Don Juan ‘de’ Alcalá
Es
el uno de noviembre un día de ‘risas y llantos’. Es el día del llanto
revenido de nuestros muertos y la noche de la risa revenida de don Juan
Tenorio. Ríe el verso de Zorrilla cuando fluye cantarino y no se le
tapona de prosaísmos y encabalgamientos. Y ríe siempre el personaje
impío, burlador, perjuro, seductor y arrogante.
Desde
el uno de noviembre de aquel año de 1984 en que abrieron boca Juan
Diego y Mª José Goyanes el Tenorio alcalaíno se ha convertido en un
movimiento de masas tan espectacular que es un fenómeno sólo explicable
dentro del mito inefable de don Juan.
Nada
hay, pues, que retocar de aquel primer impulso. Nada que retocar de
aquel título acuñado como ‘don Juan en Alcalá’. Pero me gustaría valorar
el trueque preposicional y jugar a retocarlo así: don Juan ‘de’ Alcalá. Porque este don Juan tiene rasgos itinerantes propios, además de un carácter singular y una historia larga.
No
puede ser que don Juan sólo esté ‘en’ Alcalá de paso, que pasee junto a
las murallas y aledaños del Palacio Arzobispal, como indiferente a su
escenario, sino como cómplice del misterio de sus piedras, las que no
profana don Juan en su aquelarre anual, por ser piedra profanada en su
origen, por humana. Es esta la piedra que solaza el estrecho marco de
los arzobispos en Toledo, es la piedra por cuyos intersticios sin
argamasa se asoma la sonrisa delatora de Troylo,
el hijo del arzobispo Carrillo; y más allá flamean las pelambreras
rubicundas de los infantes del Cardenal Mendoza –el ‘tertius rex’ de
aquellos días–, a quienes la reina Isabel mentaba como “los hermosos
pecados del Cardenal”.
Y
la psicofonía paciente del palacio nos devuelve las risitas breves,
espaciadas, de Germana de Foix, segunda mujer de Fernando el Católico,
cuando éste se hallaba lejos, ya con el aguijón de la muerte clavado en
su cuerpo, y Germana, envuelta en su séquito de damas extranjeras,
paseaba su juventud por Castilla, llegando a este palacio alegre,
paradero de reyes y paridera de reinas.
Y
el príncipe Carlos se lastimó cuando cayó por una escalera persiguiendo
una moza. Su padre Felipe II hubo de llamar al famoso curandero morisco
Pinterete, que llegó aquí desde Valencia. Pero hubo de haber otras
caídas más muelles y menos sonoras.
Toma Zorrilla su personaje del don Juan Tenorio de ‘El burlador de Sevilla” de Tirso de Molina, alumno de la Universidad
de Alcalá. Y no hay que mirar más atrás en su ascendencia, porque sólo
ellos son Tenorio. Es este un apellido que llevan muchos españoles y que
no por casualidad lo llevaba Cristóbal Tenorio, un donjuán de la época
de Tirso de Molina que sedujo y raptó a la hija de Lope de Vega, en cuyo
lance hirió al ‘Fénix de los Ingenios” en el sitio por do más pecado había. Y es Tenorio también por casualidad el torreón del Tenorio del
recinto palaciego, teniendo en común ambos la altanería, la seducción y
la pertinaz vigilancia. Viene Tenorio de ‘tenor’, la voz dominante del
teatro, la voz impostada y equívoca.
Gregorio
Marañón, en su ‘Don Juan’, agota los argumentos para señalar la fuente
concreta del personaje del Don Juan español, captado por el fraile
dramaturgo de la vida misma. Es un personaje vivo y popular que no
escapa a la perspicacia de Tirso de Molina. Es el conde de Villamediana,
Correo Mayor del Reino como su padre, educado en la corte, viajero
impenitente, hombre de mundo, joven apuesto sobre brioso corcel blanco,
guarnicionado de plata y oro, que alanceaba a los toros en la plaza, con
riesgo de su propia vida, prendida en el suspiro de las mujeres que
sorbían sus requiebros. Fue Villamediana, según relata Marañón, el
conquistador apasionado de las mujeres, seductor y porfiante sin
escrúpulos. Era altivo, de rostro afeminado y cabellos largos. Era,
además, jugador empedernido, en cuyas timbas nocturnas se le iba o se le
venía la fortuna. Su vida como la del nuevo amante tendía a empezar de
cero. La otra faceta importante de su vida fue su lírica destreza para
construir los versos endecasílabos más sublimes, la voz que envolvía y
fascinaba. Su fama era tal que, después de muerto, viajeros que por
España pasaron, anotaron su nombre, exhalado por mujeres que portaban el
recuerdo legendario de aquel galán “bello de cuerpo y de alma”. El
nombre del conde de Villamediana era Juan de Tassis, casi Juan Tenorio.
El caballero que “picaba alto”, según le dijo, celoso, el propio rey,
fue asesinado en la calle Mayor de Madrid en 1622, envuelto en un turbio
escándalo sodomita.
Villamediana
cumplió destierro en Nápoles junto al Conde de Lemos, el benefactor de
Cervantes. Aunque ambos eran condes y amigos, el desterrado ejerció de
secretario del virrey. Allí debio recibir en aquel tiempo ell Prólogo
inmortal del Persiles que Cervantes dirigió a su mecenas. Ya Cervantes
había mencionado en el ‘Viaje al Parnaso’ a aquel ganador de fortunas y
mujeres:
Tú, el de Villamediana, el más famoso
de entre cuantos griegos y latinos
alcanzara el lauro venturoso…
El
donjuanismo no fue sólo un proyecto literario, sino una tipología
española arrancada de la vida y que se refleja, dirá Ortega, ante los
ojos de quienes quisieron serlo.
Villamediana no acabó sus estudios, pero fue alumno del Colegio del Rey de la Universidad
de Alcalá, por lo que no habría de reaparecer aquí como un extraño ‘en’
Alcalá, sino como el reconocido y originario don Juan ‘de’ Alcalá, cuyo
circo ya fue escuela de sus devaneos.
José César Álvarez
www.josecesaralvarez.com
o
El conde de Villamediana, coleccionista de mujeres,
gemas y caballos, modelo viviente del don Juan Tenorio
de Tirso de Molina. Ambos, el mujeriego temerario y el
fraile mercedario, fueron alumnos de la Universidad de Alcalá.
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