El gangoso y el cegato
A
Ramiro le habían llamado desde la central de su telefonía móvil,
informándole que tenía a su disposición un nuevo modelo de teléfono. A
Ramiro no le llamó la atención la oferta. Ramiro guardaba su secreto a
la operadora. Estaba medio a gusto con su teléfono, Él era deficiente
visual y al menos aquel teléfono escribía los números en grandes
caracteres. Pero cuando su artilugio empezó a fallar, Ramiro se dirigió a
una gran tienda de su operadora telefónica donde encontraría mayor
diversidad de modelos.
Pidió
la vez y le tocó un punto de venta donde había dos muchachas ataviadas
con los colores distintivos de la firma. Parecía como si una de ellas
estuviera en proceso de formación. Las muchachas le ofrecieron a Ramiro
el modelo que tenían en promoción y el buscador de teléfono dijo que
nones. Les confesó que tenía problemas de vista y que quería uno
especial para él, que sabía que los había. Ramiro les dijo que eran
ellas las que se tenían que adaptar al cliente y no al revés.
–Pero, vamos a ver –dijo una de las muchachas– ¿cómo puede usted rechazar un teléfono que ni siquiera ha cogido en las manos? Tiene Internet, tiene televisión, foto, y una capacidad de navegación de…
–No me interesa –dijo seguro Ramiro– Sólo quiero un teléfono, un servicio personal, no me interesa un móvil convencional…
–¡No me diga que usted no ve esto! –le decía una de las chicas metiéndole el teléfono por las narices
–Yo no he venido aquí a probarme la vista, señorita –dijo Ramiro enfadado–, eso se hace en las ópticas.
Había
un muchacho en el fondo que trabajaba extendiendo cartones y se acercó
al oír la conversación. El muchacho era de la casa, pero no vestía sus
colores distintivos. Era alto, hablaba premioso y gangoseaba sin
complejo.
–Perdooone,
señooor, usted necesita un ‘emporia’ RL2, y queda unooo –me dijo. Y el
feto desprotegido de la progresía, raudo, se metió en el almacén y sus
puertas batientes se quedaron temblando tras él.
Las muchachas se miraron sorprendidas. Ramiro esperaba. Había estado incluso en los servicios sociales de la ONCE, preguntando si sabían de algún modelo especial y nadie sabía nada. ¡Tendría
miga la cosa si este muchachito se lo solucionaba! El teléfono que
dejaba, el viejo, le daba una hora diminuta en una esquina de la
pantalla, que le era imposible ver. Igual que la confirmación de la
cantidad en el cajero automático. Una esquinita y toda la pantalla
vacía. Los diseñadores de rótulos eran estilistas minimalistas y a ellos
les importaba un bledo la gran población que sufre degeneración
macular. Antes morir que dejar el estilismo gráfico, de trazo sugerente.
“Lo contundente es cosa vieja, nazismo gráfico” deben pensar los
diseñadores españoles. Y en esa guerra contra un opresor invisible se
encontraba Ramiro. Llegó el muchacho grande como una centella y le
entregó una muestra.
–Así
vería usted la hooora –le dijo y le aparecieron unos números grandes,
llenos de luz, las 18.43 de una tarde grande, plena, asequible para el
deficiente, a la que también tenía derecho–, y las letras de la agenda
serán así, y las letras de las teclas así…
–Me lo quedo dijo entusiasmado el cliente.
Las
muchachas con vocación de ópticas preparaban el teléfono un tanto
retiradas, sin poder comprender la elección del cliente a favor de un
modelo elemental de pago frente al otro gratis de prestaciones punta.
‘Un trasto encuentra otro trasto” dijo una creyendo que los ciegos
tampoco oyen, y el cliente prefirió callarse, pensando que ambas debían
trocar sus puestos por el cartonero gangosito, que, rodilla en tierra,
trataba ahora de enrollar un plástico en el momento en que Ramiro
se acercó para despedirse. Le dio una palmada en el hombro y el
muchacho grande miró hacia arriba, un tanto revirado. El cliente le
extendió la mano. Él pilló el plástico con la otra rodilla para liberar
su mano y se la elevó, ya sin mirar.
–Gracias,
amigo –le dijo el satisfecho cliente– Muchas gracias, de verdad
–insistía Ramiro bamboleándole el brazo que el muchacho necesitaba para
domeñar aquel plástico que se le encabritaba.
Pasado
un tiempo, le llamaron de la central interesándose por el grado de
satisfacción en la atención de dicha compra. El cliente dijo que estaba
“altamente satisfecho e insatisfecho” a la vez. Le contestaron que eso
no podía ser, que se atuviera al cuestionario grabado y que, en contra
de lo que él propuso, una carta no valía.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 18.9.2012
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