Mi resaca arqueológica
Fue
el caso, tú sabes lector, que topé con unos aguerridos arqueólogos que,
corrido su antifaz, me zurraron la badana en plena vía pública, y desde
entonces llevo puños
y zumbos en la boca que debo vaciar. Y no vaciaré contra nadie y menos
contra mis vapuleadores, si es que vapulearon, que son en el fondo
enternecedores jacobinos, atorados de alcalaínas intenciones. Yo sólo me
vaciaré contra la idea jacobina que les sobrevuela y que atenaza hasta
la propia cultura de nuestros días. Lo que yo les iré contando aquí a
ustedes despaciosamente con ejemplos que vengan al caso.
Quiero
aquí, antes de nada, proclamar mi admiración y respeto por la
Arqueología, la avanzada disciplina que desentraña los misterios
enterrados de nuestra civilización. Pero con dos matices importantes:
Uno. Habré de distinguir entre la huella del pasado y la obra de arte, que no es lo mismo, aunque a veces se imbriquen.
Dos.
El criterio arqueológico excluyente que aquí critico debiera ser
armonizado con otros criterios como el artístico, el histórico, el
urbanístico…
Un
día, que ya ha empezado, habrá que hacer un listado de los desaguisados
perpetrados en Alcalá por la imposición del criterio arqueológico. Fue
en los años 80, cuando era concejal. En la calle mayor, en el tramo sin
soportal donde se construyó la Cooperativa “Miguel de Cervantes”, casi
frente a su casa, yo le dije al técnico que por qué no aprovechaba y construía allí el soportal. El técnico se me quedó mirando y me dijo:
–¿Tú sabes lo que significa la palabra “conservar”? Hay que tener un respeto por lo que recibes.
–O
sea –le dije–, que tú te encuentras una calle desdentada, pasa por tus
manos solventes, y ¿la dejas como estaba? En nuestra calle Mayor no hay
ningún espacio desdentado justificado, salvo el Hospital de Antezana. Tú
tienes el deber de completar el perfil de una ciudad y no ahondar sus
fallas. Tú tienes que acabar la ciudad que te han legado.
–Además –me dijo–, el soportal no podría nunca colocarse porque en los dos costados tiene servidumbre de ventanas.
–Eso
también lo he pensado –le contesté–. Las ventanas de la derecha habrá
que negociarlas, cediendo incluso una habitación por cada piso. Y las
ventanas de la casa de la izquierda serían ya la calle, el famoso
callejón del Peligro que cita Quevedo en el Buscón don Pablos, donde el
famoso pícaro perdió el culo portando el robo de un cofín de dulces.
En
consecuencia, no se hizo allí el soportal por un puritanismo
arqueológico. Pasado el tiempo, aquel técnico, que en el fondo era buena
persona –también los arqueólogos puritanos son buenas personas–, me
dijo: “Lo he pensado ¿Sabes que llevabas razón? Ahora ya es tarde”. Hace
poco, mi admirado amigo Francisco Javier García Gutiérrez recordaba en
“En claros y oscuros” un artículo mío de aquellas calendas de 1986,
donde reivindicaba el callejón del Peligro, que al final fue un
pasadizo.
Y,
sin embargo, no creo haber escrito un artículo más encendido en este
querido semanario que el que dediqué a los puritanos conservacionistas
del lateral de casas de dudosa ralea, junto al monumento de la Puerta de
Madrid en su cara interna. El último ayuntamiento predemocrático había practicado
la alineación de una parte, abriendo calle a un lado y demoliendo la
casa de Oliva, adosada al torreón. Aquel costado abierto clamaba así:
“Escucha, lado opuesto, cuando te llegue el día, haz lo que yo hice y
centraremos el monumento según las leyes universales de la armonía”.
Pero la democracia, asistida de conspicuos conservacionistas, consintió
aquella mediocridad alineada.
¿Por
qué los edificios del Museo Arqueológico y del Parador de Turismo,
dominicos ambos, no recuperaron sus cúpulas originales? ¿Es que es
pecado arqueológico la restauración de los elementos que definieron
históricamente esos edificios? Otro día podré seguir la lista de los
gruesos agravios perpetrados en esta ciudad por el severo criterio
arqueológico. De momento ya podemos adelantar este corolario: el sentido
arqueológico ha causado más estragos que los que haya podido recibir la propia arqueología.
Estamos
asistiendo a una exaltación absoluta de lo antiguo, donde no se permite
traspasar sus límites, aunque se conculquen los más elementales
principios estéticos o históricos. Este alma que
batalla por lo viejo penetra, sin advertirlo, en toda nuestra cultura.
La arquitectura debe ser lisa y funcional, sin aditamentos que recuerden
otras épocas. La música sinfónica debe
ser efectista, inarmónica y sin melodía. La pintura no ha de ser
figurativa. De lo que se trata es de que aquí nadie juegue a ser Miguel
Ángel, ni Mozart, ni Velázquez. Eso está prohibido. El mundo antiguo
está aherrojado. La catalogación museística esta cerrada. En los nuevos
museos ya sólo se almacena el tiempo con los valores de exhibición del
arte, que ha quedado encallado.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 3.12.2011
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