Divagaciones de órgano
Segunda
jornada del VI Festival Internacional de Órgano ‘Catedral de Alcalá’.
Todo un éxito artístico y de público. Era el día de Liudmila Matsyura,
titular del órgano complutense. La rusa jugaba en casa. Comenzó
Liudmila, aupada al tercer teclado, nada menos que con la Tocata de la V Sinfonía
de Widor. Era como empezar un convite con vodka. Era una partitura de
atmósfera asfixiante, insistente, persistente, consistente, hasta que el
pie de Liudmila pisaba trombones, iba por el teclado pedalier para no
hacer fundamentos, sino melodía bronca como quejido de bisonte, en tanto
que las insistencias pobladas del alto teclado sonaban a
acompañamiento. Ha sido una inversión de Luidmila, quien, con el pie en
la melodía, la rusa nos ha traído la revolución a occidente.
He oído otras versiones de la Tocata
de Widor y nada que ver, en efecto, con la aportación ingeniosa de
Liudmila con sus graves exentos, en primer plano. Era algo intermedio
entre las balalaikas de los oficiales de la zarina y el grave de la
bruma de sus inviernos y de sus cosacos.
Liudmila y Bach iban
de pasacalle, y venían pizzicatos, claros de luna y danza macabra,
donde el órgano de Liudmila se convertía en magistral orquesta, con
sonidos distintivos, fundidos en la batuta de la organista y directora
artística del festival, a la que le sobraban manos para tanto.
Fui
al concierto precisamente cuando estaba leyendo el nuevo libro del
padre Ángel Alba sobre el Padre Mariano Sánchez Sobejano, quien en 1901
aprobó las oposiciones a organista de la Iglesia Magistral.
Tenía entonces 27 años y era todavía seglar beneficiado. El alcalaíno
de la calle Santiago 13 tenía un premio de piano en el Conservatorio de
Madrid, donde estudió. En el coro central de la Magistral,
que había sido gran escuela musical del Renacimiento y del Barroco,
además de cuna musical de Rodríguez de Hita, al organista Mariano se le
ofrecen dos órganos, más otro pequeño y gótico de la época cisneriana.
Pero don Mariano los tendrá a su alcance durante escaso tiempo, ya que
en 1902 comenzarán las obras del ruinoso templo Magistral, que durarán
hasta 1931, cobijándose su oficio en la iglesia de Jesuitas de la calle
Libreros.
Refiere
Ángel Alba la peripecia del antiguo órgano Echevarría del Oratorio de
San Felipe Neri y su traslado arbitrario a la parroquia de Santiago.
Pero, en su sustitución, el Oratorio inauguró en 1905 un órgano servido
directamente por la casa constructora inglesa Horman & Beapd Lte. De
este órgano es del que sería titular indiscutible el Padre Mariano,
quien se hizo sacerdote y filipense, y fue ‘depurado’ en los primeros
días de la Guerra Civil, la que se llevó por delante órgano y organista.
En 1921 tomó posesión como organista de la Iglesia Magistral
don Manuel Cervantes Castañeda, quien debió ejercer sus funciones
musicales en el buen armonio de pedales que tuvo el templo de Jesuitas,
no otra cosa. Don Manuel era físicamente de muy baja estatura. Mi tío
Pepe, que era oficial de Telégrafos, contaba que un soldado le puso un
día el siguiente telegrama: “Conocí aquí cura más pequeño que el de tu
pueblo. Apuesta ganada.” Don Manuel también tocó en ciertas funciones el
órgano de San Felipe. Me contaba mi padre, que fue violinista, que le
encargaba pisara en
algún momento la tecla del pedalier a la que sus piernas no llegaban.
Don Manuel Cervantes fue profesor mío de Historia cuando yo tendría doce
años. Recuerdo que al ponerme la calificación en clase, yo quería ver
en los pocitos de su sonrisa franca el pago de los servicios paternos de
pedalier.
Don Mariano y don Manuel, antiguos organistas de la Iglesia Magistral,
son los precedentes heroicos de Liudmila Matsyura. Cuando la veía el
sábado en la gran pantalla desplazarse de pies y manos sobre el órgano
Blancafort de la Catedral-magistral
y sobre mis lecturas retrospectivas, comprendí que Liudmila
representaba la gloria sobre las precariedades, las miserias y la guerra
más cruel.
Fue
Liudmila y se asoció con su paisana mezzo-soprano Elena Abdrazakova, y,
después de vibrar con Marcello y Pergolessi, arribaron al Agnus Dei,
“el que quita el pecado del mundo” repetía la contralto con
desgarradora voz en la lengua de Dios. Y al final, porque ellas dos
quisieron, nos ofrecieron un Ave María casi tan inmensa como su propia geografía, en el borde justo de los aliviaderos lacrimales.
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 13.10.2012
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