LA ELECCION DE LOS ALCALDES DE DAGANZO (PRÓL OGO)
(Prólogo
a la edición del entremés “La elección de los alcaldes de Daganzo” de
Miguel de Cervantes, Ediciones Bornova, Ayuntamiento de Daganzo, 2006).
Daganzo
–hoy pujante villa que dista nueve kilómetros de Alcalá de Henares,
cuna de Cervantes–, exhibe con todos los derechos el orgullo cierto que
le corresponde por haber sido objeto de interés de la pluma del Príncipe de los Ingenios, ondeando el topónimo de la villa en el título de uno de sus más graciosos entremeses: La elección de los alcaldes de Daganzo. Se
ha venido diciendo, sin que hallemos prueba fehaciente, que el
escenario elegido por Cervantes corresponde a Daganzo de Abajo, villa
hoy desaparecida, pero aunque así fuera, es su gemela Daganzo de Arriba
la legítima heredera de su acervo, de sus predios y de sus tradiciones.
Antes
de referirnos estrictamente a la obra literaria, podemos reunir algunos
datos históricos en torno al asunto. En la época del Renacimiento eran
tres los modos principales de nombramiento de alcaldes, cuya principal
función consistía en administrar justicia. Estaba la elección directa
por autoridad superior, ya fuera realenga o señorial, y el tercer modo
era de elección mixta, pendiente de confirmación. En Daganzo, que
pertenecía a la jurisdicción de Toledo, se daba el tercero de los modos,
en cuya elección se requería la confirmación. El caso histórico de los
alcaldes de Daganzo, antes de ser tomado por la literatura, debió
adquirir cierta notoriedad entre la clase instruida y urbana cuando el
señor feudal de Daganzo, conde de Coruña, no confirma la elección de
alcaldes realizada por sus vasallos. Pleitea por ello en la Chancillería
de Valladolid y en segunda instancia consigue sentencia a su favor
“porque al señor de vasallos, a quien compete el derecho de confirmar la
elección, pertenece también conocer el defeto e inhabilidad de los
elegidos”. Este texto está extraído de la referencia que a la vieja
cuestión daganceña ofrece Castillo de Bovadilla en su tratado Política para corregidores y señores de vasallos,
(Madrid, 1597). Este tratado tuvo gran repercusión en la época, y pocos
años después, puede que en 1610, Cervantes escribió el entremés de “los
alcaldes”, aunque el libro genérico Ocho comedias y ocho entremeses nuevos fuera editado en 1615.
Con respecto al proceso de elección de los alcaldes de Daganzo queda aún más claro en el siguiente texto reflejado en las Relaciones Topográficas que fueron mandadas componer por orden de Felipe II a finales del siglo XVI:
Dixeron que el dicho
señor conde de Coruña, como señor de la villa, después de haber
nombrado en la dicha villa alcalde, regidores y procurador general, se
le lleva a confirmar y lo confirma, y da por bueno el dicho
nombramiento, y aquellos que son nombrados y por el dicho señor conde
confirmados, sirven de su oficio un año.
Este
texto hace pensar en un ínterim intrigante. Porque si el alcalde es
nombrado en principio por el señor y confirmado después por el mismo,
nos hace pensar que el aspirante a ser galardonado con la dádiva
confirmadora “debe ser bueno” ante el señor, mostrarse sumiso. Uno
piensa que el señor puede hacer terciar una prueba de sumisión en el
intervalo. Y se piensa con fundamento que el ruido de un caso como el de
“los alcaldes de Daganzo” no viene solo, que no es tan simple como
ahora nos parece, y que, como en la sonora crecida de un río, lleva
mucho fango dentro. Es la histórica y controvertida relación del señor y
sus vasallos, donde el fango no cae del lado de los vasallos de la
villa de Daganzo. Al contrario, un
cerco numantino de firmeza y de moral debió recibir el señor conde de
Coruña de sus vasallos daganceños, porque, desairado, presenta dos
juicios ante los tribunales de justicia de la entonces capital de España. Que los ruidos no vienen solos, y el caso, a lo que se ve, cundió en las imprentas y en el boca a
boca. Este último medio de transmisión llevaba de seguro más verdad que
la comprometida letra impresa. ¿Qué le podía importar al muy señor
conde de Coruña que los alcaldes de Daganzo fueran rústicos y
analfabetos? El desaire recibido, por el que en realidad pide “defeto e inhabilidad” del cargo, está en otra causa que se nos escapa.
Vamos ahora a
la obra literaria, a esa gema entremesil con la que Miguel de Cervantes
quiso recompensar a Daganzo. El esquema de la obra es simple. Cuatro
hombres se reúnen en junta en el ayuntamiento de Daganzo para elegir un
alcalde para el año siguiente. Son los regidores Algarroba y Panduro, el
bachiller Pesuña y el escribano Estornudo. Este último plantea la
finalidad de la junta y en su trasfondo asoman las tensiones históricas
de esta elección de alcaldes:
Y mírese qué alcaldes nombramos
Para el año que viene que sean tales.
Que no los pueda calumniar Toledo,
Sino que los confirme y dé por buenos.
Pues para eso ha sido nuestra Junta.
Al
fin, hacen pasar a la sala a los cuatro candidatos para ser sometidos a
examen. Son cuatro electores frente a cuatro pretendientes. Cada
candidato hace relación de sus méritos. El mérito de Juan Berrocal es su
habilidad como catador de vinos; Miguel Jarrete se distingue por su torpeza en cazar pájaros; Francisco Humillos sabe remendar zapatos como un sastre, y Pedro de la Rana
presume de memoria, porque sabe decir las letras de las coplas
antisemitas del famoso perro de Alba. En esta cómica ocupación de
conocer las destrezas de los candidatos se encuentra el tribunal
daganceño cuando es anunciado un grupo de gitanos, que quiere entrar a
porfía, lo cual logra con la aquiescencia del alto tribunal, haciendo su
entrada con la zarabanda y el jolgorio de instrumentos y canciones. En
esto irrumpe la protesta de un sacristán, que es clérigo en primera
tonsura, echando en cara que si con esa bullanga es como se rige al
pueblo. Es entonces cuando aflora la limpia oportunidad del discurso de
Rana, quien manda al clérigo meterse en sus campanas y en sus oficios y
“deja a los que gobiernan, que ellos saben”. Es el discurso de la
separación del poder terrenal y del poder religioso. Rana es aceptado
por todos los circunstantes, dando la elección por resuelta, mientras
que el clérigo es manteado por todos: los examinadores, los examinantes y
los gitanos.
Y
esta viene a ser la moraleja del entremés. La rana ha cantado dentro de
la acción de la charca. La rana no es ningún animal exótico ni
ave aristocrática. Su canto no es el de los papagayos ni mirlos ni
canarios. Y menos emite el dulce canto del cisne cuando muere, que aquí
se cita. La rana es rústica, pero desde su vulgaridad canta
clarividentemente. Miguel de Cervantes, de esta forma, rehabilita
literariamente a la villa de Daganzo, que había sido “inhabilitada”
judicialmente.
Una
dificultad se nos impone en la lectura del entremés. Además de la
lejanía clásica del siglo de Oro y la torsión a que se somete el
lenguaje al escribir en verso, una dificultad añadida nos empaña la
espontaneidad del texto, si bien es desde otro punto de vista riqueza
idiomática. Me refiero a la ocurrente oposición entre dos miembros del
tribunal: Algarroba, pedante instruido, y Panduro, ignorante solemne y
atrevido, ambos regidores. La grandilocuencia de uno y otro produce
expresiones arcaicas en el primero y sonoros vulgarismos en el segundo,
con aportaciones de la jerga sayaguesa. Mientras que Panduro dice luenga por lengua, deslicia por desliza, Jamestad por majestad, todo el sorbe por todo el orbe... Algarroba nos dice echémoslo a doce y no se venda (vamos a por todas, pase lo que pase).
La
oposición Algarroba-Panduro se sustancia, además de las puntillosas
correcciones que aquel hace al segundo por las continuas patadas
propinadas al idioma, también por otras cuestiones como la muy distinta
estimación que uno y otro tienen de los aspirantes a alcalde. Para
Algarroba, guasón e
irónico “no hay alcaldes de caletre”, no hay nivel en las aldeas para
ejercer la justicia, en tanto que para Panduro, aquellos cuatro
pretendientes podrían gobernar a la propia Roma.
–A Romanillos –replica zumbón Algarroba, aludiendo a un pequeño pueblo de Guadalajara.
Otro
lance burlesco, de reminiscencias caballerescas, es el que aporta ahora
Panduro. Era Ágrajes primo de Amadís de Gaula, el cual, llegada la
ocasión del reto, circunstancia que fácilmente encontraba, se llevaba
raudo la mano al pomo de la espada en tanto pronunciaba la proverbial
frase, que es la que Panduro celebradamente pronuncia tras la plática del clérigo, con mención expresa de la procedencia:
–Agora lo veredes, dijo Agrajes.
He
aquí, en definitiva, este menudo diamante de múltiples irisaciones,
legítima herencia del patrimonio daganceño, al que le aporta nombres de
calles, fondo folklórico, romance de uso polivalente, arcón de arcaísmos
que guardar, renombre clásico... y siempre el orgullo de haber sido rehabilitados y regocijados por la pluma de Miguel de Cervantes.
José César Álvarez
(Miembro de la Institución de Estudios Complutenses)
No hay comentarios:
Publicar un comentario