Se mueren las ‘eles’:
Luís, Lasquetty, Lambea
Son
tres muertos, tres maneras de morirse, tres situaciones, tres
desenlaces diferentes, tres niveles o círculos concéntricos: el
nacional, el autonómico y el local. Luís Aragonés y Andrés Lambea eran
dos rocas de distinto litoral, a las que sólo la galerna de un mar
colérico ha podido llevarse en la noche de su furia. Tan adentro ha
llegado. Pero lo de Lasquetty es mucho peor, él es un muerto político
que sufre el suplicio de morirse vivo, víctima de la furia socialista
que no le ha permitido descansar en paz.
Luís Aragonés se impuso como una ola. Era bronco, pasional, procaz, casi
pendenciero. Pero en el otro lado de su fingida pendencia asomaba el
cariño del otro. Y ha asomado el cariño de tantos en su carrera última.
El hijo del alabardero de Alfonso XIII, el ‘zapatones’ del Metropolitano
y del Manzanares, el sabio de Hortaleza impuso a sus alumnos
futbolistas de la Selección Nacional la filosofía de “ganar, ganar,
ganar y después ganar”. El catedrático de voz abroncada cambió el curso
de nuestra historia del fútbol, de la ‘furia española’ nos pasó al
toque. “El que tiene el balón domina el juego”. Y de esa manera nos
demostró cómo los pequeñitos españoles dominaban sin complejo a los
armarios gigantes de Francia, Alemania y Holanda, hasta conquistar
Europa. Y al que le sucedió, le dejó un equipo para conquistar el mundo.
Desde entonces, el reconocimiento de los futbolistas de nuestros días
superó a los sabios de Grecia, a los eximios de Hollyvood y a los
virtuosos de la Filarmónica de Viena.
Lasquetty
quiso ser Luís sobre un equipo de batas blancas de la Comunidad de
Madrid. Su lema era el mismo: ganar y ganar, tener la pelota. Y una y
otra vez su equipo ganaba en las urnas autonómicas con superioridad
manifiesta, casi humillante. Como Consejero de Sanidad creó el Área
única de la sanidad y la libre elección de médico y centro. Alentó el
sistema de la gestión privada de cuatro hospitales: Valdemoro, Móstoles,
Torrejón y la antigua Fundación Jiménez Díaz. Pero, como la economía
apretaba, en su plan por la sostenibilidad sanitaria, quiso extender la
gestión privada a seis hospitales. Fue entonces cuando le salieron al
paso los armarios socialistas de la bata blanca. De nada le sirvió la
mención del origen democrático de su mando. De nada le sirvió señalar
los hospitales de gestión privada del equipo socialista de Andalucía. No
hubo piedad. La marea de la bata blanca retorció la calle, retorció las
directrices, retorció la judicatura, retorció las listas de espera,
retorció los vestíbulos hospitalarios… Y quienes han presenciado el
triste espectáculo de poner las urnas patas arriba en nombre de la
libertad, han tomado nota en su asimilación silenciosa. Ya no están con
la virulencia de las batas blancas de la calle contaminada – batas que
perdieron su asepsia –, ni menos están con el falso dilema de lo público
y lo privado. Ya sólo estamos en la privacidad absoluta de nuestra
verdad inquebrantable, en el dilema resultante entre caos y orden.
Venimos de unos títeres donde hemos visto unas manos moviendo las
marionetas de la calle. Son los profesionales de la algarada y la
marabunta, que ahora pasean como trofeo la cabeza de Lasquetty.
“Andrés Lambea es una roca del paisaje alcalaíno”. Años 50.
Equipo de baloncesto de Alcalá. De izquierda a derecha: E. Chicharro, M.
Jiménez, A. Lambea, J. Calleja, A. Bower.
Andrés
Lambea es una roca del paisaje alcalaíno, asentada junto al curso de su
río. Pudo estar en El Muro, puede que en Tabla Pintora o en Aguas
Verdes. Es una de esas rocas que no pasan desapercibidas para los que
transitan el río, arraigada en el légamo más genuino. Fue puntal del
Círculo de Contribuyentes, de la Real Sociedad Deportiva, del
Baloncesto, de la bonhomía y de la amistad. Un día le pregunté por aquel
genial “Retrato a carboncillo” que le escribió Pedro Atienza entre
personajes indígenas, y me contestó:
–Ya ves, gente agradecida. Por ná.
Paseó
con sus amigos los recuerdos del río de su vida, sus aventuras
deportivas, bajo la bóveda imperfecta de los plátanos de la plaza. Era
voz de roca engallada sobre el curso fluvial del paseo. Y cuando la
sordera se le clavó a su esqueleto, ya no pudo controlar los esfínteres
de su voz, la cual tronaba como la de un dios mitológico, clamando por
libre y replicando a boleo, por si en la tronancia atinaba. Una afasia
maldita dejó sin voz a la roca, al igual que le ocurrió a su admirado
Pepe Calleja, y la roca halló el légamo genuino del Hospital de
Antezana, donde las rocas que pierden la voz, pierden la vida.
Hoy,
eres tú, Andrés Lambea, el epitafio de los muertos clavados al papel de
mi ‘Diario’. He traído aquí tu tronancia para ponerla en los recuerdos
de las aguas de espuma festiva de tu alcalainismo acosado; y tu sordera
pertinaz para ponerla en las mareas ruidosas, bamboleantes, que buscan
los naufragios traicioneros. Te he traído aquí en tus desbordes y
carencias para atar contigo los nudos de mis muertos.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 15.2.2014
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