Viernes Santo
La Semana Santa de Alcalá se vigoriza de año en año. La magna representación de la Pasión
se desgrana devotamente por sus calles. Media Alcalá se queda y media
Alcalá se marcha a las playas, a los hoteles, a sus chalés de la costa o
la montaña. Y Dios se muere semiolvidado por las calles de Alcalá.
De la Semana Santa
alcalaína guardo recuerdos, pero no es ahora el caso. Guardo una imagen
pétrea de Zamora, de su puente sobre el Duero, espejándose en sus aguas
los hachones y el Crucificado en una noche de luna. Recuerdos guardo
del Valladolid de Gregorio Fernández y de la Murcia
de Salzillo. Los tambores de Teruel me dejaron algo más que su aparente
estrépito, fue una honda conmoción. Sevilla es procesionalmente
abigarrada, y acribillada de saetas se torna pasicorta y eterna. La Semana Santa
española tiene sus detractores. Lo folklórico, dicen, se antepone a la
autenticidad religiosa. No obstante, los sentimientos, si los hay,
ayudan a franquear el muro de la fe. Y Dios se muere todos los años por
las calles de las ciudades de España.
“La muerte de Dios” es una acuñación de Nietzsche. Separaba “la moral de los esclavos” de
“la moral de los señores”. La primera era la norma de conducta de los
sumisos y obedientes, que se debatían entre lo bueno y lo malo, un
concepto trasnochado de la moral occidental que había que arrasar. La
“moral de los señores”, en cambio, era la moral de los vencedores, la
propia del “superhombre”, el que vive como un niño inocente la fuerza de
la vida, es fiel a la tierra y a sus instintos y crea su propia escala
de valores. Pero para que nazca el nuevo hombre, antes debe de morir
Dios. A la luz de este pensamiento, me gustaría que alguien hiciera una
bisección que mostrara todo lo que hay del “superhombre” en los
nacionalismos, secos de libertades, igualdades y solidaridades. Porque
Dios se muere a chorros en los territorios de este país sin nombre.
La
noticia ha sido la de un niño al que le mandaron en la escuela pintar
su país y pintó a Andalucía toda rodeada de mar como una isla. A los
niños en la escuela les enseñan a ser islas de egoísmo y pintan los
mares del vacío que llevan dentro. Se les hurta la verdad y Dios se
muere en las escuelas del país de la piel de toro.
Una
misma noticia, publicada en dos periódicos, origina un titular y su
valor contrario en el otro. El periodismo nacional ha dimitido hace
tiempo de la objetividad. La opinión, que formalmente sigue teniendo su
espacio acotado, tiñe, sin embargo, la información. No hay certezas ni
convicciones, lo que viste es arrastrarse por un deslizante relativismo
filosófico. Tocados del manto progresista de la tolerancia, se le da
leña al mono de la Iglesia Católica. Y se intenta alcanzar la paz, lo que llaman “el proceso de paz”, cercenando previamente la justicia.
La efeméride de platino de la proclamación de la II República
ha caído en Viernes Santo y no gratuitamente, porque día de viernes
santo es un catorce de abril que se fija por modelo de nuestros días,
fecha-símbolo del período más desgraciado y antidemocrático de toda
nuestra historia y que resucita con su “memoria histórica” los demonios
de una confrontación superada.
Un
sol tibio entra por mi ventana. Es un sol membrillero y lánguido que se
posa sobre los pliegues de una manga de mi camisa y proyecta sombras
que se abaten sobre valles y ensenadas. Dios se muere esta tarde de
viernes santo sobre una manga de mi camisa, en tanto me llega el redoble
acompasado de unos tambores que me reclaman.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 15.4.2006
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