CRÓNICA DE MEXICO
Tras la huella española por las ciudades de México, Puebla y Cholula
Los domingos por la mañana cierran el Paseo de la Reforma, algo así como la Castellana de Madrid, para la práctica de la bicicleta. Pero los últims domingos de mes el recorrido urbano se extiende hasta los 43 kilómetros
en una caravana alegre y multicolor, donde las principales arterias de
la gran ciudad descansan de la polución. En el “ciclotón” del día 28 de
noviembre pasado participaron dos alcalaínos, José César Álvarez y
Javier Álvarez. Las pedaladas ciclistas se alternaron con las pedaladas
turísticas a las ciudades de México, Puebla y Cholula.
Son las tres de la tarde y todavía andábamos en bicicleta por las
ciclovías del bosque de Chapultepec. Podríamos ir a casa y presenciar
los resultados de las elecciones catalanas que a estas horas empezarán a
aparecer en la televisión de España. Pero estamos mejor aquí, dentro de
este sol rojizo que nos envuelve generoso, lejos de los cicateros
nacionalismos que nos corroen. Estamos mejor aquí, en este bosque
ignífugo de palabras castellanas que acaba por obligación en la Patagonia,
una lengua común, larga y ancha, que se extiende con naturalidad sobre
las lenguas indígenas, que perviven. Estamos mejor aquí.
Javier me llevó a visitar Teotihuacan, “el lugar donde nacen los
dioses” que es la ciudad de las Pirámides. El guía nos había indicado
que cuando en 1480 pasaron por aquí los aztecas, provenientes del Golfo,
toda esta civilización se la encontraron arrasada. Era la cultura
ancestral de los olmecas, destruida sin saber cuándo ni por quién. Estén
prevenidos: hay quien culpa de ello a los españoles. La ciudad de los
olmecas fue reconstruida con un cemento que chilla. Subimos la pirámide
del Sol, que primitivamente tenía 365 peldaños y ahora presentaba unos
340. Volvíamos de allí por la Calzada
de los Muertos. Estábamos encaramados a una de las plataformas de los
sacrificios cuando por un lateral nos cruzó en dirección contraria un
numeroso grupo de turistas hispanoamericanos. El guía a grandes voces
decía: “A Cortés y a los españoles se les fue aquí la olla”. Nos
quedamos mirando con sorpresa al voceador. Alguien debió notarlo, porque
a continuación dijo:”Se lo digo cara a cara a los españoles. Se os fue
la olla, amigos”. Un fuego me entró por el pecho y, haciendo acopio de
toda la voz que pude reunir, desde el altar de los sacrificios clamé de
esta manera: “Contáis la historia como os da la gana. Os dimos nuestra
lengua, nuestra sangre y nuestra fe. Nunca nadie dio tanto.” Sobre el
valle de Teotihuacan se hizo el silencio. Pude precisar como muchos
volvían la cabeza desacompasadamente. Nadie replicó. Javier me empujó
por el codo y me dijo: “Vámonos de aquí, eres un peligro público”,
mientras seguía mirando a la turba que se alejaba.
En el Palacio Presidencial situado al lado de la catedral, en el Zócalo
mexicano –el guía me dice que debo decir Plaza Mayor o Plaza de las
Armas– está emplazada una soberbia exposición con motivo del
Vicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Sobre
el muro y las bóvedas de la imperial y española escalera de acceso,
Diego de Ribera, gran muralista, icono de los pintores mexicanos, traza
una abigarrada escenografía que quiere sintetizar la historia de México
de lado a lado. Se me quedó grabada una imagen que ofrece el famoso
pintor del siglo XX: cuando los españoles tratan de marcar con hierro
candente a los indígenas. En otro lugar la Inquisición, cuyo antiguo y formidable edificio se levanta cerca de allí, actuó sobre los propios españoles.
Ya dentro de la exposición, me llamó la atención, entre tantas
sorpresas, un enorme mapa de las posesiones españolas en América. Tengo
que venir aquí para conocerlo. Por la costa del Pacífico llega hasta
Alaska. Hacia la altura de Oregón cruza la raya en diagonal hasta la Florida
y descienden sus posesiones hasta el cono sur, achicando
considerablemente las actuales dimensiones de Brasil. Los complejos
imperiales de los actuales españoles impedirían tamaña exhibición y
poder. La Exposición del Bicentenario concede la importancia que merece la Constitución
de 1812, en la que ellos participaron. Y está declamada en sus
principales pasajes y rematada con el grito de “¡Somos españoles y somos
libres!”
El
castillo de Chapultepec fue colocado por los españoles en un lugar
estratégico desde el que se domina la ciudad. Allí me encontré con
Bernardo de Gálvez, el héroe de la bahía de Misisipi, donde dio jaque a
los ingleses en la Guerra
de Independencia de los Estados Unidos, entrando en el desfile triunfal
a la derecha de Washington. Gálvez, el que hizo poner en su escudo la
leyenda del “Yo solo”, fue el segundo virrey de la Nueva España.
Los españoles no llegaron a tener como residencia este hermoso palacio,
del que se sirvieron, sin embargo, Maximiliano y Carlota.
El
Museo Nacional de Antropología es un espléndido recinto donde se
acumula la huella prehispánica y donde se dice que la conquista de los
españoles acabó con el desarrollo cultural de Mesoamérica.
Manuel
Tolsá, un valenciano del siglo XVIII, es el Miguel Angel Bounarroti de
México. Un mexicano me revela su pasión por este personaje que fue
arquitecto, escultor, pintor y literato. “A México se le puede llamar la
ciudad de los palacios por él, aunque esto no les guste a mis paisanos”
me dijo. “¿Por qué?” le pregunté. “Pues por lo mismo que no les gusta
Cortés”.
Si Diego Ribera es el primer pintor mexicano, Frida Khalo, su mujer es,
la segunda. Al seboso Ribera se le escurría la grácil Frida. En la casa
azul, residencia de Frida en el barrio de Coyoacán, lleno de
resonancias coloniales, se ofrece el camastro de León Trostky. La
pintura modernista de Frida Khalo tiene más vigencia que alguna de sus
frases: “El marxismo nos sanará a todos”.
En México me dicen que Puebla es una ciudad pequeña. El taxista que me lleva al centro urbano, patrimonio de la Humanidad,
me dice que tiene dos millones y medio de habitantes. Las catedrales de
México y Puebla están en la línea de las grandes catedrales españolas.
Tal cual.
La Capilla Real
de Cholula es única. Es una planta de mezquita con 49 cúpulas. Cholula
sí es pequeña, pero tiene 365 iglesias, una para cada día del año. En
las afueras hay dos pirámides. Una de ellas descuidada, cubierta de
vegetación, tal que una montaña. La otra, más alta, está coronada por la
iglesia de la Virgen de los Remedios, recuperada del seísmo. Los devotos de la Virgen
han conseguido expulsar a los arqueólogos de su ancestral pirámide.
Nada que ponga en peligro los cimientos de su virgencita. Y en esta
crítica entran los españoles por elegir su emplazamiento. La cultura
superpuesta de la pirámide de Cholula y de la catedral de México.
Volvemos a la ciudad de México por la autopista de peaje, en los
asientos delanteros de un “pullman bus” confortable. El conductor se
santigua siempre que pasa por una iglesia y saluda a los compañeros que
se le cruzan. Hay un código indescifrable en su saludo. El conductor no
hace otra cosa que santiguarse, con broche de beso incluido.
Puerta de Madrid, Diciembre, 2010
José César Álvarez y Javier Álvarez, dos alcalaínos, padre e hijo, en el “ciclotón” de la ciudad de México en la plaza de la Reforma, donde se puede apreciar el “caballito” de Sebastián, el mismo escultor del Quijote de la Vía Complutense.
Risas y llantos
La callejoneada
He
visitado recientemente Guanajuato, en México, la ciudad que exhibe
ahora el título de “capital cervantina de América” y que es memoria
agridulce de antiguos concejales alcalaínos que fueron allí invitados.
Guanajuato, con sólo 200.000 habitantes, es la capital del estado del
mismo nombre. aunque León ronde lo dos millones. Y es que en Guanajuato,
capital, “ciudad patrimonio”, se condensa la huella española y el
estilo que dicen colonial que vivifica palacios y casonas. La sillería
de sus órdenes religiosas eterniza la presencia española, aunque no se
nombre, no se cite o se suponga, creo.
La presencia de los franciscanos españoles es enorme. En su casco histórico vi tres colosales iglesias franciscanas, las tres con dos torres en la fachada, de cantera tostada, barrocas, nave larga y única, a saber: La Basílica, la iglesia de San Diego y la imponente de San Francisco. cerca del museo cervantino. La Compañía
de Jesús tiene también iglesia y un colegio barroco de cantera verde y
original prestancia, de ventanas redondas, alineadas como ojos
jesuíticos escrutadores. Hoy el colegio alberga la rectoría de la Universidad
y le confiere carácter. San Ignacio es allí un nombre popular y su
fiesta bien celebrada. Existen muchas más huellas, como el templo de la Merced
y el de San Roque, en cuya plaza se representan los entremeses
cervantinos en los festivales anuales en su honor. Pero el templo
churrigueresco de la Valenciana,
bajo la advocación de San Cayetano, en cantera rosa, es único. El
valenciano Antonio de Obregón quiso así agradecer al santo advocante, su
generosa ayuda en la extracción de los metales preciosos de aquella
mina de Santa Fe. Y así, mandó además construir tres soberbios retablos y
los bañó de un oro refulgente de veintitrés quilates. Allí se celebran
los conciertos del Festival cervantino.
Una noche participé en “la callejoneada”. Unos tunos se prodigan de día
por el centro y te venden boletos para seguir un trayecto nocturno por
la ciudad, acompañados de la tuna. La callejoneada equivale en España a
“noche de ronda” o pasacalles. Allí se celebran todos los días dos
callejoneadas, la de las nueve y la de las diez,. Las dos resultan de un
clamor de fervores procesionales con paradass, dos éxitos diarios de
participación. Son dos empresas distintas, dos guiones distintos, dos
recorridos distintos. Las dos parten del mismo sitio, de la lonja de la
iglesia de San Diego, en cuya escalinata tiene lugar el primer
encuentro. Allí al lado está la estatua de un tuno en homenaje a la
tuna, aunque los míos, los de las diez, le denominan “la estudiantina”.
Me dicen que así la llama Cervantes.
He sabido que en Guanajuato se han celebrado festivales de tunas. La
callejoneada pone en evidencia que los tunos mexicanos han captado la
específica picaresca del tuno, su ingenio, su hábil ironía, su sorna y
su gracia, la jácara de sus decires. Pero hay que reconocer al mexicano
su plus de aportación novedosa, su reorganización, su ingenio en el
guión y en los juegos, como el paso bajo la bóveda de brazos, el regalo
de un porrón a cada participante con la plática de su uso, el misterio
del callejón del beso y, sobre todo, la escena de la balconada. Hay, en
efecto, un momento, en que los tunos, que te van organizando en el
recorrido, mandan separar a las parejas, las mujeres a la derecha, los
hombres a la izquierda. Quedan los hombres sumidos en una escalera
tenebrosa, y en lo alto aparecen las mujeres sobre una balconada llena
de luz, hacia donde se dirigen las baladas más tiernas de toda la noche
con un público entregado y participativo.
El recorrido resultó un laberinto de risas, un codo a codo de contagios
voceantes, un dédalo urbano de tonadas unísonas de gentes diferentes
bajo un mismo idioma, salvo algún anglo, cuyo nombre, el del ancho
idioma, es ocioso nombrar, como es ocioso nombrar el origen del regio
escenario, ni el de la mayoría de las canciones, ni el de la tuna con su
atuendo y picaresca, ni el del porrón… Y, en efecto, el origen de
tamaña aportación es innombrable.
En la plaza del beso está boqueando la itinerante función. Habla el
director del evento. “Ahora” me dije, “ha llegado el momento, es el
final”. Pero el director dejó colgado el adjetivo que yo esperaba,
porque terminó diciendo: “Gracias a todos por colaborar en mantener viva
tan bella tradición”. ¿Acaso no debió decir “tradición española”? Pero
no lo dijo. Nadie, ni una vez tan siquiera, al menos una vez y de forma
adjetivada. “Dame tan sólo un adjetivo esta noche” debí mascullar ante
tan punzante vacío. Pero quizás sean sólo cosas mías.
Días después, voy en el coche de mi hijo Javier por México DF y lleva
puesta la radio. Es una mañana de domingo y están haciendo una
entrevista interesante a un catedrático de Derecho, cuyo nombre de
fonética vasca, no recuerdo. En un determinado momento dice:
– Nosotros no podemos olvidar nuestra vinculación durante tres siglos a
la corona española. Y no solamente se trata de nuestra lengua,
religión, tradiciones, topónimos, apellidos, etc. Es que en el terreno
del derecho hemos sido configurados por cantidad de normativas que de
los reyes de España hemos asumido en forma de ordenanzas reales,
cédulas, leyes, pragmáticas, constituciones, decretos, bulas, edictos,
bandos…, de tal forma que, por ejemplo, los comerciantes de nuestros
mercadillos, en su movilidad y fijación de puestos de venta, se
comportan todavía bajo aquellas ordenanzas. Y así tenemos cantidad de
ejemplos. Nosotros, no sé por qué, podemos ponernos de lado, mirar a
otro sitio sin querer reconocer nuestra españolidad, porque no interesa
por lo que sea, pero hay está por donde usted lo mire”.
La
iglesia de San Diego de Alcalá en Guanajuato, junto a su monasterio,
guarda un relicario de San Pedro de Alcántara y el Cristo de Burgos,
donado por el rey Carlos III al duque de La Valenciana y por éste a los dieguinos.
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José César Álvarez
Puerta de Madrid, 24.12.2011
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