Monólogo del Empecinado
“Aquí, el único que tuvo el monumento en vida fue el menda” -dice el famoso guerrillero de la Guerra de la Independencia.
Ahora que el monumento al Empecinado ha sido removido, a causa de la reforma de que ha sido objeto, aprovechamos la ocasión para remover también la historia trágica de aquellos días tensos de 1813, puede que los días más pavorosos de la historia de Alcalá. La metodología histórica, fría, acumuladora de datos, no llega a captar la intensidad humana de esos momentos álgidos. Sin renunciar al dato histórico, sirva este sobrecogedor monólogo de Juan Martín el Empecinado, captado en el hondo silencio de la noche alcalaína, como un intento de llegar a la clave de los hechos que propiciaron dicho monumento.
El ejército
francés, en aquel entonces, pegó aquí duro, muy duro. Se repetían aquí
los saqueos, las violaciones, las vejaciones, las profanaciones. Había
sutiles y humillantes extorsiones en forma de contribución voluntaria. Todo eso hacía más daño que la batalla abierta, más estrago que el fuego de artillería. Nosotros lo sabíamos.
Los
franceses se presentaban aquí siguiendo la línea del río Henares desde
el puente de Viveros, en San Fernando, donde estaban fortificados. Su
obsesión era pillarme por sorpresa dentro de Alcalá, y, demonios, que
casi lo consiguen. Yo acababa de ser traicionado por los renegados,
quienes al frente de El Manco,
un hijo de perra al que le hice el torniquete en el campo de batalla, a
quien vendé su muñón, así te pagan, cabrones, me habían robado varios
depósitos de municiones que teníamos escondidos en los montes. Por eso,
aquel fatídico veintiuno de Abril de 1813, hubiera sido una temeridad
plantar cara a los franceses en toda regla. No podía, no podia. Además,
eran 6.000 infantes y 2.000 caballos. Una nube. El caso es que antes de
retirarnos, castigamos con fuego la vanguardia enemiga para distraer su
entrada a la pobre e indefensa Alcalá, en tanto la caballería se dejó
caer en retirada hasta la Humosa
y Armuña, llevándonos franceses tras los talones. Pero de nada sirvió
la maniobra, antes al contrario, ello fue motivo de venganza, dada la
saña vandálica con que entraron en Alcalá. ¡Maldita la francesada! Sólo
podíamos huir. Y los empecinados vagamos aquella noche por los cerros
como almas errantes.
¡Pobres alcaleses,
pobres! No tendrán nunca otra noche más negra si buscan, más calamitosa
y aciaga. Noche larga de alaridos largos: los enfermos fueron
levantados de sus lechos y perseguidos de bayoneta con saña, los templos
profanados, las casas y graneros requisados y las mujeres violadas en
grupos de siete en siete, quince en quince, veinte en veinte, y hasta de
veintisiete, por lo que murieron algunas. Las monjas de clausura del
monasterio de San Bernardo huyeron por los tejados. A culetazos fueron
matados algunos, mientras que otros fueron arrojados vivos a los pozos.
Los muebles más nobles de las casas fueron amontonados en las piras que
se formaron en las calles y que ardieron durante toda la noche. Desde el
alto de los montes las vimos arder impotentes, y, sobre todas, una tea
descomunal que no acabábamos de identificar, pero que nos abrasaba por
dentro de rabia contenida. Al día siguiente cuando bajemos, supimos que se trataba del convento de la Merced, en la calle de Roma. Al día siguiente cuando bajemos, los franceses habían tomado la carrera de Guadalajara y no habían dejado un mal mulo. Al día siguiente cuando bajemos,
muchos de los hombres que me habían acompañado a cielo raso en el monte
encontraron con su propia mirada la mirada extraviada de sus mujeres,
las de quince en quince o veinte en veinte que no murieron. Por lo que
el día de mis “méritos monumentales”, si alguna vez los hubo, no me
fueron atribuidos evidentemente al día siguiente cuando bajemos.
El
día por el que decidieron hacerme aquí monumento fue justo un mes
después, el 22 de nayo. Estaba yo en Alcalá durmiendo y tenía metidos
como quien dice a los franchutes en la cama sin saberlo. ¡Será posible!
Me fallaron los correos, puñetas. Me dijeron que ya habían pasado
el Torote. Recuerdo que para colmo de males, maldita sea, del salto que
di en el camastro perdí una chinela. No eran tiempos ni los había para
rastreos de tan baja estopa, por lo que me eché a la calle cojicalzo. Me
encontré al pueblo en la calle, pues había habido toque de generala, y
los voceros y atalayas pregonaron la visita. El pueblo se había tirado
de la cama en paños menores, como almas en pena. Allí estaban
espantados, legañosos, con el sueño y la mañana rotos, vociferantes
desde ventanas y balcones. Nos gritaban, nos animaban, nos conminaban: ¡Al puente, por Dios! ¡Al puente! Estábamos arreglando deprisa los caballos, cuando, a la carrera, apareció en la Puerta del Vado mi santa madre en camisón, quien, postrada
de hinojos, me colocó la chinela perdida. No pude decirle palabra. Ni
tan siquiera enganchamos los mulos para arrastrar los dos cañones. Como
mulos al trote nosotros mismos los arrastramos hasta el puente Zulema
para pertrecharnos en los montes. Nos salvamos por los pelos, el puente
nos salvó. El puente salvó a los alcaleses,
porque desde las lomas terrosas del otro lado habíamos aprendido a
movernos como zorras. Desde allí tramé la operación. Y esta vez, sí,
esta vez, por mis muertos, que no entrarían los futres.
Noté
que el enemigo había abierto una brecha en la mitad del puente y
buscaba seccionarlo, como un brazo de gitano. No podíamos ceder un
palmo. Luché con mis hombres por el puente, era mi puente, el que tantas
veces me había salvado. En el fuego cruzado sufrimos tres o cuatro
bajas, las mismas que nosotros causamos al enemigo. Aquella mañana
empezábamos ya a controlar favorablemente la situación cuando en el
horizonte, al fondo de un campo de amapolas, apareció una raya parda
alargada, que se movía sanguinolenta, que se agrandaba. Era nuestra
caballería acantonada en Ajalvir, alertada por el cañón apostado en el
pozo de la nieve, sobre El Viso. Fue entonces cuando definitivamente los
franceses desaparecieron río abajo. No hubo más, os lo juro. Esta fue
la tan aireada batalla del Puente Zulema.
Sin embargo, los alcaleses tenían muy cerca su noche negra, y,
al entrar yo en Alcalá, explotaba el delirio, me abrazaban, me
estrujaban y lloraban de emoción. Me subieron a un balcón corrido y
testero de la plaza de Cervantes, y en ese balcón corrido, mirándoles,
supe que no se me había olvidado llorar, cosa que no hacía desde mis
días en Castrillo, cuando niño. Los alcaleños
me hicieron llorar. Lloraban ellos de emoción porque no habían sido
necesarios los escondites urdidos bajo el sobresalto, y el miserable pan
de centeno de esta guerra volvía a la alacena de costumbre, y las mozas
y mujeres granadas de Alcalá olvidaban los recovecos insólitos de
pajares y camaranchones. Y se habían ido los temblores y se venía la
risa, una risa acartonada, a mitad de camino, atascada por la emoción y
por el llanto. Allí, bajo mis pies, bajo el balcón corrido, los tenía a
todos, a todos los alcaleños, alcaleses y alcalinos, qué más da, ahora no hace al caso.
Fue
por su noche negra por lo que tengo aquí monumento, porque conseguimos
desvanecer el retorno de ese fantasma que les atenazaba y que supuso el
final para siempre de los futres.
Desvanecerlo de los adentros es cosa distinta, yo diría que imposible,
aunque de eso no poseo conocimientos. Tres años después la ciudad me
levantó un monumento de piedra junto al puente Zulema, pero en la
segunda noche negra, la de San Lorenzo, en 1923, los realistas me
derriban cruelmente. Después, durante muchos años tuve estrado
construido en la plaza Mayor, en espera del bronce. Desde 1835 tuve
cajonera. Pero en 1879, Cervantes ocupó el sitio de mi larga espera y mi
bronce fue ese mismo año a la plaza de la Merced,
donde está. He sido un monumento de va y viene, el más largo proyecto.
Mi definitivo monumento me lo hizo el italiano Carlo Nícoli, el mismo
que alumbró a don Cervantes. Pero, mientras que a éste se lo hace de
cuerpo entero, a mí me corta la cabeza y me la exhibe colgada en lo alto
de una columna. ¿No estará aludiendo el puñetero al final de mis días?
No lo sé. Sólo sé que, aquí, el único que tuvo el monumento en vida fue
el menda, allí, al otro lado del puente Zulema, donde fui masacrado. Lo
tuve y lo volví a tener gracias a la generosidad de Alcalá para conmigo.
¡Que bien me pagó Alcalá y que mal me pagó España!
José César Álvarez
Puerta de Madrid, 1.6.2002
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