palacio
Arzobispal, no es, pues, una asociación de abstractos vaporosos o de
intenciones difusas. No; es algo concreto de palabras que dicen sin
escapatoria, como es montar piedras y artesonados, esculpir y tallar,
descubrir planos y cubrirlos. Es una acción hercúlea que unos alcalaínos
han decidido arrostrar ante la admiración indisimulada y espontánea de
todo aquel que se siente alcalaíno.
Se trata de recuperar el primer monumento artístico e histórico de una
ciudad que es Patrimonio de la Humanidad. Esta sabrosa manzana es de
mayor calibre que la manzana universitaria de los Condueños, colocada en
el frontispicio de las gestas locales, en la épica gloriosa de los
grandes logros de la ciudad. Pero ahora, esta manzana que se nos
presenta, la del Palacio, es, sin embargo, más difícil de alcanzar y de
hincarle el diente. Esta manzana tiene ya dueños y condueños, pero está
huera. Y la tersura que cubrirá su vacío es única.
Esa tersura especial, su grandeza perdida le vino de Toledo. Ocho
siglos en el ámbito prelaticio de Toledo deja la huella histórica y
patrimonial que sólo el fuego pudo borrar. Se trata de recuperar la
condensación espiritual y artística que nos dejaron, piedra a piedra,
arzobispo a Arzobispo, siglo a siglo, los Señores de Alcalá que al mismo
tiempo eran Arzobispos de Toledo. Estamos hablando del Palacio
Alcalaíno joya del Renacimiento, la Alambra Católica, la filigrana de
estucos y yeserías, la cantería inaudita de la escalera de Covarrubias,
el bosque columnado de 78 fustes con balaustrada gótica del patio de
Fonseca, el Salón de Concilios, las Cortes del Ordenamiento de Alcalá,
el paradero de Reyes y paridera de Reinas, la Sala de Audiencia Real, el
alumbramiento colombino de Isabel, el capricho de los cardenales
Fonseca y Tavera, de los maestros artífices Segredo, Machuca,
Covarrubias, Diego de Siloé…
Todo este enorme fardo que pesaba en el olvido de los baúles de la
nostalgia alcalaína, ha sido sacudido. Ya no hay rostros compungidos del
recuerdo y la añoranza. Los alcalaínos de ARPA han marcado la direcciòn
a seguir. Han saltado al plano real y han paseado virtualmente por su
propio palacio. Es una manera realista de tomar posesión. Todo lo que de
ahora en adelante suceda, ha de suceder en el plano real elegido. Ya
vendrán después los proyectos y presupuestos, el asalto a los fondos y,
sobre todo, a la normativa puritana de recuperación del Patrimonio, por
la que los criterios de recuperación de Varsovia, Leipzig o Dubrovnik,
pongo por caso, no llegan a ser acogidos en nuestro suelo con igual
trato, aunque con clamorosas excepciones como la Aljafería de Zaragoza.
En el severo tribunal de nuestro Patrimonio se silban las falsías y se
imponen en exclusiva los criterios de estricta autenticidad sobre otros
méritos históricos o estéticos.
Es ARPA un arpegio ascendente de sonidos claros, nítidos, una movida de
manos ágiles, limpias y virtuosas, que no pretenden engañar a nadie. Es
ARPA un acrónimo de canterías concretas y esplendentes, es un arpegio
que no lleva bemoles de melancolías pretéritas, sino esperanzas de
glorias perdidas.
Puerta del claustro
Un
recuerdo vivo del Palacio Arzobispal es la descripción que en
‘Recuerdos Complutenses (introducción, transcripción y notas de Julián
Martín Abad, BROCAR abc) nos testimonia su autor Luis María de Barcia,
que habitó el Palacio (entonces Archivo General Central) como archivero
en distintos períodos de los años sesenta y setenta del siglo XIX:
Los
Arzobispos de Toledo de la buena época (dando por buena la en que
tenían dinero y poder largo), se labraron en Alcalá un magnífico
palaciote, artístico y pintoresco como el que más. En un extremo de la
población, aislado, con extenso campo cercado de murallas flanqueadas de
torreones, tiene sus sombras y lejos de Vaticano. Hay en él hileras de
salones con suntuosos artesonados; gran patio claustrado, joya del
estilo plateresco; escalera que más que de blanco mármol se tendría de
repujada platería; galería abierta a lo largo de resguardados jardines,
ornadas con templetes sobre fuentes, cuyo apacible murmullo es lo único
que rompe el silencio; torrecillas angulares, escaleras reservadas,
misteriosos corredores, terrazas, alicatados, grutescos… Cuanto
requiere, en fin, el más rebuscado palacio de leyenda.
Mas pasaron los Tenorios y Taveras, y sus sucesores vinieron a tan
menos que no ya para levantar tan regios alcázares, sino que aun para
retejarlos estaban. El de Alcalá caminaba a su ruina, y a ella habría
llegado a estas fechas, si el célebre Padre Cirilo no se hubiera avenido
a cederlo al Gobierno para establecer en él un Archivo General. Cediólo
el buen Arzobispo como pudo, reservando por supuesto para la mitra la
enterísima propiedad del edificio, y para sí y sus sucesores el
enterísimo derecho de ocuparlo cuando bien les pareciera, con sólo la
condición, poca cosa, de reintegrar al Gobierno los gastos que en él
hubiera hecho; en señal de lo cual se habían de respetar y mantener ‘in
perpetuum’ los escudos episcopales que, grandes y chicos, platerescos y
barrocos, en piedra, metal, madera y escayola, campean desde el más alto
muro al más ruin postigo. Item más reservaba el Obispo para su uso
ciertos salones y un jardín; y para nido y huronera de notarios y demás
gente de pluma, si (es que) no de garra eclesiástica, unas piezas de la
planta baja. Cerróse el contrato, y pudieron los Arzobispos despedirse
de su palacio complutense hasta el día del juicio. Empezaron las obras
por el Gobierno: gastaron largo, respetando como reliquia escudos y
sombreretes. Decerrajaron (sic) a miles sobre los reparados salones
seras de legajos; y para éstos y meterlos en costuras enviaron gente
recién salida de la recién fundada Escuela de Diplomática.
Angel
María de Barcia, nuestro comunicante archivero, cordobés, reputado
pintor y pionero fotógrafo de la ciudad, desgraciadamente, no fue
profeta en Alcalá. El Estado, que él llama Gobierno, no ocuparía el
palacio hasta el día del juicio. En 1885 la propiedad pasaría a la nueva
Diócesis de Madrid-Alcalá, y el perverso fuego de 1939 allanaría los
contratos subrogados y la suma de las obras realizadas. En 1943 la
Iglesia recibió su Palacio mucho peor que lo había entregado, destruido.
Hasta que ha llegado el arpegio ascendente de ARPA, la fe que mueve palacios.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 30.11.2013
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