El retorno desde las quemadas y las quemadillas
Venimos de un agosto sórdido de bretones y borinagas, de quemadas y quemadillas, y de un Ecce Homo
de rostro desviado. Ha ardido el sol con la complicidad de una mano
siniestra, y ha destellado el arma criminal del estío más febril, el
cual ha dejado las cenizas intencionadas de nuestra querida fauna y
flora, y hasta las cenizas increíbles de dos niños, bajo la autoría de
su propio autor. El fuego de este agosto ha sido el más monstruoso de
cuantos puedan pensarse: los propios lugareños queman sus montes como el
propio padre quema a a sus hijos. Ha sido un agosto que busca el
refugio sosegado de nuestras casas.
Venimos de un agosto de soles y sales hirientes, de medusas tapadas y voraces, un agosto
de mordeduras de la plaga errante de Merinaleda, un agosto donde el
juez del 11-M, Sr Bermúdez de Castro, busca el estrellato que le
quitaron al otro juez, al prevaricador, aclarando el astro naciente su
contorno cuando quiere hincar el diente al ministro del Interior y come
con el conspirador mayor del Reino, de nombre Rubalcaba.
Ha sido este un agosto hiriente, sí, cuando hemos sabido de los informes contundentemente torcidos de los servicios de la Policía Nacional sobre el caso de la finca ‘Las Quemadillas’, un mal enquistado que alarma y asusta como cueva de malicia.
Venimos de un agosto de siestas entornadas y entonadas por el clamor de Puritos y Contadores, venimos de unos Juegos Olímpicos de Londres que ayer había querido para sí el Madrid de la España
hoy asfixiada, la misma que debió respirar al verse descargada, al
verse en trance de necesidad. Y es en esos trances de estrechez cuando
surge la raza de la mujer española, la que dejó su impronta en la Olimpiada. A su vez, los gigantes unidos del ‘basket’ supieron perder su alto complejo ante el mito americano. Este
agosto de superación nos habla del retorno a la brega de voluntades
unidas, que no se dejan apabullar de antemano por el derrotismo de los
mezquinos, los que buscan la confusión en río revuelto.
Hemos
retornado así a casa, la cual refleja nuestra ausencia y nos mira
distante. Hemos vuelto a la plaza de Cervantes, de la que ignoramos la
causa de esas rayas blancas en su contorno de asfalto. Como si las niñas
del pueblo, en nuestra ausencia, hubieran jugado a la patita coja.
Cerca de allí, en la calle de San Julián, en la tapia del jardín de
Caracciolos, la enredadera ha crecido exuberante, tapona los enrejados y
revierte verticalmente hasta el suelo como el traje talar de la ciudad
levítica. Desde la senda de tierra del Parque Ferial, que
ribetea el caz, se aprecia que la vegetación ha crecido tanto, que la
vista no puede descansar sobre el agua, atorada de plumíferos y
cañaverales.
Hemos vuelto a Alcalá, cuyo nombre reconocimos este agosto en una emisora con resonancias de Sergio Dalma y La Oreja de Van Gogh, con fragancias de ‘la huerta del obispo’, cuyo nombre, desde lejos, me trajo los aromas de la Oleza de Gabriel Miró. Y, al llegar, nos han contado, que el nuevo alcalde, rumboso, ha invitado a toda la barra a las músicas de la Huerta.
Hemos
vuelto a Alcalá en un agosto rebosante de carrozas, un agosto que
rebasa sus días de alegría callejera y se mete en un sábado de vísperas
ilusionadas. Las carrozas son el epílogo agridulce de unas fiestas que acaban, y han de ser el preludio vigoroso de un curso que nace.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 8.9.2012
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