Prefacio para profanos
Es
de Miguel de Cervantes, claro está, de quien vamos a ocuparnos. Se
trata –conviene centrarnos– del escritor que ha conseguido
indiscutiblemente, por la fuerza de su obra creativa y del severo
tribunal del tiempo, ser el número uno, el Príncipe de las Letras Españolas, el
autor emblema de nuestra Lengua. Tanto que su nombre es sinónimo
identificativo, y decir “la lengua de Cervantes” es tanto como decir la Lengua “Española” o “de Espàña”. Lo cual ocurre con harta frecuencia, por ejemplo, en las acuñaciones Premio Cervantes, Instituto Cervantes, Operación Cervantes... donde
el nombre del escritor se presta a taponar generosamente viejas puses
nacionales, complejos todavía residuales, turbios desequiibrios...
El ganador del Festival de Oslo.
Alguien pudiera pensar que el tema Cervantes es un bello arcaísmo, una afición por cosas viejas, pura arqueología.
Sin embargo, el Congreso de Escritores de Oslo, celebrado en la
primavera del 2002, no sólo actualiza nuestro tema, sino que incluso
supera nuestros iniciales asertos. Se planteó allí realizar una encuesta
para establecer una lista de las mejores 100 obras de la literatura
universal de todos los tiempos entre un centenar de escritores de 54
países. Aunque de lo que se trataba era de promocionar los 100 mejores
libros sin orden o clasificación alguna, sin embargo, Alf van der Hagen,
un editor del Club Noruego de Libros, que organizaba la encuesta, dijo
en rueda de prensa que El Quijote de Miguel de Cervantes había resultado el ganador absoluto al acaparar el 50% más de los votos que la obra de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, que obtuvo el segundo lugar.
Cada encuestado había rellenado, por orden, las que él creía que eran
las 10 mejores obras de la literatura universal. Entre los autores
votantes se encontraban escritores de tendencias y culturas distintas
como Salman Rushdie, Milan Kundera, John le Carre, John Irving, Nadine
Gordimer, Carlos Fuentes y Norman Mailer. Escritores como Bob Dylan,
García Márquez e Isabel Allende prefirieron abstenerse. Creyeron que
reducir a una clasificación general la literatura universal, tal que una
carrera de coches, no procedía. Se trataba, repetía el editor noruego,
de la extracción de las 100 mejores obras de la literatura universal sin
clasificar, pero no pudo evitar la curiosidad de los dos primeros
puestos. La lista resultante arrojaba un resultado en el que más de dos
tercios eran obras europeas. Dostoyevsky ganaba en cuanto a presencia de
obras, cuatro. Con tres figuraban Franz Kafka, William Shakespeare y
Leon Tolstoi, mientras que con dos obras se relacionaba a William
Faulkner, Gustave Flaubert, Homero, Thomas Mann, Virginia Wolf y al
propio García Márquez.
“Si hay una novela que se debe de leer antes de morir, esa es Don Quijote” dijo en el citado Congreso el escritor nigeriano Ben Okri, quien ganó el premio British Bookery y redactó la introducción de una nueva edición en noruego del Caballero de la Triste Figura. “Tiene
la historia más maravillosa y elaborada, y a la vez sencilla” siguió
diciendo en la rueda de prensa celebrada en el Instituto Nobel Noruego
el escritor negro.
Cervantes,
pues, universal: entendido y admirado por culturas aparentemente
lejanas, y haciéndose inteligible hasta la conmoción desde su propia
lejanía secular y su aún más lejano y reducido escenario de los
caballeros andantes, remedo irónico y parodia de una clase ya
trasnochada en tiempos de Cervantes.
El
sondeo de Oslo es inusual. E, incluso, una clasificación más amplia
hubiera resultado comprometida. Reducir a una clasificación general la
literatura universal podía arrojar, en efecto, un esquematismo relamido y
formalista. Pero evitar la tentación de saber quién era el número uno y
evaluar su liderazgo resultaba irresistible. Ahora ya tenemos un
resultado, que puede ser todo lo interpretativo que uno quiera, pero que
no deja de ser un honor para la Lengua Española. Oslo, primavera del 2002: datos empíricos de un Cervantes vivo, cata y muestra de la vigencia universal del famoso todo. Cuando hemos criticado la supresión vergonzante del identificativo español en muchas expresiones, ahora, sin embargo, en virtud de su contundencia universal, homologada en el Festival de Oslo, vale decir de Cervantes que es Príncipe de las Letras o Príncipe de los Ingenios. Simplemente. Cervantes con su propia fuerza evita así la estúpida vacilación.
El creador de la novela moderna
Creo
que algo más ponderativo sobre Cervantes cabría en este pórtico de
entrada, aunque sea a bote pronto. Yo destacaría como virtud de
Cervantes algo que me resulta personalmente valorativo. Es su proximidad
comunicativa. Sabe estar ahí cerca, lo sientes susurrante. Claro, que
esa facultad de la comunicación que te llega, la puede uno observar
también en un vendedor de melones, que los hay. Pero Cervantes te vende
todos los melones del mundo en grado de excelencia por sus recursos
lingüísticos y estilísticos. Esa es su arte. El lector reproduce las
situaciones como suyas, se reconoce en él. Esa es la proximidad que uno
experimenta. Y si te habla profundamente, te reconoces profundamente, te
agigantas. Es una gimnasia del alma.
Cuando Cervantes en el prólogo de la Segunda Parte del Quijote
se refiere a Alonso Fernández de Avellaneda, quien se le ha adelantado
con una “segunda parte”, al presentar la suya, la auténtica, “cortada
del mismo artífice y del mismo paño que la primera”, satiriza al
intruso identificándole con un tonto al que le da por llevar una
piedra en la cabeza y soltarla sobre el primer perro que encuentra,
hasta que el amo de un perro así castigado le propina una tunda por no
saber diferenciar a un perro de un podenco. Y, a través del lector, le
dice al usurpador, al que Cervantes bien conoce y bien silencia, que así
“no se atreverá más a soltar la presa de su ingenio en libros que en
siendo malos, son más duros que las peñas”.
Es
decir, que puede haber carne de primera, pero seca; y carne de tercera,
pero jugosa. En el caso de que se trata sería carne de tercera y seca.
Los elementos de la obra de primera los tenía ahí Avellaneda a mano,
pero no sabe continuarlos, a pesar de ser un escritor aceptable. No
sabe sobre todo continuar con Sancho, cumbre del realismo tradicional
español, un realismo popular y psicológico, que se adhiere en ocasiones
al idealismo fantasmagórico de su amo cuando buenamente le interesa,
como ser gobernador de la ínsula Barataria, por si acaso cae la breva, y
en otras, sólo ve molinos donde hay molinos y rebaños donde hay
rebaños.
Siendo
el Quijote una obra localista, es universal, por la transparencia del
alma humana y por el seguimiento hidalgo y obstinado de los ideales, de
los que sólo dimite don Quijote a la hora de la muerte, en que se vuelve
cuerdo. La muerte es la cordura. Don Quijote es la triste epopeya de un
amo y un críado que se echan al campo para contrastar con la dura
realidad las ensoñaciones de los libros de caballería. Van a entrar en
duelo la literatura y la vida. Y aunque Don Quijote se rompa la crisma
contra las duras aristas de la vida, la literatura, inagotable, volverá a
surgir como “razón de la sinrazón”, como bálsamo que alivie al
protagonista de tan prosaicos y aparatosos golpes. Y lo transfigura todo
con idílica finura, hasta la vulgaridad de su amada Dulcinea y del
yelmo de Mambrino conquistado. Y si no fuera así, la vida se quebraría.
Respecto
a la frescura y jugosidad del texto cervantino es ingenio incomparable,
abras por donde abras el Quijote. Cervantes sabe encontrar las
insólitas condiciones para que, a la hora de agitar la sublime y
burlesca parodia, haga un acopio magistral de viejas y sonoras palabras,
de retorsiones y perífrasis solemnes, que en circunstancias normales
hubiera resultado afectación. El resultado es un registro de voz único,
paradigma y cofre vivo de la riqueza de la lengua castellana. Y sigue
diciendo Cervantes en el Prólogo aludido: “le agradezco a este señor
autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero
que son buenas”. Lo cual le gusta a Cervantes, que sabe persigue la risa
con situaciones de una comicidad hilarante.
El
dominio en el arte de la narración ha hecho que se le considere a
Cervantes maestro de maestros. Incluso ha sido precursor de las novísimas
técnicas de la metaliteratura en aquellos desplazamientos de plano en
la perspectiva narratoria, por ejemplo, cuando la novela entra dentro de
la novela o al narrador se le proyecta dentro de la narración, al igual
que el autorretrato del pintor en un cuadro, o las técnicas de la
recordación o de la superposición de mensajes inconfesos sobre el único
alambre de una misma palabra. Destreza secreta esta última, cuyos
túneles significativos escapaban así a la Inquisición.
Cervantes, un misterio abordado.
Modernos
exégetas del texto cervantino están encontrando niveles de comunicación
significativa en los temas inquisitoriales sobre conversos, así
como en lo referente al pecado "nefando” de sodomía u homosexual,
penado en la época con la corta de una mano. Y más modernamente, los
mineros cervantinos han encontrado abundantes yacimientos esotéricos sin
visos de tocar fondo, especulando con seguridad en torno a la cábala y
la alquimia en el Quijote, El caballero del oro fino, que es
como le llama Pere Sánchez Ferré al intitular su libro, donde dice que
“Cervantes escribió un libro de agua que tiene el don de reflejar lo que
somos antes de reflejarnos lo que es”. “No hay puertas, hay espejos”
dirá Octavio Paz. De tal forma que los hallazgos ideológicos se
disparan: criptoluteranismo, judaísmo, erasmismo, masonería... Una obra,
pues, tan abierta que los más dicen reír a carcajadas por donde al azar
abren el libro, sin embargo, para otros como Dostoyevski resulta ser
“el libro más triste de todos” y el que hacía llorar al humorista Heine.
Sorprende que algo pueda producir llanto y risa a un mismo tiempo.
Quizás por “no percatarse –escribe Rosa Rossi– del dolor que está en la
entraña de esa capacidad de Cervantes de reírse de sí mismo y de los
demás”.
El
artista genial de la obra genial, ambos, deben ser tomados desde la
consistente inconsistencia de sus fallas y alvéolos, sin tratar de
engullirlos intelectualmente, dejándolos que vengan y entren sin
violencia, si se dejan. Cervantes y su obra quedarán siempre flotando en
el misterio, ese misterio de sus últimos días:
Tiempo
vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo diga lo que a mí me falta
y lo que sé convenía; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que
yo me voy muriendo y deseando veros contentos en la otra vida. (Prólogo del Persiles y Sigismunda).
El
mensaje de Cervantes es prolífico. Hay quien ha dicho que estas
palabras pertenecen a un contexto “gay” (Rosa Rossi) y que sólo desde
esa clave se entiende el texto. Cervantes aquí le está contestando a un
estudiante pardal de trenzas valonas, un auténtico cromo de la época,
que se ha sumado, viniendo por detrás, a la caravana de caballerías que
hace el último viaje de Cervantes –él lo sabe– desde Esquivias a Madrid.
Pero los sentidos cervantinos se superponen como las capas de una
cebolla. O como los tonos entreverados de una sinfonía. Y la lectura nos
obliga a elegir un tono, una capa, a no ser que se quiera leer
coralmente. ¿Cuál será el tiempo por venir que diga lo que le falta, si
le quedan cuatro días de vida y él lo sabe? ¿Será que lo que le faltaba
era la vida y que lo que le convenía era prepararse para bien morir?
Pero no, más bien el "tiempo por venir" goza de vuelo profético. ¿Podría
referirse al éxito de su obra que no le ha alcanzado en vida? ¿Podría
referirse a que vendrá un tiempo en que la novela sea un género que se
desarrolle y pueda entonces ser entendido? ¿O puede ser que lo que le
falte es eso que la naturaleza no le ha dado o le ha dado? ¿O será que
lo que le falte es poder expresar libremente algo entonces inconfesable?
Su aparente línea melódica soporta una sinfonía de inarmónicos.
Cervantes es el pluritono. Ortega y Gasset adivinó que Cervantes “espera
que le nazca un nieto capaz de entenderle”, y más cuando se prometió a
sí mismo como escritor: “No quiero irme a la corriente al uso”. Por eso,
tiempo vendrá, quizá, y llegó, en que diga lo que quiso decir, lo que
dijo y no dijo, tiempo vendrá en que sus nietos se adentren por entre
sus silencios y recorran los túneles y escondrijos de su vida y de su
obra.
José César Álvarez
Capítulo 1 de “La disputada cuna de Cervantes”
Ediciones Bornova-Aytº de Alcalá, 2005
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